—Esto…, ¿no estamos olvidando algo? —dijo Race.
—¿Como qué?
—Los felinos. ¿No son ellos la causa principal de que nos encontremos en este lío? ¿Dónde están?
—Los felinos se retiraron del pueblo con la llegada de la luz del día —dijo una voz detrás de Race en un perfecto inglés.
Race se giró y vio al cuarto y último hombre alemán. Estaba detrás de Race, sonriéndolo.
No podía haber sido más diferente de los otros tres alemanes, Schroeder, Graf y Molke. Mientras que aquellos eran fuertes y estaban en forma, este hombre era mayor, mucho mayor (tendría al menos cincuenta años), y estaba en muy baja forma. Su rasgo más característico era una barba larga y gris. A Race no le gustó nada más verlo. Su actitud y postura apestaban a pomposidad y arrogancia.
—Al amanecer, los felinos se marcharon en la dirección de la meseta —dijo el hombre con aires de superioridad—. Supongo que volvieron a su guarida, dentro del templo. —Sonrió irónico—. Me imagino que, dado que las últimas generaciones de este animal se han pasado casi cuatrocientos años totalmente a oscuras, su especie no se siente muy cómoda a la luz del día.
El hombre le extendió la mano a Race de un modo un tanto brusco, muy alemán.
—Soy el doctor Johann Krauss, zoólogo y criptozoólogo de la Universidad de Hamburgo. Mi cometido en esta misión es dar asesoramiento sobre ciertos aspectos de los animales que aparecen en el manuscrito.
—¿Qué es un criptozoólogo? —preguntó Race.
—El que estudia animales míticos, criaturas legendarias —dijo Krauss.
—Animales míticos…
—Sí. Bigfoot, el monstruo del lago Ness, el yeri, los grandes felinos de los páramos ingleses y, por supuesto —añadió—, el
rapa
sudamericano.
—¿Qué sabe de esos felinos? —le preguntó Race.
—Solo lo que he aprendido de testimonios y pruebas sin verificar, leyendas locales y jeroglíficos ambiguos. Pero ahí reside la belleza de la criptozoología. Es el estudio de los animales que no pueden ser estudiados porque nadie puede demostrar su existencia.
—Así que piensa que fuimos atacados por unos animales míticos o «supuestos» —dijo Race—. A mí no me parecieron muy míticos que digamos.
Krauss dijo:
—Cada cincuenta años aproximadamente, en esta parte de la selva amazónica se producen una serie de muertes inusuales. Gentes de la zona que se embarcan por la noche en viajes de un pueblo a otro y que, bueno, desaparecen. En algunas ocasiones, si bien no es muy habitual, sus restos son encontrados por la mañana con las gargantas y las columnas arrancadas de sus cuerpos.
»La gente de la zona tiene un nombre para la bestia que aparece por la noche y asesina sin piedad; un nombre que se ha transmitido de generación en generación. Lo llaman «el
rapa
».
Krauss miró detenidamente a Race.
—Deberíamos hacer caso del folklore local, pues puede sernos de gran ayuda para evaluar a nuestro enemigo.
—¿Cómo?
—Bueno, podemos usarlo para discernir algunos aspectos de nuestros antagonistas felinos.
—¿Como por ejemplo?
—Bueno, lo primero de todo es que podemos asumir sin temor a equivocarnos que los
rapas
son nocturnos. Los restos de la gente de la zona solo se encuentran por la mañana. Y, por nuestra propia experiencia, sabemos que esos felinos huyen de la luz del día. Ergo, son nocturnos. Solo cazan por la noche y se retiran durante la mayor parte del día.
—Si han estado encerrados dentro de ese templo durante generaciones —dijo Race—, ¿cómo han podido sobrevivir? ¿Qué han estado comiendo todo este tiempo?
—Eso no lo sé —dijo Krauss con el ceño fruncido, como si estuviera reflexionando acerca de una compleja ecuación matemática.
Race levantó la vista y miró a la meseta que albergaba el misterioso templo. Un velo de lluvia cubría la pared rocosa que miraba al este.
—Entonces, ¿qué están haciendo ahora? —dijo.
—Dormir, supongo —dijo Krauss—, en la seguridad de su templo. Razón por la que es el mejor momento para enviar a nuestros hombres a coger el ídolo.
Scott, Wilson y Graf salieron del estrecho pasillo y metieron los pies en la charca de agua situada a los pies del espléndido cráter.
El cañón estaba excepcionalmente oscuro. Cualquier posible rayo de luz había quedado bloqueado por los nubarrones y los árboles que se cernían sobre el borde del cráter. Las grietas y fisuras de las paredes del cañón estaban ahora envueltas en sombras.
Scott y Wilson encabezaron de nuevo la marcha. Finos hilos de luz salían de las linternas colocadas en los cañones de sus M-16.
—De acuerdo… —dijo Scott a su micrófono de garganta.
—Nos dirigimos al sendero —dijo su voz a través de los altavoces del monitor.
