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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (9 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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Parkinson levantó las manos fingiendo desesperación.

—Ha adivinado el plan C —gimió—. Sí; habíamos pensado exhibirlo, cuando llegara a Manhattan… con cien años de retraso. Pero ya saben lo que le ocurre a un barco de hierro cuando es sacado a la superficie después de estar décadas bajo el agua; si preservar un casco de madera es difícil, tratar al
Titanic
con los productos químicos adecuados llevaría décadas y probablemente costaría más que el salvamento en sí.

—Entonces lo dejarán en aguas someras. Lo cual significa que lo llevarán a Florida, tal como sugería aquel programa de televisión.

—Mire, Jason, todavía estamos explorando
todas
las opciones: Disney World es sólo una de ellas. Ni siquiera nos frustraría tener que dejarlo en el fondo, mientras podamos recuperar lo que está en la
suite
del bisabuelo. Es una suerte que él no dejara que llevaran esas cajas a la bodega. En su último radiograma se lamentaba de que no tenía espacio para recibir a los invitados.

—¿Y piensan que un vidrio tan frágil pueda seguir intacto?

—El noventa y cinco por ciento. Hace siglos, los chinos descubrieron que sus mercancías podían viajar con plena seguridad por la Ruta de la Seda embaladas en hojas de té. Nadie encontró nada mejor hasta que se inventó la espuma de poliestireno. Y, desde luego, además, el té se podía vender y daba beneficios.

—Dudo mucho que el té de esta remesa pueda venderse.

—Tiene razón. Lástima. Fue regalo personal de Sir Thomas Lipton. El mejor de sus plantaciones de Ceilán.

—¿Seguro de que habrá absorbido el impacto?

—Es muy posible: el barco se hundió en un lecho de lodo blando, abriendo surco, a unos treinta nudos. Deceleración media en gravedad dos… máximo cinco.

Rupert Parkinson cerró el panel apagando aquel milagro de la inteligencia electrónica que ahora se aceptaba con la misma naturalidad que el teléfono, la generación anterior.

—Le llamaremos otra vez antes del fin de semana, Jason. Mañana hay junta del Consejo, y espero que se tome una decisión. Otra vez, muchas gracias por su informe. Si decidimos seguir adelante, ¿podremos contar con usted?

—¿En calidad de qué?

—De jefe de operaciones, naturalmente.

Se hizo una pausa, demasiado larga, pensó Parkinson.

—Eso me halaga, Rupe. Tengo que pensarlo. Veré cómo puedo encajarlo en mi agenda.

—Jason, si esto prospera, ya no le haría falta su «agenda». Es la misión más grande que pueda ofrecérsele. —Estuvo a punto de agregar: quizá demasiado grande, pero se abstuvo. Jason Bradley no era la clase de persona a la que se podía incomodar, especialmente si uno esperaba trabajar con él.

—Estoy de acuerdo, y me gustaría aceptar. No sólo por el dinero, que estoy seguro que será OK, sino también por el reto. Cara o cruz. He tenido mucho gusto en conocerles. Ahora he de marcharme.

—¿Es que no va a ver nada de Londres? Puedo conseguirle entradas para la nueva comedia musical de Andrew Lloyd Webber y Stephen King. No hay mucha gente que pueda decir esto.

Bradley se echó a reír.

—Me encantaría ir, pero se nos ha averiado un recogedor de cieno en el yacimiento de las Orcadas y he prometido que estaría en Aberdeen esta tarde.

—Bien. Le llamaremos…

—¿Qué opinas, Roy? —preguntó Parkinson cuando la habitación volvió a quedar en silencio.

—Es un hombrecillo duro, ¿no? ¿Crees que pueda estar buscando al mejor postor?

—Eso es lo que yo me pregunto. Si es así, peor para él.

—Oh, ¿nuestras águilas jurídicas ya han actuado?

—Casi. Aún quedan flecos. ¿Te acuerdas de cuando te llevé a «Lloyd's»?

—Desde luego.

Realmente, había sido una visita memorable para un forastero; incluso en este siglo XXI, el «nuevo» edificio del «Lloyd's» todavía tenía un aspecto francamente futurista. Pero lo que más impresionó a Emerson fue el
Casualty Book
, el registro de naufragios. Aquella serie de gruesos tomos contenía el relato de los más dramáticos momentos de la historia de la navegación. Su guía les mostró la página del 15 de abril de 1912 en la que, con una caligrafía que parecía grabada con plancha de cobre, se describía el suceso que había conmovido al mundo.

Aunque era impresionante leer aquellas frases, el efecto que produjeron en Roy Emerson fue menor que un detalle que observó al hojear aquellos tomos.

Todas las anotaciones, que abarcaban un período de más de doscientos años, parecían hechas por la misma mano
. Era un ejemplo de continuidad y respeto a la tradición que sería muy difícil superar.

—Papá es socio del «Lloyd's» desde hace siglos, y tenemos, hum, cierta influencia.

