—No; gracias a los últimos avances realizados por la física de los estados sólidos. ¿Han oído hablar del efecto Peltier?
—Desde luego, la refrigeración que se obtiene haciendo pasar una corriente eléctrica a través de ciertos materiales… no sé exactamente cuáles. Pero todas las neveras domésticas lo incorporan desde el 2001 en que los tratados sobre el medio ambiente prohibieron los fluorocarbonos.
—Exactamente. Ahora bien, el sistema Peltier ordinario o de cocina no es muy eficaz, ni tiene por qué serlo, mientras nos proporcione calladamente cubitos de hielo sin agujerear la sufrida capa de ozono. Ahora bien, nuestros físicos han descubierto una nueva clase de semiconductores, consecuencia de la revolución de los
superconductores
, varias veces más eficaz. Lo que significa que, desde la semana pasada, todas las neveras del mundo han quedado anticuadas.
—Estoy seguro de que todos los fabricantes japoneses deben de estar desconsolados —sonrió Bradley.
—Ya ha empezado la carrera por las licencias de patente. Y nosotros no pensamos descuidar la publicidad… cuando salga a flote el mayor cubito de hielo del mundo, con el
Titanic
en su interior.
—Fabuloso. ¿Y la energía?
—Ése es otro factor que esperamos poder explotar: espadas por arados, aunque, en este caso, la metáfora es un poco rebuscada. Tenemos intención de utilizar dos submarinos nucleares en desuso, uno ruso y otro norteamericano. Entre los dos, pueden generan todos los megavatios que necesitemos… y a cientos de metros de profundidad, es decir, que pueden funcionar con el peor temporal.
—¿Y el calendario?
—Seis meses para instalar todo el equipo en el fondo del mar. Luego, dos años de congelación Peltier. Recuerden que allá abajo la temperatura es casi glacial; no hay que bajar más que un par de grados para que empiece a formarse nuestro iceberg.
—¿Y cómo impedirán que salga a flote antes de tiempo? Kato sonrió.
—Todavía es pronto para entrar en pormenores, pero puedo asegurarle que nuestros ingenieros han pensado también en este pequeño detalle. De todos modos, aquí es donde interviene usted, si lo desea.
¿Está enterado del proyecto Parkinson?, se preguntó Bradley. Probablemente; y, aunque no esté seguro, habrá adivinado que me han echo una oferta.
—Disculpen un momento —dijo Kato, que se volvió de espaldas y abrió la cartera. Cuando dio media vuelta, apenas cinco segundos después, se había transformado en un pirata. Sólo el hilo, apenas visible, que descendía hasta el teclado que tenía en la mano, revelaba que el parche del ojo era un artículo de tecnología superavanzada.
—Lo siento; esto demuestra que no soy un buen japonés: malos modales. Mi padre todavía usa un portátil de las postrimerías de la dinastía Ming, pero los «monocs» son mucho más cómodos y tienen una definición soberbia.
Bradley y los Craig sonrieron. Lo que decía Kato era verdad; ahora muchos dispositivos portátiles de vídeo utilizaban micropantallas que pesaban poco más que unas gafas y, con frecuencia, estaban incorporados en ellas. Aunque el monóculo estaba a un centímetro de distancia del ojo, un ingenioso sistema de lentes hacía que la imagen, del tamaño de un sello de correos, pudiera aumentarse a placer.
El monóculo era fabuloso para fines recreativos, desde luego, pero también era muy útil para empresarios, abogados, políticos y todo el que deseara solicitar información confidencial con absoluta discreción. No había forma de espiar en el monóculo electrónico de otra persona, a menos que se accediera a la misma corriente de datos. Su mayor inconveniente era que su abuso podía conducir a nuevos tipos de esquizofrenia, perfectamente fascinantes para los investigadores del fenómeno de «desdoblamiento del cerebro».
Cuando Kato terminó su letanía de coeficientes de megavatios/hora, calorías/tonelada y grados/mes, Bradley permaneció unos instantes en silencio, procesando la catarata de información que había caído sobre su cerebro. Muchos de los detalles eran muy técnicos como para ser absorbidos en un primer contacto, pero esto carecía de importancia; más adelante, podría estudiarlos. No le cabía la menor duda de que los cálculos serían exactos. Pero todavía podían existir puntos esenciales que se hubieran pasado por alto. Había visto ocurrir esto muchas otras veces…
Ahora bien, el instinto le decía que el plan era factible. Bradley había aprendido a fiarse de las primeras impresiones,
especialmente si
eran negativas, aunque no pudiera señalar la causa exacta de su presentimiento. Pero esta vez no había malas vibraciones. El proyecto era fantástico… y podía funcionar.
Kato le observaba con disimulo, para adivinar su reacción. Yo puedo ser bastante inescrutable cuando me lo propongo, pensó Bradley… Además tengo que pensar en mi reputación.
Entonces Kato, con una leve sonrisa, le entregó un papel doblado por la mitad. Bradley lo abrió despacio. Cuando vio la cifra, comprendió que, aunque el proyecto fracasara estrepitosamente, él no tendría que volver a pensar en su carrera profesional. Por ley natural, no podría seguir trabajando muchos años… y en toda su vida no había ahorrado tanto.
