—Lo que el manuscrito, supuestamente, también revela —dijo Nash—, es el lugar final donde se guardó el Espíritu del Pueblo.
Entonces es el ídolo lo que están buscando
, pensó Race.
No obstante, no dijo nada. Sobre todo porque aquello no parecía tener ningún sentido.
¿Por qué iba a enviar el Ejército de los EE. UU. a un equipo de físicos nucleares a Sudamérica para dar con un ídolo? ¿Y basándose en lo que decía un manuscrito escrito en latín hace cuatrocientos años? Ya puestos, también podrían guiarse por el mapa del tesoro de algún pirata.
—Sé lo que está pensando —dijo Nash—. Si alguien llega a contarme esta historia hace una semana, habría pensado exactamente lo mismo que usted. Pero, hasta hace un par de semanas, nadie sabía siquiera dónde se encontraba el manuscrito de Santiago.
—Pero ahora lo tienen —dijo Race.
—No —dijo con brusquedad Nash—. Tenemos una copia del manuscrito. Alguien tiene el original.
—¿Quién?
Nash señaló con la cabeza a la carpeta que Race tenía sobre su regazo.
—¿Ha visto el artículo de periódico que le di antes? ¿El que habla acerca de unos monjes jesuitas que fueron asesinados en su monasterio en los Pirineos?
—Sí…
—Dieciocho monjes asesinados. Todos ellos disparados a quemarropa con armas de gran potencia. A primera vista, parece la obra de terroristas argelinos vulgares y corrientes. Son conocidos por atacar monasterios aislados y su modus operandi favorito es disparar a sus víctimas desde muy cerca. Eso es lo que dice la prensa francesa.
»Pero —Nash levantó un dedo— lo que la prensa no sabe es que, durante la matanza, un monje logró escapar. Un jesuita estadounidense de periodo sabático en Francia. Logró esconderse en un altillo encima del comedor. Después de que la policía francesa le tomara declaración, fue trasladado a nuestra embajada en París. En la embajada se le tomó declaración de nuevo, solo que esta vez fue un oficial de la cía quien lo hizo.
—¿Y?
Nash miró a Race directamente a la cara.
—Los hombres que irrumpieron en el monasterio no eran terroristas argelinos, profesor Race. Eran un comando. Soldados. Soldados blancos. Llevaban pasamontañas negros e iban armados hasta los dientes con un armamento bastante impresionante. Y hablaban entre ellos en alemán.
»Más interesante todavía —prosiguió Nash—, es lo que iban buscando. Al parecer, los soldados juntaron a todos los monjes en el comedor de la abadía y los hicieron arrodillarse. Después cogieron a uno de los monjes y le exigieron que les dijera dónde se encontraba el manuscrito de Santiago. Cuando el monje dijo que no sabía dónde estaba, dispararon a dos monjes, los dos que estaban a su lado. Después volvieron a preguntarle. Cuando dijo una vez más que no lo sabía, mataron a los dos monjes siguientes en la fila. Esto se habría prolongado hasta que hubiesen muerto todos, pero entonces uno de ellos se levantó y dijo que sabía dónde se encontraba el manuscrito.
—Dios santo… —dijo Race.
Nash sacó una fotografía de su maletín.
—Tenemos razones para creer que este hombre fue el responsable de tal atrocidad: Heinrich Anistaze, otrora mayor de la
Stasi
, la policía secreta de la RDA.
Race miró la foto. Era una foto de ocho por diez, con brillo, de un hombre que salía de un coche. El hombre era alto y ancho de espaldas; tenía el pelo oscuro y corto, peinado hacia delante, y dos estrechas rendijas por ojos. Sus ojos eran severos, fríos, unos ojos que parecían estar perpetuamente entrecerrados. En la foto tendría unos cuarenta y cinco años.
—Fíjese en la mano izquierda —dijo Nash.
Race miró la fotografía más de cerca. El hombre tenía la mano apoyada encima de la puerta del coche. Y entonces Race lo vio.
A Heinrich Anistaze le faltaba el dedo anular de la mano izquierda.
—Durante la Guerra Fría, Anistaze fue capturado por miembros de una organización mafiosa de la República Democrática Alemana que la
Stasi
estaba intentando desarticular. Le obligaron a cortarse su propio dedo para después mandárselo por correo a sus superiores. Pero Anistaze logró escapar y volvió, esta vez con el apoyo de las fuerzas de la
Stasi
. Huelga decir que, tras este suceso, la mafia ya no volvió a ser un problema en la Alemania Oriental comunista.
»Sin embargo, para nosotros revisten mayor importancia los métodos que ha empleado en otras circunstancias. Verá, parece ser que Anistaze tenía un modo muy peculiar de lograr que la gente hablara: ejecutaba a las personas que estaban a ambos lados de la persona que se negaba a darle la información que él buscaba.
Se produjo un breve silencio.
—De acuerdo con los informes más recientes de Inteligencia —dijo Nash—, Anistaze ha estado trabajando desde el final de la Guerra Fría en un puesto extraoficial, como asesino para el gobierno alemán unificado.