—Eso puedo creerlo fácilmente.

—Gracias. De todos modos, el Congreso ha mantenido conversaciones con la Autoridad Internacional del Fondo Marino. Existen docenas de reclamaciones conflictivas, y los abogados están haciendo su agosto. Ellos son los únicos que, pase lo que pase, nunca pierden.

A veces, Roy Emerson encontraba irritante la verborrea de Rupert; nunca parecía tener prisa por ir al grano. Se hacía difícil creer que pudiera actuar rápidamente en una emergencia; no obstante, era uno de los mejores regatistas del mundo.

—Sería estupendo poder reclamar propiedad exclusiva. Al fin y al cabo, era un barco británico…

—…construido con dinero americano…

—Detalle que pasaremos por alto. En estos momentos, no pertenece a nadie y esta cuestión tendrá que dirimirse en el Tribunal Internacional. Podría llevar años.

—Y no disponemos de años.

—Precisamente. Pero creemos poder conseguir una orden judicial para impedir que otros traten de sacarlo a la superficie mientras, discretamente, proseguimos con nuestros planes.

—¡Discretamente! Tú bromeas. ¿Sabes cuántas entrevistas he tenido que rehusar últimamente?

—Probablemente, tantas como yo. —Rupert miró el reloj—. Es la hora. ¿Te gustaría ver algo interesante?

—Desde luego. —Emerson sabía que lo que Parkinson consideraba «interesante» era, probablemente, algo que él no tendría ocasión de ver en toda su vida. Las auténticas Joyas de la Corona, quizás; o el 221b de Baker Street; o aquellos libros de la biblioteca del Museo Británico que, curiosamente, se llamaban
curious
y que no figuraban en el catálogo principal…

—Sólo hay que cruzar la calle… Son dos minutos. El Instituto Real, el laboratorio de Faraday, donde nació la mayor parte de nuestra civilización. Estaban colocando los objetos de la exposición cuando a un idiota se le cayó la retorta que utilizaba Faraday cuando descubrió el benceno. El director quiere saber si podemos imitar el cristal y reparar el desperfecto de manera que no se note.

Emerson se dijo que no todos los días tenías la posibilidad de visitar el laboratorio de Michael Faraday. Cruzaron la estrecha Albermarle Street sorteando fácilmente el lento tráfico y recorrieron los pocos metros que había hasta la fachada clásica del Instituto Real.

—Buenas tardes, Mr. Parkinson. Sir Ambrose le espera.

XVII. Supercongelación

—Espero que no les importará que nos reunamos en el aeropuerto, Mrs. Craig, Donald; pero el tráfico hasta Tokio está cada día peor. Además, cuantas menos personas nos vean, mejor. Estoy seguro de que lo comprenderán.

El doctor Kato Mitsumasa, joven presidente de la «Nip–pon–Turner», iba impecablemente vestido, como siempre, con un traje de «Savile Row» que seguirá estando de moda durante otros veinte años. También, como de costumbre, estaba acompañado por dos individuos, especie de samuráis obtenidos por clonación, que permanecían en segundo término y no dirían ni una palabra durante toda la entrevista. A veces, Donald se preguntaba si la robótica japonesa habría progresado todavía más de lo que se creía.

—Como sea que disponemos de unos minutos antes de que llegue nuestro invitado, me gustaría comentar unos detalles que únicamente nos conciernen a nosotros.

»Ante todo, detentamos derechos mundiales de cable y satélite, de su versión no fumadores de
El hundimiento del Titanic
, para los primeros seis meses del 12, prorrogables por otros seis.

—Magnífico. Pensé que ni siquiera usted podría conseguirlo, Kato, aunque debí imaginarlo.

—Muchas gracias; no ha sido fácil, como dijo el puercoespín a la puercoespina.

Durante sus años de estudios en Occidente, —Escuela de Economía de Londres, Harvard y Annenberg— Kato había desarrollado un sentido del humor que, con frecuencia, desentonaba de su actual posición. Si cerraba los ojos, Donald casi no podía creer que estuviera hablando con un japonés, por la perfección de su acento, de la costa Atlántica. Pero, de vez en cuando, Kato soltaba algún chiste procaz o una frase de dudoso gusto que eran un toque completamente personal que nada debían a Oriente ni a Occidente. Aunque estas salidas, con frecuencia, eran chabacanas, Donald sospechaba que Kato sabía bien lo que se hacía. Aquello inducía a la gente a subestimarle y, en consecuencia, a cometer errores carísimos.

—Bien —dijo Kato animadamente—, estoy muy contento de poder informarles de que todos los análisis de datos y pruebas en tanque son satisfactorios. Si se me permite decirlo así, lo que vamos a hacer es único y asombrará al mundo. ¡Nadie, lo que se dice
nadie
, puede ni intentar siquiera izar el
Titanic
a la superficie por el sistema que nosotros vamos a utilizar!

—Bien. Por lo menos, una parte del
Titanic
. ¿Y por qué sólo la popa?

