—¿Qué?
—¿Recuerda la roca que bloqueaba la entrada al templo?
—Sí…
—En ella había una advertencia: «No entrar bajo ningún concepto. La muerte acecha dentro». La advertencia tenía las iniciales «A. S.» escritas debajo. Todavía no he leído lo suficiente del manuscrito, así que solo puedo suponer que Santiago y Renco se encontraron con el mismo problema que se nos presenta a nosotros ahora. Antes de que llegaran a Vilcafor, alguien abrió la puerta de ese templo, dejando que los
rapas
salieran.
»Pero, de algún modo —prosiguió Race—, Santiago encontró el modo de mantener a esos felinos dentro del templo. Después grabó la advertencia en esa roca para que quien quisiera volverlo a abrir se lo pensara dos veces.
»Bien, hemos utilizado el manuscrito para encontrar este pueblo y hemos dado por sentado que solo nos serviría para eso, pero la copia que yo leí no estaba completa. Me apuesto el cuello a que la clave para lograr que los felinos no nos ataquen se encuentra en la parte que falta del manuscrito de Santiago.
—Pero no tenemos esa parte —dijo Nash.
—Seguro que ellos sí —Race señaló con la cabeza a los cuatro alemanes que quedaban con vida.
Schroeder asintió con la mirada.
—Y me apuesto a que solo tradujeron hasta la parte que desvelaba el emplazamiento de Vilcafor. ¿Estoy en lo cierto? —dijo Race.
—Así es —dijo Schroeder—. Solo tradujimos hasta ahí.
Una renovada determinación se reflejó en el rostro de Nash. Se volvió a Schroeder.
—Traiga su copia del manuscrito —dijo—. Tráigala ahora.
Algunos minutos después, Schroeder le extendió a Race una pila de papeles, metidos dentro de una carpeta de cartulina desgastada. El montón era mucho más grueso que el que le habían dado a traducir anteriormente a Race.
Era el manuscrito entero.
—Me imagino que ninguno de ustedes cuatro es el traductor de su equipo, ¿verdad? —le preguntó Nash al hombre de la BKA.
Schroeder negó con la cabeza.
—No. Nuestro experto murió durante el ataque de los felinos en la torre de piedra.
Nash se giró hacia Race.
—Entonces parece que le va a tocar a usted traducirlo, profesor. Suerte que insistí en que viniera con nosotros.
Race se retiró al todoterreno para leer la nueva copia del manuscrito.
Una vez se hubo acomodado en la seguridad del vehículo blindado, abrió la carpeta en la que se encontraba el manuscrito. Lo primero que encontró fue la fotocopia de una portada.
Era una portada extraña, muy distinta a la portada profusamente decorada de la otra copia. La principal diferencia era que esta portada era sorprendentemente, casi deliberadamente, sencilla.
El título,
La verdadera relación de un monje en la tierra de los incas
, estaba escrito a mano. Una cosa era segura: la elegancia y la majestuosidad era lo último que tenía en mente quienquiera que hubiese escrito esto.
Y entonces Race cayó en la cuenta.
Se trataba de una fotocopia del manuscrito original de Santiago.
Una fotocopia del documento que había sido escrito por el propio Santiago.
Race hojeó por encima el texto. Página tras página la letra garabateada de Santiago se fue revelando ante él.
Le echó un vistazo a las palabras del texto y pronto encontró la parte donde su lectura se había visto bruscamente interrumpida, la parte en la que Renco, Santiago y el delincuente Bassario habían llegado a Vilcafor y habían encontrado el pueblo en ruinas y a sus habitantes en el suelo de la calle principal, bañados en sangre…
Renco, Bassario y yo recorrimos la calle principal de Vilcafor. Estaba desierta.
El silencio que nos rodeaba llenó mi corazón de temor. Jamás había escuchado un silencio así en la selva.
Pasé por encima de un cuerpo cubierto de sangre. La cabeza había sido arrancada de cuajo del resto del tronco.
Vi otros cuerpos; vi sus rostros horrorizados y sus ojos abiertos en un terror abyecto. A algunos cuerpos les habían arrancado los brazos y las piernas y a muchos otros una fuerza violenta externa les había descuajado la garganta.
—¿Hernando? —le susurré a Renco.
—Imposible —dijo mi valiente compañero—. No hay forma de que haya llegado aquí antes que nosotros.
Conforme avanzábamos por la calle principal, vi el gigante foso sin agua que rodeaba el pueblo. Dos puentes de madera, hechos con troncos de árboles, se extendían de un lado a otro del pueblo. Parecían puentes que se podían retirar fácilmente cuando se diera la orden, los puentes de un pueblo—ciudadela. Resultaba obvio, pues, que quienquiera que hubiese atacado Vilcafor había cogido a sus habitantes desprevenidos.
Llegamos a la ciudadela. Era una enorme construcción de piedra que constaba de dos niveles. Tenía una forma piramidal, pero era redonda, no cuadrada.
