Todo el vehículo comenzó a tambalearse bruscamente hacia la derecha.
Al principio pensó que se trataba de otra embestida de algún caimán. Pero no. Esta vez el vehículo se había movido lateralmente. Se estaba moviendo. Desplazándose…
Río abajo.
Oh, Dios mío
, pensó Race.
Estaban siendo arrastrados río abajo por la corriente del río.
—Esto no puede estar pasando —dijo.
En ese momento se produjo otra sacudida, esta más familiar, cuando uno de los caimanes embistió de nuevo contra la ventanilla izquierda.
—¡Vamos, Gaby! —gritó a los pies de López mientras estos pendían de la ventanilla derecha que tenía ante sí.
Por aquel entonces, el caimán de la parte delantera ya parecía haberse percatado de dónde se encontraban Race y los demás, y comenzó a arrastrarse torpemente hacia atrás para coger velocidad y saltar a los asientos traseros.
—¡Gaby!
—¡Ya casi estoy…! —respondió López.
—¡Deprisa!
Los pies de Gaby desaparecieron por la ventanilla y Lauren gritó:
—¡Ya está, Will!
Race saltó por la ventanilla, golpeándose la cabeza. Vio a Lauren y a Gaby en el techo del Humvee.
Las dos mujeres se agacharon rápidamente, le cogieron las manos y lo sacaron del vehículo un instante antes de que el caimán se encaramara sobre los asientos y saltara a la parte trasera, cerrando sus fauces a escasos milímetros de sus pies, ya sanos y salvos fuera del vehículo.
En el pueblo, Nash, Copeland y los seis soldados estadounidenses permanecían sentados y esposados, pero a salvo, en el todoterreno, testigos de la pesadilla que estaba aconteciendo fuera, cuando de repente la puerta lateral se abrió desde fuera y una ráfaga de viento y lluvia se coló en su interior.
Dos alemanes empapados se apresuraron a entrar. Sus pies encharcados y embarrados resonaron en el suelo del vehículo. Cerraron la puerta de acero tras de ellos y el silencio volvió a apoderarse del vehículo.
Nash y los demás miraron a sus nuevos acompañantes.
Un hombre y una mujer.
Ambos estaban empapados y cubiertos de barro. Llevaban ropas de civil: vaqueros y camisetas blancas, pero también fundas de pistola de Gore-Tex y Glocks compactas del calibre 18 en sus caderas. También llevaban chalecos antibalas de color azul marino. Su aspecto decía «agentes secretos» a gritos.
El hombre era corpulento, musculoso y fornido. Ella era baja, pero de complexión atlética, y llevaba el pelo corto teñido de rubio.
El hombre no perdió un instante. Se dirigió a los estadounidenses y comenzó a quitarles las esposas.
—Ya no son prisioneros —dijo en inglés—. Ahora estamos todos juntos en esto. Vamos, tenemos que salvar a todos los que podamos.
Race, Lauren y López estaban viviendo momentos difíciles en el techo del Humvee, pues la combinación Humvee—Huey se movía río abajo empujada por la corriente.
En ese momento, Race vio el destartalado embarcadero de madera a unos nueve metros de ellos, corriente abajo. Todo apuntaba a que la corriente los arrastraría en esa dirección.
Era su oportunidad.
El Humvee—Huey dio otro bandazo y se hundió más profundamente en el agua. En aquellos instantes, el techo estaba unos treinta centímetros por encima de la superficie del río, mientras que el Huey estaba un poco más arriba. Pero cada metro que los dos vehículos recorrían río abajo parecían hundirse seis centímetros.
Iban a llegar muy justos.
Muy, pero que muy justos.
Avanzaron otro metro más.
Los caimanes comenzaron a rodearlos.
Quedaban ocho metros para el embarcadero. El agua comenzó a calar el techo del Humvee, bajo sus pies. Los tres subieron a la caja del rotor del Huey.
Cinco metros.
Y hundiéndose cada vez más rápido.
Desde la parte superior de la caja del rotor del Huey, Race miró al pueblo, iluminado con la luz artificial de los focos halógenos.
Estaba desierto, salvo por los movimientos ocasionales de sombras felinas que cruzaban la calle principal. No había señal de que alguien siguiera con vida. No había señal alguna.
Fue entonces cuando Race cayó en la cuenta.
El todoterreno había desaparecido.
El todoterreno de ocho ruedas que se asemejaba a un tanque y en el que se encontraban Nash, Copeland y los boinas verdes no se veía por ningún lado.
Race habló por el micrófono de garganta.
—Van Lewen, ¿dónde está?
—Estoy aquí, profesor.
—¿Dónde?
—Dos alemanes abrieron el todoterreno y nos liberaron de nuestras esposas. Estamos recorriendo el pueblo para recoger a todo aquel que encontremos con vida.
—Mientras lo hacen, ¿por qué no viran hacia el embarcadero en unos treinta segundos?