Race observó tenso la pantalla mientras Scott, Wilson y Graf salían del agua y se dirigían al estrecho camino trazado en la pared exterior del cráter.
Johann Krauss dijo:
—Algo que tampoco debemos olvidar de nuestro enemigo es que, ante todo, son felinos. No pueden cambiar lo que son. Piensan como felinos y actúan como tales.
—¿Eso quiere decir?
—Eso quiere decir que solo una de las especies de grandes felinos, los guepardos, van a la caza de sus presas.
—¿Cómo cogen a sus presas los otros grandes felinos?
—Hay varias estrategias. Los tigres de la India esperan tumbados, guarecidos tras hojas, a veces durante horas, a que su presa aparezca. Una vez esta se ha acercado lo suficiente, se abalanzan sobre ella.
»Por otro lado, los leones africanos emplean métodos de caza bastante sofisticados. Una de esas técnicas consiste en que una leona se pavonee delante de una manada de gacelas mientras las demás leonas se acercan sigilosamente a la manada por detrás. Lo cierto es que es algo bastante ingenioso, y muy efectivo. Pero también es muy inusual.
—¿Por qué? —preguntó Race.
—Porque implica la existencia de algún tipo de comunicación entre los leones.
Race le dio la espalda para observar de nuevo el monitor.
Los tres soldados habían subido un pequeño trecho del sendero en espiral y ahora se encontraban a unos trescientos metros por encima del agua que cubría la base del cráter.
Race estaba observando las imágenes captadas por la cámara del cabo Wilson, que enfocaba en ese momento a la extensión plana de agua, cuando de repente vio un leve movimiento en la superficie del agua.
Había sido una especie de onda provocada por algo que estaba bajo la superficie del agua.
—¿Qué ha sido eso? —dijo.
—¿Que ha sido qué?
—Wilson —dijo Race inclinándose sobre su micrófono—. Mire a su derecha un segundo, al agua.
Graf y Scott debieron de haber oído también a Race porque, en ese momento, las tres cámaras se movieron a la derecha y enfocaron la refulgente extensión de agua que rodeaba la base de la torre de piedra.
—No veo nada —dijo Scott.
—¡Allí! —gritó Race señalando a otra onda que se había formado en el agua. Era como si esa onda hubiera sido provocada por la cola de un animal; un animal que parecía estar moviéndose en dirección a los tres soldados.
—¿Qué demonios…? —dijo Scott mientras escudriñaba el agua que tenía ante sí.
Era como si una pequeña ola estuviera atravesando el lago a una velocidad inusitada en dirección a él y a sus hombres.
Scott frunció el ceño. Después dio con mucho cuidado un paso adelante, hacia el borde del sendero y la caída de trescientos metros que había hasta la superficie del agua.
Se asomó por el borde del sendero.
Y vio a tres felinos negros que trepaban por la empinada pared rocosa situada bajo ellos.
Scott levantó rápidamente su M-16 pero, en ese momento, una enorme forma negra salió de una fisura de la pared rocosa y lo golpeó por la espalda, tirándolo al agua, donde un grupo de otras formas negras se arremolinaron en torno a él en un instante.
Race, sobrecogido, contemplaba la espantosa escena en el monitor desde el punto de vista de Scott. Lo único que podía ver era la imagen borrosa de unos dientes afilados como cuchillas y unos brazos agitándose, traslapados por el sonido de los gritos ahogados y los alaridos de Scott.
Entonces, no mucho después, la cámara cayó al suelo y la pantalla perdió la imagen y lo único que quedó fue un silencio sepulcral.
El sonido de los disparos quebró la antinatural quietud que reinaba en el cráter cuando el soldado alemán Graf apretó el gatillo de su M-16.
Pero, tan pronto como la boca de su arma escupió una lengua de fuego, Graf fue golpeado desde arriba por un felino que lo esperaba al acecho desde una fisura de la pared rocosa.
Chucky Wilson, situado un poco más abajo del trecho del sendero donde se encontraba Graf, se giró rápidamente para ver la lucha entre Graf y el felino, y vio que el paracaidista alemán estaba luchando con todas sus fuerzas.
Y, de repente, el felino le arrancó a Graf la garganta de cuajo y su cuerpo cayó al suelo, sin vida.
Wilson palideció.
—Joder.
En ese momento el felino, que permanecía sobre el cuerpo sin vida de Graf, alzó la vista y lo miró fijamente a los ojos.
Wilson se quedó paralizado. El felino dio un inquietante paso adelante, pasando por encima del cuerpo inmóvil de Graf, en dirección hacia él.
Wilson se giró.
Y vio a otro felino negro, a sus espaldas, cortándole la retirada.
Ningún lugar adonde ir.
Ningún sitio donde esconderse.
Wilson se giró de nuevo y vio las fisuras y grietas de la pared rocosa y pensó por un instante que quizá pudiera escapar por allí. Miró por entre una de las fisuras y se topó con el rostro sonriente de uno de los felinos.
