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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (13 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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—La imagen original ya es ahora tan grande como la órbita de Marte —dijo Ada— y este miniconjunto en realidad es más pequeño que un átomo. Pero en su contorno hay tanto detalle como en el primero. Y así indefinidamente.

El aumento cesó; durante un momento, pareció que una muestra de encaje de intrincado dibujo quedaba suspendida en el aire. Entonces, como si sobre ella se hubiera volcado una caja de pinturas, la imagen monocroma estalló en unos colores tan inesperados, brillantes y bellos que Bradley tuvo que ahogar una exclamación de asombro.

Ahora volvió a actuar el zoom, pero en sentido inverso y en un microuniverso transformado por el color. Nadie pronunció ni una palabra hasta que reapareció el conjunto M original, ahora de un negro amenazador bordeado de una estrecha franja de fuego dorado y lanzando zigzagueantes rayos de azules y púrpuras.

—¿Y de dónde salen todos esos colores? —preguntó Bradley cuando hubo recobrado el aliento—. A la ida no estaban.

Ada rió.

—Es que no forman parte del conjunto. Pero son bonitos, ¿verdad? Yo puedo decir al ordenador que haga lo que yo quiera.

—Aunque los colores en sí han sido elegidos arbitrariamente, también tienen su significado —explicó Edith—. Como usted debe de saber, los cartógrafos ponen distintos tonos de azul y de verde entre las líneas de demarcación, para indicar las diferencias de nivel en los mapas.

—Lo mismo hacemos nosotros, en oceanografía. El azul más intenso corresponde a las zonas más profundas.

—Exactamente. En este caso, los colores nos indican cuántas operaciones ha tenido que hacer el ordenador para decidir si un número pertenece o no al conjunto M. En los casos límite, puede tener que multiplicar y sumar miles de veces.

—Y cantidades de cien dígitos —dijo Donald—.
Ahora
comprenderá por qué el conjunto no fue descubierto antes.

—Una buena razón.

—Mire esto —dijo Ada.

La imagen se animó y ondas de color fluyeron hacia los extremos. Parecía que el contorno del conjunto se expandía continuamente… sin moverse de sitio. Entonces Bradley advirtió que, en realidad, nada se movía sino que los colores cambiaban siguiendo un ciclo de rotación del espectro, para producir esta convincente ilusión de movimiento.

Empiezo a comprender que una persona pueda perderse en esto y hasta hacer de ello un modo de vida, pensó Bradley.

—Estoy casi seguro de haber visto este programa en la lista del archivo de software de mi ordenador, con un par de miles más. Me alegro de no haberlo puesto. Me doy cuenta de que puede crear adicción.

Observó que Donald Craig lanzaba una rápida mirada a Edith y comprendió que había cometido una indiscreción. Pero ella parecía absorta en el desfile de colores, a pesar de que tenía que haberlo visto infinidad de veces.

—Ada —dijo en tono de ensoñación—, di a Mr. Jason nuestra cita favorita de Einstein.

Eso es mucho pedir a una criatura de nueve años, pensó Bradley, aunque sea como ésta; pero la niña obedeció sin vacilar, y sin hablar mecánicamente. Entendía las palabras y las decía con convicción.

—Lo más hermoso que podemos experimentar es el misterio. Es la fuente del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que sea ajeno a esta emoción, el que no pueda detenerse a admirar ni dejarse envolver por el asombro es como si estuviera muerto.

Eso lo suscribo, pensó Bradley. Recordó noches de calma en el Pacífico, con un cielo estrellado y una estela de bioluminiscencia flotando detrás del barco; recordó la primera vez que vislumbró formas de vida tan extrañas como si fueran de otro planeta que bullían en una grieta del fondo del océano, cerca de las Galápagos, donde los continentes, lentamente, se separaban; y esperaba poder volver a sentir asombro y admiración muy pronto, cuando la colosal y afilada proa del
Titanic
ascendiera del abismo.

