»—No disfrutarías —le dije, y él se mostró de acuerdo».
Eva repasó lo escrito, buscando indicios que pudieran revelar la identidad de O. G. El «Chalet» se especializaba en celebridades, por lo que toda precaución era poca.
La precaución se imponía también a las celebridades. La única regla del «Chalet» era: «Nada de sangre en la alfombra», y Eva recordó con una mueca de repugnancia a un general de un país del Tercer Mundo cuyo frenesí había lastimado a una de las muchachas. Eva aceptó sus disculpas y su cheque con frío desdén, y luego hizo una rápida llamada al Foreign Office. El general se hubiera sentido sorprendido (y mortificado) de saber el motivo exacto por el que el embajador británico le ponía tantos pretextos para retrasar su nueva visita al Reino Unido.
A veces, Eva se preguntaba qué hubiera dicho la buena de sor Margarita de haberse enterado de la actual actividad de su alumna preferida; la última vez que Eva lloró fue cuando la madre superiora le escribió para comunicarle la muerte de su vieja amiga. Y recordaba, entre melancólica y divertida, la pregunta que un día estuvo tentada de hacer a su tutora: la de
por qué
un voto de perpetua castidad tenía que considerarse más noble o más
santo
que un voto de perpetuo estreñimiento.
Era una pregunta que ella se hacía perfectamente en serio, sin ánimo de escandalizar a la anciana monja ni de hacer tambalearse los cimientos de su fe. Pero, desde luego, fue mejor no hacerla.
Sor Margarita ya sabía que la pequeña Evelyn Merrick no tenía vocación religiosa; sin embargo, todos los años en Navidad, enviaba un generoso donativo a San Judas.
Artículo 156
Institución de la Autoridad
1. Por el presente se instituye la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos, que actuará conforme a estos Estatutos.
2. Todos los Estados miembros de la ONU son, ipso facto, miembros de la Autoridad.
* * *
4. La sede de la Autoridad será Jamaica.
Artículo 158
Órganos de la autoridad
2. Por el presente documento se establece la Empresa, órgano a través del cual la Autoridad realizará las funciones que se detallan en el artículo 170, párrafo 1.
(Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre la Ley del Mar, firmada en Bahía Montego, Jamaica, el 10 de diciembre de 1982.)
—Siento que los emolumentos sean tan bajos —dijo Wilbur Jantz, el director general, en tono de disculpa—, pero están fijados por disposiciones de la ONU.
—Lo comprendo. Como usted ya sabe, no estoy aquí por la paga.
—Y, desde luego, hay considerables ventajas adicionales. En primer lugar, tendrá usted categoría de embajador…
—¿Y tendré que vestirme de eso? Espero que no… Ni siquiera tengo esmoquin, y no digamos todas las demás garambainas.
—No se preocupe —rió Jantz—; nosotros nos encargaremos de esos detalles. Y, naturalmente, dondequiera que vaya le tratarán como a un personaje importante… Eso puede resultar muy agradable.
Hace mucho tiempo que me tratan así, pensó Bradley, pero hubiera sido una incorrección decirlo. A pesar de toda su experiencia, en estos medios se sentía novato; quizá no hubiera debido hablar con tanto desparpajo de los embajadores…
El DG leía un texto que desfilaba por su pantalla de sobremesa, pulsando de vez en cuando la orden de «pausa» para detenerse en algún punto. Bradley hubiera devuelto buena parte de sus ingresos a sus nuevos jefes, a cambio de poder leer aquel archivo. Me gustaría saber si están enterados de que Ted y yo «espolvoreamos» de ánforas falsas aquellos restos que encontramos frente a las costas de Delos. Y no es que tenga remordimientos: aquello ocasionó muchos problemas a una serie de personas que se lo tenía merecido.
—Creo que debo informarle de que tuvimos ciertos pequeños problemas —dijo el DG—, aunque no creo que debamos preocuparnos. Algunos de nuestros Estados más, hum, agresivamente independientes no ven con muy buenos ojos sus relaciones en la CIA.
—¡Pero si de aquello hace más de treinta años! Y yo no supe que se trataba de un trabajo de la CIA hasta después de haber firmado… ¡y como simple marinero, por favor! Yo creí que ingresaba en la Summa Corporation de Hugues… y así era.
—Que eso no le quite le sueño; lo he dicho por si a alguien se le ocurre mencionarlo. Aunque no es probable porque, en todos los demás aspectos, sus cualificaciones son excelentes. Hasta Ballard lo reconoció.
—Oh, ¿sí?
—Bien, dijo que era usted el menos malo.
—Muy propio de Bob.
El DG siguió repasando el texto y luego se quedó pensativo.
—Esto no tiene nada que ver con su nombramiento, y le ruego que me perdone si soy indiscreto. Pero hablando de hombre a hombre…
Vaya, pensó Jason, se han enterado de lo del «Chalet». Me gustaría saber cómo han podido burlar la seguridad de Eva. Pero era algo más sorprendente todavía.