Entonces, con una inmediatez terrible y horripilante, las fauces del felino se abalanzaron sobre él a toda velocidad y en segundos ya no quedó nada.
Todos se quedaron mirando el monitor en silencio.
—Dios santo —murmuró Gaby López.
—¡Mierda! —dijo Lauren.
Los cuatro boinas verdes restantes siguieron mirando el monitor, estupefactos.
Race se giró hacia el zoólogo alemán, Krauss.
—Solo salían por la noche, ¿no?
—Bueno —dijo Krauss irritado—. Obviamente, la oscuridad en la base del cráter les permite pasar la mayor parte del día allí…
—Kennedy —dijo bruscamente Nash—, ¿cuál es la situación del equipo de evacuación?
—Todavía estoy intentando contactar con Panamá, señor —dijo Doogie desde el aparato de radio—. La señal va y viene.
—Siga intentándolo. —Nash miró su reloj.
Eran las 11.30.
—¡Mierda! —dijo.
Se preguntó qué les habría ocurrido a Romano y a su equipo. La última noticia que había tenido de ellos era que habían despegado de Cuzco a las 19.45 del día de ayer. Ya deberían haber llegado. ¿Qué les había ocurrido? ¿Podían haberlos abatido los nazis? ¿O no habían sabido leer las indicaciones de los tótems y estaban completamente perdidos?
Fuere como fuere, si todavía seguían con vida, una cosa era segura: tarde o temprano encontrarían el pueblo.
Lo que significaba que ahora tenía dos grupos hostiles de camino a Vilcafor.
—¡Mierda! —dijo de nuevo.
Doogie se acercó.
—El equipo de evacuación despegó de Panamá hace una hora. Tres helicópteros: dos Comanches y un Black Hawk. Calculan que estarán aquí ya entrada la tarde, a las diecisiete horas aproximadamente. He puesto una señal UHF para que puedan localizarnos y sacarnos de aquí.
Mientras Doogie informaba a Nash de las últimas noticias, a Race se le pasó por la mente un extraño pensamiento: ¿Por qué no salía el equipo de evacuación de Cuzco? ¿Por qué estaban enviando helicópteros desde Panamá?
Sin duda la forma más sencilla de salir de allí sería regresar al lugar de donde habían venido.
Fue en ese momento cuando una frase del manuscrito de Santiago le vino a la memoria.
«Un ladrón jamás usa dos veces la misma entrada»
Nash se giró hacia Van Lewen.
—¿Tenemos acceso a la red SAT-SN?
—Sí, señor, así es.
—Conéctenos a ella. Establezca un patrón de rastreo por el centro-este de Perú. Quiero saber dónde se encuentran exactamente esos nazis hijos de puta. Cochrane.
—Sí, señor.
—Consígame una imagen por satélite de Vilcafor. Tenemos que planear una posición defensiva.
—¿Qué es eso del SAT-SN? —preguntó Gaby López.
Troy Copeland la respondió.
—Es el acrónimo de la Red de Vigilancia y Rastreo Aeroespacial por Satélite. Es el equivalente aéreo del SOSUS, la red de hidrófonos que el ejército de los EE. UU. tiene desplegados al norte del Atlántico para detectar submarinos enemigos.
»Dicho de una forma sencilla, el SAT-SN es un despliegue de cincuenta y seis satélites geosincrónicos emplazados en una órbita cercana a la Tierra que monitorizan el espacio aéreo del mundo, avión por avión.
—Si esa es la explicación sencilla —dijo Race con sequedad—, no quiero imaginarme cómo será la compleja.
Copeland ignoró su comentario.
—Todo avión dispone de siete tipos distintos de características perceptibles: emisiones electromagnéticas, acústicas, visuales, emisiones del radar y del infrarrojos, el humo del motor y la estela que deja tras de sí. Los satélites de la red SAT-SN se valen de estas siete características para grabar la localización y demás datos de todos y cada uno de los aviones de todo el mundo, tanto militares como civiles.
»Lo que el coronel Nash quiere ahora es una instantánea de la zona centro—este de Perú para poder ver todos los aviones que estén sobrevolando la zona, concretamente aquellos que estén fuera de las rutas comerciales aéreas. A partir de esas imágenes podremos ver dónde se encuentran nuestros amigos nazis y calcular de cuánto tiempo disponemos hasta que lleguen aquí.
Race miró a Nash.
Parecía estar inmerso en sus pensamientos, como era de esperar tratándose del jefe de un grupo que acaba de perder a tres de sus mejores soldados.
—¿En qué está pensando? —le preguntó Race.
—Tenemos que conseguir el ídolo —dijo Nash—, y pronto. Esos nazis llegarán en cualquier momento. Pero no hay forma de entrar con esos felinos. No sabernos cómo lograrlo.
Race ladeó la cabeza.
Después dijo:
—Había alguien que lo sabía.
—¿Quién?
—Alberto Santiago.