—Existen varias razones, unas prácticas y otras psicológicas. La popa es, con mucho, la parte más pequeña, pesa menos de quince mil toneladas y fue la última en hundirse, con todas las personas que quedaban a bordo. Alternaremos las tomas del salvamento con escenas de
El hundimiento
. Había pensado en volver a filmarlas o en colorear el original…

—¡No! —dijeron los dos Craig al unísono.

Kato los miró con sorpresa.

—¿Después de todo lo que
ustedes
han hecho con esa película? Ah, el inescrutable Occidente… De todos modos, dado que es una escena nocturna, no importa que sea en blanco y negro.

—Existe otro problema de adaptación que no hemos resuelto —dijo Edith—. La orquesta del
Titanic
.

—¿Qué le ocurre?

—Verá, en la película interpreta
Más cerca de Ti, Señor
.

—¿Y bien?

—Eso es leyenda, y una tontería. La misión de la orquesta debía ser elevar la moral de los pasajeros e impedir que cundiera el pánico. Lo
último
que tocarían sería un himno melancólico. Cualquiera de los oficiales del barco les hubiera disparado, si lo intentan siquiera.

Kato se rió.

—Yo he sentido deseos de disparar contra una orquesta muchas veces. Pero ¿qué tocaban entonces?

—Un popurrí de aires populares, terminando, probablemente, con un vals titulado
Canción de otoño
.

—Comprendo. Eso es lo más realista, pero no podemos hundir el
Titanic
con música de vals.
Ars longa, vita brevis
como casi dijo la «MGM». En este caso, el arte gana y la vida ocupa el segundo lugar.

Kato miró su reloj e hizo una seña a uno de los samuráis que salió al corredor y, en menos de un minuto, volvió acompañado de un hombre bajo y fornido que llevaba los atributos del ejecutivo internacional: en una mano, una maleta y en la otra, una carpeta electrónica.

Kato le saludó efusivamente.

—Celebro verle, Mr. Bradley. Alguien dijo una vez que la puntualidad es la ladrona del tiempo: yo nunca lo he creído y me complace comprobar que está usted de acuerdo conmigo. Jason Bradley, le presento a Edith y Donald Craig.

Mientras Bradley y los Craig se estrechaban la mano con el aire levemente ausente de los que piensan que ya tienen que conocerse pero no están del todo seguros, Kato se apresuró a explicar:

—Jason es el número uno mundial en ingeniería oceánica.

—¡Pues claro! El pulpo gigante…

—Más manso que un gatito, Mrs. Craig. Aquello no tuvo ningún mérito.

—…y Edith y Donald se encargan de que las películas viejas parezcan nuevas y hasta mejores. Permitan que les explique el porqué de esta reunión un tanto precipitada.

Bradley sonrió.

—No es difícil adivinarlo, Mr. Mitsumasa. Pero celebraré conocer los detalles.

—Estoy seguro de que así será. Desde luego, todo esto es estrictamente confidencial.

—Por supuesto.

—En primer lugar, tenemos el proyecto de izar la popa y grabar un especial para televisión realmente espectacular cuando emerja. Después, la remolcaremos al Japón donde formará parte de una exposición permanente en Tokyoon Sea. Habrá un teatro circular y el público, sentado en botes salvavidas mecidos por las olas, bajo un hermoso cielo estrellado y con temperaturas de casi cero grados… (repartiremos buenos abrigos, desde luego), podrá ver
y oír
los últimos minutos del
Titanic
mientras el barco se hunde. A continuación, se podrá bajar el observatorio y contemplar el barco por las ventanas situadas a diferentes niveles. Aunque no dispongamos más que de una tercera parte del navío, es tan grande que no se podrá ver de una sola vez, ya que, ni siquiera con el agua destilada que utilizaremos, la visibilidad será superior a cien metros. El resto quedará difuminado en la lejanía… Así que, ¿para qué sacar más? Los espectadores tendrán la impresión de encontrarse en el fondo del Atlántico.

—Parece lógico —dijo Bradley—. Y, desde luego, la popa es la parte más fácil de izar. Está muy deteriorada y podría subirse en fragmentos de unos cuantos cientos de toneladas y unirlos después.

Se hizo un silencio violento y Kato dijo:

—Eso no resultaría muy espectacular en televisión, ¿verdad? No; tenemos un plan más ambicioso. Y ésta es la parte de máximo secreto. Aunque la popa esté despedazada, la subiremos de una sola vez,
dentro de un iceberg
. ¿No les parece justo? Un iceberg lo hundió y otro lo saca a la luz del día.

Si Kato esperaba que su visitante demostrara asombro, quedó defraudado. Para entonces, Bradley había oído ya todos los planes para subir al
Titanic
que pudiera concebir el ingenio del hombre y la mujer.

—Pues van a necesitar una planta refrigeradora bastante grande, ¿no?

Kato le miró con sonrisa triunfal.

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