Renco golpeó la puerta de piedra que se hallaba en la base. Pronunció el nombre de Vilcafor y proclamó que él, Renco, había llegado con el ídolo.
Tras unos instantes, la losa de piedra fue echada a un lado desde el interior y aparecieron unos guerreros, seguidos por el mismísimo Vilcafor, un anciano con el pelo cano y los ojos hundidos. Llevaba una capa roja, pero parecía tan regio como los mendigos que poblaban las calles de Madrid.
—¡Renco! —exclamó cuando vio a mi compañero.
—Tío —dijo Renco.
Fue en ese momento cuando Vilcafor me vio.
Supongo que me esperaba que su rostro mostrara algún tipo de sorpresa al ver que un español acompañaba a su sobrino en su heroica misión, pero no fue así. Vilcafor se giró hacia Renco y le dijo:
—¿Es este el comedor de oro del que mis mensajeros tanto me han hablado? ¿El que te ayudó a escapar de tu confinamiento, el que salió contigo de Cuzco a lomos de un caballo?
—Es él —respondió Renco.
Estaban hablando en quechua, pero para entonces Renco había mejorado mi escaso conocimiento de su tan peculiar lengua y era capaz de entender la mayor parte de lo que decían.
Vilcafor lanzó un gruñido.
—Un comedor de oro noble…
mmm
… No sabía que tal animal existiera. Pero si es amigo tuyo, sobrino mío, aquí será bienvenido.
El j efe del pueblo se giró de nuevo y esta vez vio a Bassario, que estaba detrás de Renco, y al que una sonrisa picara le cruzaba el rostro. Vilcafor lo reconoció al instante.
Le lanzó una mirada furiosa a Renco.
—¿Qué está haciendo él aquí…?
—Viene conmigo, tío. Por un motivo —dijo Renco. Esperó unos instantes antes de volver a hablar de nuevo—. Tío. ¿Qué ha ocurrido? ¿Han sido los esp…?
—No, sobrino. No han sido los comedores de oro. No, fue un mal mil veces peor que ellos.
—¿Qué ha ocurrido?
Vilcafor agachó la cabeza.
—Sobrino, este no es un lugar seguro para buscar refugio.
—¿Porqué?
—No, no… no es seguro.
—Tío —le dijo Renco con brusquedad—, ¿qué es lo que ocurre?
Vilcafor alzó la vista, miró a Renco y entonces sus oj os señalaron a la meseta rocosa que se alzaba por encima del pequeño pueblo.
—Rápido, sobrino. Entra en la ciudadela. Pronto será de noche y salen al anochecer o cuando hay oscuridad. Vamos, dentro de la fortaleza estarás a salvo.
—Tío, ¿qué está pasando aquí?
—Es culpa mía, sobrino. Todo es culpa mía.
Volvieron a correr la pesada puerta de piedra y esta se cerró tras nosotros con un retumbante ruido sordo.
El interior de la pirámide de dos pisos estaba oscuro, iluminado tan solo por la luz de las antorchas que sostenían algunos de los allí presentes. Vi una docena de aterrorizados rostros agolpados en la oscuridad: mujeres con niños en brazos, hombres con heridas. Me imaginé que eran los parientes de Vilcafor, aquellos afortunados que se encontraban dentro de la ciudadela cuando había tenido lugar la matanza.
También me percaté de un agujero cuadrangular que había en el suelo de piedra del que cada poco tiempo salían y entraban algunos de los hombres. Debía de haber una especie de túnel allí abajo.
—Es un
quenko
—me susurró Bassario al oído.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Un laberinto. Una red de túneles excavados en la roca bajo un pueblo. Hay uno muy famoso no lejos de las afueras de la ciudad de Cuzco. Los
quenkos
fueron originariamente creados como túneles de escape para la clase dirigente. Solo la familia real del pueblo conocía el código para recorrer los confusos túneles del laberinto sin perderse en ellos.
»En la actualidad, sin embargo, los
quenkos
se emplean principalmente como deporte y para apuestas en periodos festivos. Dos guerreros se adentran por el laberinto junto con cinco jaguares adultos. El guerrero que logra atravesar el laberinto, evita a los jaguares y encuentra primero la salida gana. Es muy habitual que se hagan apuestas sobre quién ganará. No obstante, me imagino que el
quenko
de este pueblo se empleará más para su propósito original, como túnel por el que la realeza pueda escapar apresuradamente.
A continuación Vilcafor nos condujo a un rincón de la ciudadela donde había un fuego encendido. Nos pidió que nos sentáramos en el heno, momento en el que llegaron algunos sirvientes y nos trajeron agua.
—Renco. ¿Tienes el ídolo entonces? —dijo Vilcafor.
—Sí. —Renco sacó el ídolo, que todavía seguía cubierto por la tela de seda, de su cartera de cuero. Desenvolvió la reluciente talla negra y púrpura y el pequeño grupo congregado en ese rincón de la ciudadela dio un grito ahogado al unísono.