—Parece ser que usted perdió contacto con su hijo y la madre de éste hace más de veinte años. Si lo desea, podemos darle su dirección.
Bradley sintió una momentánea opresión en el pecho; era como si hubiera fallado el suministro de aire. Era una sensación que conocía bien y sintió llegar aquel sudor frío, precursor del pánico paralizante, el peor enemigo del buzo…
Como siempre, consiguió sobreponerse mediante varias inhalaciones profundas. El director general Jantz, advirtiendo que había hurgado en una vieja herida, aguardaba con expresión compasiva.
—Gracias —dijo Bradley al fin—. No es necesario. ¿Están… bien?
—Sí.
Era todo lo que quería saber. No se podía dar marcha atrás al reloj: apenas se acordaba del hombre, del
muchacho
, que era él a los veinticinco años cuando, por fin, ingresó en la Universidad, y, por primera y única vez, se enamoró.
Nunca sabría quién tuvo la culpa, y quizás ahora ya no importase. Ellos hubieran podido encontrarle con facilidad, de haberlo deseado. (¿Pensaría en él J. J. alguna vez y se acordaría de cuando jugaban juntos? Bradley sintió un escozor en los ojos y ahuyentó el recuerdo).
A veces, se preguntaba si reconocería a Julie al verla en la calle; había roto todas sus fotografías (¿por qué conservó la de J.J.?) y ya no podía recordar su cara con claridad. De todos modos, era innegable que la experiencia había dejado hondas cicatrices en su alma, pero había aprendido a vivir con ellas… con ayuda de Dame Eva, según reconocía irónicamente. El ritual que él había instituido en el «Chalet» le deparaba solaz mental y físico y le permitía funcionar con eficacia. Y era de agradecer.
Además, ahora tenía un nuevo aliciente, un nuevo desafío que le planteaba su cargo de director delegado para el Atlántico de la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos. Imaginaba cómo se hubiera reído Ted de su metamorfosis. En fin, había mucho de verdad en el viejo dicho de que los cazadores furtivos suelen convertirse en los mejores guardabosques.
—Pedí al doctor Zwicker que viniera, para que pudieran conocerse, ya que van a trabajar juntos. Porque no se conocen, ¿verdad?
—No, aunque lo he visto muchas veces, desde luego. La última, ayer, sin ir más lejos, en el canal de Noticias de la Ciencia. Estaba analizando el plan Parkinson… que no parecía merecer su aprobación.
—Entre nosotros, existen muy pocas cosas que no haya inventado él que merezcan su aprobación. Y suele tener razón, lo cual no le hace muy simpático a los ojos de sus colegas.
A mucha gente aún le parecía bastante cómico que el mejor oceanógrafo del mundo hubiera nacido en un valle alpino, y habían circulado infinidad de chistes sobre las hazañas de la Marina suiza. Pero era indiscutible que el batiscafo había sido inventado en Suiza, y la larga sombra de los Piccard se proyectaba todavía sobre la tecnología que ellos fundaran.
El director general miró su reloj y sonrió a Bradley.
—Si mi conciencia me lo permitiera, podría ganar apuestas con esto. —Empezó una cuenta atrás en voz baja y, al decir «uno», se oyó un golpe en la puerta.
—¿Ve a lo que me refiero? —dijo a Bradley—. Como tanto les gusta decir a ellos: el tiempo es el arte de los suizos. —Y, alzando la voz—: Pase, Franz.
Hubo un momento de silencioso examen antes de que científico y técnico se estrecharan la mano; cada uno conocía la fama del otro, y pensaba: «¿Vamos a ser compañeros de trabajo… o antagonistas?». Finalmente, el profesor Franz Zwicker dijo:
—Bienvenido a bordo, Mr. Bradley. Tenemos mucho de que hablar.
—No puede haber muchas personas que ignoren que sólo faltan cuatro años para que se conmemore el centenario del
Titanic
—dijo Marcus Kilford—, o que no hayan oído hablar de los proyectos para rescatar sus restos. Una vez más, me complace tener conmigo a tres de sus promotores. Hablaré con cada uno de ellos y después ustedes, si lo desean, pueden llamar por teléfono para hacerles sus preguntas. Oportunamente, el número aparecerá al pie de sus pantallas.
—El caballero que está a mi derecha es el célebre ingeniero submarino Jason Bradley; su encuentro con el pulpo gigante en la plataforma de Terranova ha pasado a formar parte del folclore oceánico. Actualmente, pertenece a la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos y está encargado de la vigilancia de las operaciones que se realizan en los restos.
»A su lado está Rupert Parkinson, quien el año pasado casi se trajo a Inglaterra el trofeo de la Copa de América. (Lo siento, Rupert). Su empresa interviene en el rescate de la parte delantera, la mayor de las dos en las que se partió el barco.