—Es muy halagador —dijo en voz baja—. Son ustedes más que generosos. Pero, antes de darles una respuesta definitiva, tengo que resolver un pequeño asunto.
Kato le miró con sorpresa.
—¿Cuánto tardará? —preguntó con cierta brusquedad. Piensa que estoy en tratos con otros, se dijo Bradley. Lo cual es perfectamente cierto.
—Déme una semana. Pero desde ahora puedo decirle que estoy seguro de que nadie podrá igualar su oferta.
—Eso ya lo sé —dijo Kato cerrando la cartera—. ¿Algo que ustedes deseen puntualizar, Edith, Donald?
—Nada —dijo Edith—; parece haberlo previsto usted todo. —Donald no dijo nada sino que se limitó a mover afirmativamente la cabeza. Es una pareja extraña, se dijo Bradley, y no muy feliz. Donald le había causado buena impresión, porque parecía una persona callada y amable. Pero Edith era dura y dominante, casi agresiva; evidentemente, el jefe era ella.
—¿Y cómo está ese prodigio de criatura que tienen por hija? —preguntó Kato a los Craig cuando se despedían—. Déle recuerdos de mi parte.
—Así lo haremos —respondió Donald—. Ada está muy bien, y le ha gustado mucho la visita a Kioto. Eso le permitió descansar de sus exploraciones del conjunto Mandelbrot.
—¿Qué es el conjunto Mandelbrot?
—Algo más difícil de definir que de enseñar —respondió Donald—. ¿Por qué no nos hace una visita? Nos gustaría enseñarle nuestro estudio, ¿verdad, Edith? Especialmente si vamos a trabajar juntos, como espero.
Sólo Kato advirtió la momentánea indecisión de Bradley que en seguida sonrió y respondió:
—Estaré encantado. La semana que viene voy a Escocia y creo que podría arreglarlo. ¿Cuántos años tiene su hija?
—Ada tiene casi nueve. Pero, si se lo preguntara a ella, probablemente le dirá 8,876545 años.
—Desde luego, todo un
prodigio
—rió Bradley—. No estoy seguro de poder enfrentarme a ella.
—Y éste es el hombre que puso en fuga a un pulpo de cincuenta toneladas —dijo Kato—.
Nunca
entenderé a estos americanos.
—Cuando yo era chico —decía Patrick O'Brian en tono nostálgico—, me encantaba subir aquí a mirar las imágenes mágicas. Las cosas parecían más bonitas y más interesantes que al natural. Claro que entonces no había tele, y la tienda del cine ambulante sólo venía al pueblo una vez al mes.
—No se crea ni una palabra, Jason —dijo Donald Craig—. Pat no tiene cien años.
Aunque Bradley le habría calculado unos setenta y cinco, O'Brian debía de tener ochenta y tantos. Habría nacido hacia 1930 o antes. El mundo de su juventud parecía ya increíblemente remoto y cualquier exageración resultaba modesta, especialmente en boca de un irlandés.
Pat movió la cabeza tristemente, mientras seguía tirando de la cuerda que hacía girar la gran lente cinco metros por encima de sus cabezas. Los prados, los macizos de flores y los caminos de grava de Conroy desfilaban majestuosamente por la superficie mate y blanca de la mesa alrededor de la que se encontraban ellos. Todo tenía un esplendor y una claridad mágicos y Bradley comprendía que, para un niño, esta hermosa máquina debía de transformar el mundo exterior en un reino encantado.
—Mr. Bradley, es una vergüenza que el señor Donald no sepa cuándo le dicen la verdad. Yo podría contarle historias del viejo Lord, pero ¿para qué?
—De todos modos, se las cuenta a Ada.
—Desde luego,
y ella
me cree porque es una niña sensata.
—También yo le creo, a veces. Por ejemplo, cuando me habla de Lord Dunsany.
—Pero sólo después de que el padre McMullen se lo confirme.
—¿Dunsany? ¿El escritor? —preguntó Bradley.
—Sí. ¿Ha leído sus obras?
—No… pero era muy buen amigo del doctor Beebe, el primer hombre que bajó media milla. De eso conozco el nombre.
—Bien, pues debería usted leer sus relatos, especialmente los que tratan del mar. Pat dice que solía venir aquí, a jugar al ajedrez con Lord Conroy.
—Dunsany era campeón de Irlanda —agregó Patrick—. Y un hombre muy amable que siempre dejaba ganar al viejo Lord, por poco. ¡Cómo le hubiera gustado jugar contra su ordenador! Y es que él escribió un libro sobre una máquina que jugaba al ajedrez.
—¿De verdad?
—Bien… Quizá no exactamente una máquina sino un duende.
—¿Y cómo se titula el libro? Me gustaría ver si lo encuentro.
—
El gambito de los tres marineros
. Ah, ahí está, debí figurármelo.