Si eso fuera posible, diría que con la luz naranja del fuego de la ciudadela los rasgos felinos del ídolo adquirían un nuevo grado de malevolencia.
—Eres realmente el Elegido, sobrino —dijo Vilcafor—. El hombre que está destinado a salvar nuestro ídolo de aquellos que quieren arrebatárnoslo. Estoy orgulloso de ti.
—Y yo de usted, tío —dijo Renco, aunque por la entonación de su voz deduje que no era ni muchísimo menos lo que sentía en ese momento—. Cuénteme qué ha pasado aquí.
Vilcafor asintió con la cabeza.
Comenzó a hablar:
—A mis oídos ha llegado que los comedores de oro están avanzando por nuestro país. Se han adentrado en pueblos situados tanto en las montañas como en las selvas pantanosas. Siempre he creído que era cuestión de tiempo antes de que encontraran este lugar secreto.
»Con esa idea en mente, hace dos lunas ordené que se construyera un nuevo sendero, un sendero que se adentrara por las montañas, lejos de esos bárbaros ávidos de oro. Pero este sendero sería uno muy especial. Uno que, una vez que hubiese sido usado, pudiera destruirse. Así, debido a las características delterreno que nos rodea, no habría otra entrada en las montañas en veinte días de viaje desde aquí. Cualquiera que nos persiguiera perdería semanas intentando seguirnos por lo que, cuando lograran encontrar el modo de entrar, ya estaríamos muy lejos.
—Prosiga —dijo Renco.
—Mis ingenieros encontraron el lugar perfecto para este sendero, un cañón extraordinario que no se encuentra muy lejos de aquí. Se trata de un enorme cañón circular con una torre de piedra que se alza en medio del mismo.
»Las paredes de este cañón resultaron perfectas para nuestro nuevo sendero, por lo que ordené que las obras comenzaran inmediatamente. Todo marchó bien hasta el día que mis ingenieros llegaron a la cumbre pues, ese día, al dirigir su mirada al cañón que se encontraba bajo ellos, lo vieron.
—¿Qué es lo que vieron, tío?
—Vieron una construcción, una construcción hecha por hombres, situada en la parte superior de la torre de piedra.
Renco lanzó una mirada de preocupación en mi dirección.
—Ordené inmediatamente la construcción de un puente de cuerda y entonces, acompañado por mis ingenieros, crucé ese puente y examiné la estructura que se encontraba en la cima de la torre.
Renco siguió escuchándolo en silencio.
—Fuere lo que fuere aquello, no había sido construido por manos incas. Parecía una estructura religiosa, un templo o santuario no muy distinto a otros que se han encontrado en la selva. Templos construidos por el misterioso imperio que habitó estas tierras mucho antes que el nuestro.
»Pero había algo muy extraño en ese templo. Estaba sellado con una roca enorme. Y, en esta roca, había dibujos y marcas que ni siquiera nuestros hombres sagrados podían descifrar.
—¿Qué ocurrió después, tío? —dijo Renco.
Vilcafor bajó los ojos.
—Alguien sugirió que quizá era el legendario Templo de Solón y, si estaba en lo cierto, entonces en su interior se hallaría un fabuloso tesoro de esmeraldas y jades.
—¿Qué hizo, tío? —dijo Renco serio.
—Ordené que abrieran el templo —dijo Vilcafor, agachando la cabeza—. Y, al hacerlo, liberé un mal que jamás antes había visto. Liberé a los
rapas
.
La noche cayó, y Renco y yo nos retiramos al techo de la ciudadela a vigilar el pueblo y a estar pendientes de la posible llegada del animal al que llamaban
rapa
.
Como ya era habitual, Bassario se fue a un rincón oscuro de la fortaleza de piedra y, sentado de espaldas a la sala, se puso a hacer lo que quiera que hubiese estado haciendo durante todo el viaje.
Desde el techo de la ciudadela, observé el pueblo.
Debo decir que, tras nuestro viaje por la selva, me había acostumbrado a los sonidos nocturnos de esta. Al croar de las ranas, al zumbido de los insectos, al crujido de las hojas cuando los monos correteaban entre ellas.
Pero no había ningún sonido.
La selva que rodeaba el pueblo de Vilcafor estaba totalmente en silencio.
Ningún animal hacía ni un solo ruido. Ningún ser viviente se movía en ella.
Bajé la vista a los cuerpos que yacían desparramados por la calle principal.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —le pregunté en voz baja a Renco.
Al principio no me respondió. Finalmente me dijo:
—Un gran mal ha sido liberado, amigo. Un gran mal.
—¿A qué se refería su tío cuando dijo que el templo que encontraron podía haber sido el Templo de Solón? ¿Quién o quesera Solón?
Renco le dijo:
—Durante miles de años, muchos imperios han habitado estas tierras. No sabemos mucho de ellos, exceptuando lo que hemos aprendido de las construcciones que dejaron y de las historias que se han transmitido entre las tribus locales.