—De acuerdo, profesor. Allí estaremos.
Tres metros. El techo del Humvee estaba totalmente cubierto de agua.
Race se mordió el labio.
A pesar de que estaban en la caja del rotor del Huey, iban a tener que pasar por el techo sumergido del Humvee para llegar al embarcadero.
—Vamos, nena, mantente a flote —dijo.
Dos metros.
El techo del Humvee se hundió quince centímetros más.
Un metro.
Treinta centímetros más bajo el agua.
Lauren pasó un brazo por debajo de los hombros de Gaby.
—Muy bien, chicos —dijo—. Escuchadme. Cogeré a Gaby primero. Will, te mantienes en la retaguardia. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El Humvee—Huey se colocó al lado del embarcadero.
Cuando esto ocurrió, Lauren y Gaby saltaron de la caja del rotor y aterrizaron en el techo sumergido del Humvee con el agua por las rodillas.
Dieron dos zancadas y Lauren lanzó a Gaby al embarcadero. Después saltó ella. Levantó los pies justo cuando dos enormes caimanes emergieron del agua tras ella, cerrando sus fauces con gran ferocidad.
—¡Will, vamos! —gritó desde el embarcadero.
Race se preparó para saltar al techo sumergido del Humvee. No era capaz de imaginarse el aspecto que tendría: con sus vaqueros, camiseta y gorra de béisbol encima de un helicóptero del Ejército casi sumergido y en medio de un río amazónico infestado de caimanes.
¿Cómo demonios me he metido en este embolado
?, pensó.
Entonces, sin previo aviso, el Humvee—Huey dio un bandazo y se hundió treinta centímetros más en el agua.
Race perdió el equilibro y estuvo a punto de caerse, pero lo recuperó rápidamente. Después alzó la vista y vio que las cosas se habían puesto mucho más feas.
El techo del Humvee estaba ahora hundido en el agua a una profundidad de al menos noventa centímetros.
Incluso aunque pudiera saltar hacia él, su capacidad de movimiento sería muy reducida. Los caimanes lo atraparían seguro.
La situación del Huey no era mucho mejor.
A pesar de que se encontraba en la caja del rotor del helicóptero, esta también estaba sumergida, aproximadamente un centímetro.
Race miró desesperadamente a su alrededor y vio que la única parte del Huey que todavía estaba por encima de la superficie del agua eran las dos palas del rotor de cola.
Miró rápidamente al embarcadero y vio que el todoterreno se había detenido a los pies de este; vio la puerta lateral abierta y a Van Lewen y a Scott dentro; vio a Lauren, que tiraba de Gaby en dirección al vehículo.
Lauren le gritó por encima de su hombro.
—¡Will, vamos! ¡Salta!
El Huey dio otro bandazo y las zapatillas de Race se cubrieron de agua.
Miró a su alrededor, al helicóptero que estaba a punto de hundirse, a las palas del rotor que todavía estaban por encima de la superficie del agua.
Las palas del rotor
…, pensó.
Quizá si pudiera…
No.
No soportarían su peso. Se combarían.
Se giró de nuevo hacia el embarcadero. Entre él y el viejo embarcadero de madera se cernían, amenazantes y con medio cuerpo fuera, tres enormes caimanes.
Quiza…
Race agarró con fuerza una de las palas del rotor. Después tiró de ella tan fuerte como pudo, girando la pala algo más de noventa centímetros sobre su eje.
El Huey sumergido seguía desplazándose río abajo, empujado por la corriente.
La pala del rotor se giró. El borde exterior casi tocaba el embarcadero, haciendo las veces de un estrecho puente pegado al río que conectaba el Huey con el embarcadero.
El Huey se estremeció de nuevo y se sumergió dos centímetros más justo en el momento en que una enorme forma negra salió del agua. Race, por acto reflejo, separó las piernas tanto como pudo y el caimán le pasó por entre las pantorrillas.
Ha estado demasiado cerca
, le gritó su cerebro.
¡Muévete
!
Miró por última vez su pasaje a la libertad: la pala del rotor, una tabla de acero de diez centímetros de ancho que se extendía treinta centímetros sobre la superficie del río.
¡Hazlo!
Y eso hizo.
Tres pasos hacia delante y el embarcadero, a unos sesenta centímetros delante de él. El embarcadero, su salvación…
A medio camino sintió cómo la pala del rotor se combaba bajo su peso y se sumergía por debajo de la línea del agua hasta apoyarse en los lomos de tres caimanes que se encontraban en el río y que copaban la distancia comprendida entre el helicóptero y el embarcadero.
Race atravesó a saltos tan estrecho puente, ahora sujeto por los cuerpos de los tres caimanes.
En un par de zancadas llegó al final de la pala del rotor y se lanzó por los aires, golpeándose el pecho contra el borde del embarcadero.