La voz del anciano se suavizó apreciablemente cuando, en el campo de visión, apareció el pequeño bote. Describía lentos círculos en el centro de un lago bastante grande, y su única ocupante parecía absorta en la lectura de un libro.
Donald Craig levantó su intercomunicador de pulsera y susurró:
—Ada, tenemos visita, bajaremos dentro de un minuto. —La lejana figura agitó lánguidamente una mano y siguió leyendo. Luego, cuando Donald puso el zoom a la lente de la cámara oscura, se alejó rápidamente. Entonces Bradley pudo ver que el lago tenía vagamente forma de corazón y estaba conectado a un estanque circular más pequeño, situado en el lugar en el que hubiera debido estar la punta del corazón. Este estanque, a su vez, comunicaba con otro mucho menor, también circular. Era una construcción extraña y, evidentemente, reciente. El prado mostraba todavía las cicatrices de las excavadoras.
—Bienvenido al lago de Mandelbrot —dijo Patrick con evidente falta de entusiasmo—. Y, por favor, Mr. Bradley, no la anime a que le explique qué significa.
—No creo que sea necesario que la anime —dijo Donald—. Pero bajemos a comprobarlo.
Cuando vio acercarse a su padre y a sus dos acompañantes, Ada puso en marcha el motor, accionado por un pequeño panel solar, que apenas permitía a la embarcación mantenerse al paso de paseo de los hombres. La niña no puso proa hacia ellos como esperaba Bradley sino que dirigió la embarcación por el eje central del lago principal y a través del estrecho canal que lo conectaba con su pequeño satélite, el cual fue cruzado rápidamente y el bote entró en el estanque más pequeño de todos. Aunque no estaba más que a unos metros de distancia, Bradley no podía oír el motor. Su mente de ingeniero aplaudió esta eficacia.
—Ada —dijo Donald Craig levantando la voz para hacerse oír a través de la extensión de agua que decrecía rápidamente—. Este es Mr. Bradley. Él nos ayudará a subir el
Titanic
.
Ada, que se disponía a acostar, se limitó a saludarle con un leve movimiento de cabeza. El último estanque, que en realidad no era más que una pila grande que con una docena de patos hubiera quedado abarrotada, estaba conectado a un cobertizo por un canal largo y estrecho, perfectamente recto que, según advirtió Bradley, se encontraba en el extremo del eje central de los tres lagos. Evidentemente, todo había sido realizado siguiendo un plan, aunque no era posible adivinar con qué objeto. Por la sonrisa enigmática de Patrick, Jason supuso que el jardinero estaba divirtiéndose con su perplejidad.
El canal estaba bordeado a uno y otro lado por hermosos cipreses de más de veinte metros de altura; era, pensó Bradley como una versión en miniatura de la llegada al Taj Mahal. Sólo había visto aquella maravilla fugazmente y hacía años, pero no había podido olvidar su magnífica perspectiva.
—Ya lo ve, Pat, están muy bien, a pesar de lo que usted dijo.
El jardinero frunció los labios y miró críticamente la hilera de árboles. Señaló algunos que a Bradley le parecieron idénticos al resto.
—Ésos tal vez haya que volver a plantarlos —gruñó—. Y no diga que no les advertí, a usted y a la señora.
Habían llegado al cobertizo del extremo del arbolado canal y esperaron a Ada, que seguía acercándose lentamente. Cuando estuvo a un metro de distancia, se oyó de pronto un histérico ladrido y algo parecido a una bayeta de flecos saltó del barco y se lanzó a los pies de Bradley.
—Si no se mueve, tal vez decida que es usted inofensivo y le perdone la vida —dijo Donald.
Mientras el pequeño Cairn terrier olfateaba sus zapatos con suspicacia, Bradley observaba a su dueña. Vio, con aprobación, con cuánto esmero Ada amarraba la embarcación, aunque esto era totalmente innecesario; pudo darse cuenta de que era una jovencita muy ordenada, en contraste con su atolondrada acompañante, que ya había trocado su desconfianza en súbito afecto.
Ada levantó
a Lady
con una mano y la oprimió contra su pecho mientras miraba a Bradley con franca curiosidad.
—¿De verdad va a ayudarnos a subir el
Titanic
? —preguntó.
Bradley se agitó, violento y rehuyó aquella mirada desconcertante.
—Eso espero —dijo evasivamente—. Pero hay muchas cosas que tenemos que discutir antes. —Y éste no es el momento ni el lugar, agregó en silencio. Para eso tendrían que reunirse con Mrs. Craig y la perspectiva no le entusiasmaba.
—¿Qué leías en el bote, Ada? —preguntó animadamente, tratando de cambiar de tema.
—¿Por qué quiere saberlo? —dijo ella. La pregunta fue hecha en un tono perfectamente cortés, sin asomo de impertinencia.
Bradley todavía buscaba una respuesta cuando Donald Craig se interpuso rápidamente:
—Me parece que mi hija no tiene mucho tiempo para cultivar la etiqueta social. Considera que en la vida hay cosas más importantes. Como los fractals y la geometría no euclidiana.