»A mi derecha está Donald Craig, socio de la «Nippon Turner Corporation», actualmente la mayor cadena mundial de medios de comunicación. Él nos hablará de los planes destinados a recuperar la popa, que fue la última parte en hundirse, arrastrando a la mayoría de los que parecieron aquella noche inolvidable, hace noventa y seis años.
»Mr. Bradley, ¿se le puede considerar como el árbitro encargado de vigilar que no se hagan trampas en la carrera entablada entre estos dos caballeros?
Kilford tuvo que alzar la mano para atajar las simultáneas protestas de sus otros dos invitados.
—¡Por favor, señores! Ustedes también tendrán su turno. Dejen que Jason hable primero.
Ahora que voy de diplomático, vale más que desempeñe bien mi papel. Me consta que Kilford quiere azuzarnos, es su trabajo; por lo tanto, conservemos la serenidad.
—Yo no lo considero una
carrera
—respondió con cautela—. Una y otra parte han presentado su calendario, en el que se prevé el rescate hacia mediados de abril de 2012.
—¿El mismo día 15? ¿
Los dos
?
Este era un punto delicado que Bradley no tenía intención de discutir en público. Había convencido a los altos jefes de la AIFM de que no debía consentirse nada que se pareciera a un «photo finish». Era imposible que dos grandes operaciones de salvamento se realizaran
simultáneamente
a menos de un kilómetro una de otra. El peligro de desastre (siempre presente) aumentaría sensiblemente. Tratar de hacer dos trabajos difíciles a la vez era la mejor fórmula para fracasar en ambos.
—Verá —empezó pacientemente—, no se trata de una operación de un día. El
Titanic
llegó al fondo en cuestión de minutos. Sacarlo a la superficie va a llevar días, quizá semanas.
—¿Puedo hacer una puntualización? —intervino Parkinson y, sin esperar la autorización, prosiguió—: Nosotros no tenemos intención de sacar a
la superficie
nuestra parte del barco. Lo mantendremos constantemente sumergido, para evitar su inmediata corrosión.
Nosotros
no pensamos hacer un reportaje
espectacular
para la televisión. —Al decirlo, evitó cuidadosamente mirar a Craig; el realizador no tuvo tantos escrúpulos.
Pobre Donald, pensó Bradley. Aquí tendría que estar Kato, no él. Kato y Perky estarían más equilibrados. Podríamos ver fuegos artificiales mientras cada uno trataba de ser más sardónicamente educado que el otro, con la mayor caballerosidad, desde luego. A Bradley le hubiera gustado ayudar a Donald por el que había llegado a sentir un afecto casi paternal; pero se recordó a sí mismo que ahora debía mantenerse amigablemente neutral.
Donald Craig se revolvió en su sillón, incómodo y lanzó a Parkinson una mirada dolorida.
—¿Qué dice, a esto, Mr. Craig? ¿No piensan ustedes hacer una grabación del momento en que la popa emerja del agua dentro de su iceberg artificial?
Eso era exactamente lo que pensaba hacer Kato, aunque nunca lo había dicho en público. Pero ésta no era la clase de secreto que podía durar más de unos cuantos milisegundos en la aldea electrónica mundial.
—Pues… —empezó Donald, inseguro—. Si
realmente
sacamos nuestra parte por encima del nivel del mar, no será por mucho tiempo…
—…¿pero el suficiente para hacer unas tomas espectaculares?
—…porque, lo mismo que ustedes, Rupert, pensamos remolcarla, sumergida, hasta su emplazamiento definitivo en Tokyoon Sea. Y no existe peligro de corrosión; la mayor parte de la plancha estará todavía dentro del hielo y, toda ella, a cero grados.
Donald hizo una pausa, y una lenta sonrisa se extendió por su cara.
—Por cierto —prosiguió—, ¿no se dice que también
ustedes
piensan grabar una película para la televisión? ¿Qué hay de esa historia de que llevarán a submarinistas a los restos tan pronto como sean accesibles? ¿A qué profundidad puede ser eso, Mr. Bradley?
—Depende de lo que respiren. Treinta metros con aire. Cien o más con mezclas.
—Entonces estoy seguro de que la mitad de los submarinistas deportivos del mundo querrán hacerles una visita, mucho antes de que lleguen a Florida.
—Gracias por la sugerencia, Donald —dijo Parkinson plácidamente—. Desde luego, lo tendremos en cuenta.
—Bien, ahora que hemos roto el hielo…, ja, ja…, vamos al grano. Lo que me gustaría, Donald, Rupert, es que cada uno explicara cuál es la situación actual de su proyecto. No espero que revelen secretos, desde luego. Después, pediré a Jason que haga sus comentarios, si lo desea. Procediendo por orden alfabético, empezaremos por usted, Donald.
—Pues…, bien…, el problema de la popa es que está muy deteriorada. La forma más lógica de poder manejarla como una sola pieza, es encerrarla en hielo. Y, naturalmente, el hielo
flota
, algo que, por lo visto, el capitán Smith olvidó en 1912.