—Entonces, los alemanes tienen el manuscrito original —dijo Race—. ¿Cómo lograron hacerse con esta copia?
Nash asintió sabiamente.
—Los monjes le dieron a los alemanes el manuscrito original. El manuscrito a mano y sin ilustrar escrito por el propio Alberto Santiago.
»Lo que los monjes no dijeron a los alemanes, sin embargo, es que en 1599, treinta años después de la muerte de Santiago, otro monje franciscano comenzó a transcribir el manuscrito de Santiago a un texto más elaborado y con ilustraciones, que fuera más apropiado para los ojos de los reyes. Por desgracia, este segundo monje murió antes de que pudiera terminar esa transcripción, así que lo que queda es una segunda copia del manuscrito de Santiago, si bien una copia parcialmente completa, que se conservaba también en la abadía de San Sebastián. El ejemplar fotocopiado de que disponemos es de esta copia del manuscrito.
Race levantó la mano.
—Vale, de acuerdo —dijo—. Espere un segundo. ¿Por qué todos estos asesinatos e intrigas por un ídolo inca desaparecido? ¿Qué podrían querer los gobiernos estadounidense y alemán de un trozo de piedra de cuatrocientos años de antigüedad?
Nash esbozó una sonrisa lúgubre.
—Verá, profesor. No estamos buscando al ídolo —dijo—. Lo que buscamos es la sustancia de que está hecho.
—¿Qué quiere decir?
—Profesor, lo que quiero decir es esto: creemos que el Espíritu del Pueblo fue tallado en un meteorito.
—El artículo de la publicación —dijo Race.
—Exacto —dijo Nash—. Escrito por Albert Mueller de la Universidad de Bonn. Antes de su prematura muerte, Mueller estaba estudiando un cráter de un meteorito de más de metro y medio de ancho en una selva situada al sureste de Perú, a unos ochenta kilómetros al sur de Cuzco. Tras medir el tamaño del cráter y la velocidad del crecimiento de la selva a su alrededor, Mueller calculó que un meteorito de elevada densidad y cerca de sesenta centímetros de diámetro había impactado en la Tierra en ese lugar, entre 1460 y 1470.
—Datos que —añadió Walter Chambers— concuerdan perfectamente con el apogeo del Imperio inca en Sudamérica.
—Lo que es más importante para nosotros —prosiguió Nash—, es lo que Mueller encontró en las paredes de ese cráter. En ellas había depositados restos de una sustancia conocida como tirio-261.
—¿Tirio-261? —dijo Race.
—Es un isótopo poco común del elemento tirio —dijo Nash—, y no se encuentra en la Tierra. De hecho, solo se ha encontrado este elemento petrificado, presumiblemente como resultado de impactos de asteroides previos en un pasado remoto. Es originario de las Pléyades, un sistema de estrellas binario que no está muy lejos del nuestro. Pero, dado que proviene de un sistema de estrellas binario, el tirio tiene una densidad mucho mayor que incluso el más pesado de los elementos terrestres.
Todo aquello comenzaba a cobrar algo más de sentido para Race. Sobre todo, lo de que el Ejército hubiese mandado a un equipo de físicos a la selva.
—¡Coronel! —gritó una voz de repente.
Nash y Race giraron sus asientos y vieron a Troy Copeland, uno de los científicos, salir de la cabina de mando y recorrer a zancadas el pasillo hasta llegar a ellos. Copeland era un hombre alto, enjuto, con rostro de halcón y unos ojos diminutos pero intensos. Era uno de los miembros de la DARPA, un físico nuclear, recordó Race. Tenía toda la pinta de ser un individuo carente por completo de sentido del humor.
—Coronel, tenemos un problema —dijo.
—¿Qué ocurre? —dijo Nash.
—Acabamos de recibir una alerta prioritaria desde Fairfax Drive —dijo Copeland.
Race había oído esas dos palabras antes. Fairfax Drive era la abreviatura de 3701 North Fairfax Drive, Arlington (Virginia). Las dependencias de la DARPA.
—¿Acerca de? —preguntó Nash.
Copeland respiró profundamente.
—Se ha producido un robo esta madrugada. Hay diecisiete miembros del personal de seguridad muertos. Toda la vigilancia del turno dee noche ha sido asesinada.
El rostro de Nash se tornó lívido.
—No habrán…
Copeland asintió con el gesto serio.
—Han robado la Supernova.
Nash se quedó un segundo mirando a la nada.
—Fue lo único que se llevaron —dijo Copeland—. Sabían perfectamente dónde se encontraba. Conocían los códigos de la cámara de seguridad y tenían las llaves tarjeta. Debemos suponer que también conocen los códigos de la cámara estanca de titanio del propio dispositivo y quizá cómo detonarlo.
—¿Alguna idea de quién ha podido ser?
—El NCIS
[1]
está allí ahora. Los primeros indicios apuntan a que ha sido obra de un grupo paramilitar tipo los Freedom Fighters.