El baile de colores cesó: el conjunto M se esfumó. Aunque allí
realmente
no había habido nada, cuando se apagó el proyector holográfico, Bradley tuvo la impresión de que se apagaba una pantalla.

—Y ahora ya sabe del conjunto M más de lo que desea —dijo Donald mirando furtivamente a Edith, y Bradley volvió a sentir un punto de conmiseración.

No era esto lo que él esperaba sentir cuando llegó a Conroy, sino tal vez envidia. Allí tenía a un hombre dueño de una gran fortuna y una casa magnífica, con una familia atractiva e inteligente: todos los ingredientes que supuestamente garantizaban la felicidad. Pero algo andaba mal, evidentemente. Me pregunto cuándo fue la última vez que se acostaron juntos, pensó Bradley. Todo podía reducirse a algo tan simple como eso… aunque
eso
casi nunca era simple…

Una vez más, Bradley miró el reloj; debían de estar pensando que rehuía el tema… y tenían razón. Vamos, dese prisa, señor Director General, suplicaba mentalmente.

Como si hubiera estado aguardando la señal, algo empezó a vibrar en su muñeca. Era una sensación familiar.

—Perdonen —dijo a sus anfitriones—. Tengo una llamada muy importante. Sólo será un minuto.

—Desde luego. Le dejamos solo.

¡Cuántos millones de veces al día se observaba este ritual! La etiqueta estipulaba que, cuando uno recibía una llamada personal, los que estaban en la habitación se ofrecieran a marcharse. La cortesía exigía que sólo el receptor de la llamada se ausentara, después de disculparse con todos los presentes. Había infinidad de variaciones según las circunstancias y nacionalidades. Kato solía lamentarse de que, en el Japón, estas formalidades duraban tanto que, muchas veces, el que llamaba, harto de esperar, colgaba.

—Perdonen la interrupción —dijo Bradley cuando regresó por la puertaventana—. La llamada estaba relacionada con nuestro asunto. No podía darles una respuesta hasta haber hablado.

—Espero que la respuesta sea favorable —dijo Donald Craig—. Le necesitamos.

—Y a mí me gustaría trabajar con ustedes; pero…

—Perky le hace una oferta mejor —dijo Edith casi sin disimular el desdén.

Bradley la miró serenamente y respondió sin hostilidad:

—No, Mrs. Craig. Por favor, mantengan absoluta reserva sobre estas cifras. El grupo Parkinson me hizo una oferta muy generosa, pero era sólo la mitad de la suya. Y la que acabo de recibir es una décima parte de
aquélla
. No obstante, estoy considerándola seriamente.

Se hizo un profundo silencio, roto al fin por una insólita risita de Ada.

—Debe de estar loco —dijo Edith. Donald se limitó a sonreír ampliamente.

—Puede que tenga razón. Pero he llegado a una etapa de mi vida en la que ya no necesito el dinero, aunque nunca está de más. —Se interrumpió y rió suavemente entre dientes.

»Pero basta con lo suficiente. No sé si habrán oído lo que decía J. J. Astor, el más célebre de los muertos del
Titanic
. «Cuando tienes un millón de dólares es como si fueras rico». Bueno, durante mi vida he ganado varios millones, y algo me queda todavía en el Banco. No necesito más; y, si algún día me hace falta, siempre puedo bajar a hacerle cosquillas a un pulpo.

»Yo no creí que esto ocurriera. Hace apenas un par de días, tenía decidido aceptar su oferta.

Edith parecía ahora más desconcertada que hostil.

—¿Puede decirnos quién…
infrapujó
a la «Nippon Turner»?

Bradley movió la cabeza.

—Denme un par de días; aún hay algunos problemas, y no quisiera caerme entre
tres
taburetes.

—Me parece que yo le entiendo —dijo Donald—. Sólo existe una razón para trabajar por poco dinero. Todo hombre debe algo a su profesión.