Saca los pies del agua
, le ordenó su cerebro mientras los notaba chapotear en el líquido oscuro que tenía debajo.
Sacó los pies del agua y rodó por el embarcadero.
Tragó saliva, jadeante. No podía creerlo.
Estaba…
—¡Profesor, vamos! —le gritó la voz metálica de Van Lewen por el auricular.
Race alzó la vista y vio al todoterreno aparcado al final del embarcadero. Su puerta lateral estaba abierta.
Entonces, sin embargo, algo se movió por encima del todoterreno. Race alzó la vista y vio a uno de los enormes felinos saltar del todoterreno con las garras extendidas y las fauces abiertas de par en par.
El animal aterrizó en el embarcadero apenas a metro y medio de él. Se quedó inmóvil ante Race, agachado, observándolo con desprecio, con las orejas replegadas y los músculos tensos a la espera del golpe final…
Y, de repente, el embarcadero destartalado cedió bajo su peso.
La madera no crujió. No hubo ningún sonido de advertencia.
El viejo embarcadero de madera cedió bajo el felino y con un alarido de desconcierto la enorme criatura negra cayó al agua.
—Ya era hora. Un poco de suerte —dijo Race.
Los caimanes se movieron con rapidez.
Dos de ellos cargaron contra el felino y pronto el agua a su alrededor se convirtió en un hervidero de espuma y caos.
Race aprovechó la oportunidad. Saltó por encima del agujero y corrió hacia el todoterreno.
Cuando hubo entrado, Van Lewen tiró de la puerta lateral y la cerró tras él. Race miró por una pequeña hendidura de la puerta al río.
Lo que vio fue algo totalmente inesperado.
Vio al felino, al mismo felino negro que lo había abordado momentos antes, trepando para intentar subir al embarcadero. La sangre goteaba de sus garras, trozos de carne pendían de sus fauces y el agua le caía por los costados.
El animal respiraba agitado. Parecía que la batalla que acababa de librar le había dejado exhausto.
Pero estaba vivo.
Había vencido.
Acababa de sobrevivir a un encuentro con dos caimanes.
Race se desplomó en el suelo del todoterreno, totalmente agotado. Dejó que su cabeza se recostara contra la fría puerta de acero y que sus ojos se cerraran.
Mientras lo hacía, sin embargo, escuchó ruidos.
Escuchó los gruñidos y bufidos de los felinos en el exterior. Gruñidos muy cercanos, fuertes, largos.
Escuchó el chapoteo de patas en los charcos. Escuchó el crujir de huesos rotos mientras se daban un festín con los cuerpos de los soldados alemanes caídos. Incluso escuchó gritos agónicos a no mucha distancia.
Race sabía que era cuestión de segundos que cayera rendido por el cansancio, pero antes de hacerlo tuvo un último pensamiento aterrador.
¿Cómo demonios voy a salir de aquí con vida?
Martes, 5 de enero, 9.30 horas
El agente especial John-Paul Demonaco recorrió lentamente el pasillo iluminado con cuidado de no tropezar con ningún cuerpo.
Eran las 9.30 de la mañana del 5 de enero y Demonaco acababa de llegar al 3701 de North Fairfax Drive por orden del mismísimo director del FBI.
Al igual que el resto del mundo, Demonaco no sabía nada del robo que había tenido lugar en las dependencias centrales de la DARPA el día anterior. Lo único que sabía es que el director había recibido una llamada a las 3.30 de la mañana desde el Despacho Oval en la que un almirante de cuatro estrellas le pedía que enviara a su mejor experto en grupos terroristas nacionales a Fairfax Drive tan pronto como le fuera posible.
Ese hombre era John-Paul Demonaco.
J. P. Demonaco tenía cincuenta y dos años, estaba divorciado y la temida curva de la felicidad comenzaba a hacer acto de presencia en su cintura. Tenía el pelo muy fino y de color castaño y llevaba gafas con montura de carey. El arrugado traje de poliéster gris que vestía lo había comprado en J. C. Penney por cien dólares en 1994, mientras que la corbata de Versace había sido comprada el año pasado y había costado trescientos dólares. Había sido un regalo de cumpleaños de su hija menor; al parecer era la última moda.
A pesar de su gusto para el vestir, Demonaco era el agente especial al frente de la Unidad Antiterrorista del FBI (sección nacional), un cargo que había ocupado los últimos cuatro años, fundamentalmente porque nadie sabía más acerca del terrorismo estadounidense que él.
Mientras recorría el pasillo, Demonaco vio otra bolsa con un cadáver. Había una mancha de sangre en la pared. Añadió la bolsa a su cuenta. Con este hacían diez.
¿Qué demonios había ocurrido en ese lugar?
Giró la esquina y vio al final del pasillo un pequeño grupo de gente en la puerta que daba a un laboratorio.
La mayoría de esas personas, observó, llevaban los almidonados uniformes azul marino de la Armada.