—Mierda —dijo Nash—. ¡Mierda! Deben de saber lo del ídolo.
—Es probable.
—Entonces tendremos que llegar allí primero.
—Estoy de acuerdo —dijo Copeland.
Race se limitó a observar la conversación como un espectador en un partido de tenis. A grandes rasgos, se había producido un robo en la sede de la DARPA, pero lo que habían robado exactamente seguía siendo un misterio para él. Algo llamado «Supernova». ¿Y quiénes eran esos «Freedom Fighters»?
Nash se puso en pie.
—¿Cuánta ventaja les llevamos? —preguntó.
—Puede que tres horas, o ni eso —dijo Copeland.
—Entonces tenemos que darnos prisa. —Nash se giró hacia Race—. Profesor Race, lo siento, pero las cartas de este juego acaban de ponerse sobre la mesa. No hay tiempo que perder. Es primordial que el manuscrito esté traducido para cuando estemos sobrevolando Cuzco porque, en cuanto pongamos un pie allí, créame, ya no pararemos de correr.
Nash, Copeland y Chambers se marcharon a otras dependencias del avión, dejando solo a Race con el manuscrito.
Race miró de nuevo la portada y ojeó la textura rugosa de la tinta de la fotocopiadora. Después respiró profundamente y pasó la hoja.
Vio la primera línea, que estaba escrita en una magnífica caligrafía medieval:
MEUS NOMIMUS EST ALBERTO LUIS SANTIAGO ET ILLE EST MEUM REM…
Comenzó a traducir: Mi nombre es Alberto Luis Santiago y esta es mi historia…
El primer día del noveno mes del año 1535 de Nuestro Señor me convertí en un traidor a mi país.
El motivo: ayudé a escapar de la prisión de mis compatriotas a un hombre.
Su nombre era Renco Capac y afirmaba ser un príncipe inca, el hermano menor de su gobernador supremo, Manco Capac, el hombre al que llamaban Sapa Inca.
Era un hombre guapo, con la piel aceitunada y el pelo negro y largo. Su rasgo más característico, sin embargo, era una marca de nacimiento prominente que tenía justo debajo de su ojo izquierdo. Parecía la cima de una montaña invertida, un triángulo desigual de piel marrón que descansaba encima de su piel inmaculada.
La primera vez que vi a Renco fue a bordo del
San Vicente
, un barco prisión anclado en medio del río Urubamba, a unos dieciséis kilómetros al norte de la capital de los incas, Cuzco.
El
San Vicente
era el barco prisión más infecto de todos los que permanecían anclados en los ríos de Nueva España. Era un viejo galeón de madera al que, como ya no podía surcar los océanos, le habían quitado el mástil y lo habían transportado por tierra hasta ese lugar con el único propósito de encerrar allí a los indios peligrosos u hostiles.
Armado, como era habitual, con mi preciada Biblia encuadernada en cuero (una versión de trescientas páginas escritas a mano del gran libro, que había sido un regalo de mis padres después de ordenarme), me dirigí al barco prisión para enseñar a esos paganos la palabra de Nuestro Señor.
Fue en calidad de ministro de nuestra fe como conocí al joven príncipe Renco. A diferencia de la mayoría de los que se encontraban en esa prisión (pobres infelices de desagradable aspecto y malolientes, quienes, debido a las condiciones vergonzosas en las que mis compatriotas les tenían, se asemejaban más a perros que a hombres), él era educado y culto. Poseía asimismo una sensibilidad única que jamás había visto en ningún otro hombre antes; una ternura, una comprensión, una mirada que penetró en lo más profundo de mi alma.
Estaba dotado, además, de una inteligencia considerable. Mis compatriotas no llevaban en Nueva España más que tres años y él ya hablaba nuestro idioma. También estaba deseoso de conocer nuestra fe y entender a mi gente y nuestras formas, y a mime encantaba enseñarle. En cualquier caso, pronto entablamos una amistad y comencé a visitarle con más frecuencia.
Entonces un día me habló de su misión.
Antes de que fuera capturado, al menos así decía él, a este príncipe le habían encomendado la misión de viajar hasta Cuzco y salvar un ídolo de algún tipo. No un ídolo corriente, sino un ídolo muy venerado, quizá el más venerado por los indígenas. Un ídolo que, según ellos, personificaba su espíritu.
Pero Renco fue atrapado durante su viaje a Cuzco; el gobernador le tendió una emboscada con la ayuda de los chancas, una tribu extremadamente hostil de las selvas del norte, que habían sido subyugada por los incas en contra de su voluntad.
Al igual que muchas otras tribus de esa región, los chancas vieron la llegada de mis compatriotas como una forma de acabar con el yugo de la tiranía inca. Ofrecieron con presteza sus servicios como informadores y guías al gobernador, labor por la que recibirían a cambio mosquetes y espadas de metal, pues las tribus de Nueva España desconocían el bronce o el hierro.