—Eso suena como una cita.

—Lo es: del doctor Johnson.

—Me gusta; tal vez la use mucho durante las próximas semanas. Entretanto, antes de tomar una decisión, necesito un poco de tiempo para reflexionar. Una vez más, muchas gracias por su hospitalidad… y no digamos por su oferta. Tal vez aún la acepte; pero, aunque no sea así, espero que podamos ser amigos.

Cuando se elevaba, la turbulencia provocada por las aspas del helicóptero rizó las aguas del lago Mandelbrot rompiendo el reflejo de los cipreses. Se estaba planteando un cambio trascendental en su carrera; antes de tomar una decisión, necesitaba relajarse por completo.

Y sabía exactamente cómo podía conseguirlo.

XXI. Una casa de buena fama

Ni siquiera la llegada del transporte supersónico había conseguido modificar el concepto que la mayoría de la gente tenía de Nueva Zelanda: para ellos, seguía siendo, simplemente, la última parada antes del Polo Sur. Los neozelandeses en general no tenían inconveniente en ello.

Evelyn Merrick era una de las excepciones, y a la madura edad de diecisiete años (en su caso, muy madura) había emigrado, buscando su destino en otros lares. Después de tres matrimonios que la habían dejado sentimentalmente curtida y económicamente segura, había descubierto su vocación y era tan feliz como el que más.

El «Chalet», como su extensa clientela llamaba a la casa, se encontraba en una hermosa propiedad de una de las zonas de Kent no estropeadas todavía, a cómoda distancia del aeropuerto de Gatwick. Su anterior propietario había sido un célebre magnate de los medios de comunicación que cuando, a finales del siglo XX, la televisión de alta definición revolucionó el ramo, apostó por el sistema perdedor. Las subsiguientes tentativas de rehacer su fortuna fracasaron y ahora era huésped del Gobierno de Su Majestad por un período de cinco años (contando las reducciones por buena conducta).

Por ser hombre de sólidos principios morales, se indignó al enterarse del uso que Dame Eva hacía de su propiedad, y hasta trató de echarla. Pero los abogados de Eva eran tan buenos como los de él, o mejores, puesto que ella seguía en libertad y tenía intención de seguir estándolo.

El «Chalet» era regido con meticuloso rigor: los pasaportes, comprobantes fiscales, certificados médicos, recibos de la Seguridad Social, etcétera de las chicas estaban siempre a la disposición de los inspectores que, al parecer, era una especie muy abundante, según comentaba a veces Dame Eva con acritud. Si alguno iba en busca de gratificación personal, pronto debía desengañarse amargamente.

En general, la de Dame Eva era una carrera agradecida, llena de estímulo sentimental e intelectual. Desde luego, ella no se planteaba problemas de ética y hacía tiempo que había decidido que una persona adulta y con derecho a voto podía hacer lo que le viniera en gana, siempre que no fuera peligroso o antihigiénico, ni engordara. Su principal motivo de queja era el de que las relaciones sentimentales que se establecían con los clientes imponían una frecuente renovación de personal y acarreaban un gasto considerable en regalos de boda. Ella había observado que los matrimonios que salían del «Chalet» solían durar más que los de orígenes más convencionales y, cuando recopilara datos suficientes, pensaba publicar un estudio estadístico; por el momento, el coeficiente de correlación se hallaba todavía por debajo de un nivel significativo.

Como era de suponer en una persona de su profesión, Evelyn Merrick era mujer de muchos secretos, la mayoría, ajenos; pero también tenía uno propio que guardaba celosamente. Aunque se trataba de algo perfectamente respetable, si se divulgaba, podía perjudicar el negocio. Desde hacía dos años, utilizaba sus extensos (quizás únicos) conocimientos de la parafilia para preparar un doctorado en Psicología en la Universidad de Auckland.

Evelyn no conocía personalmente al profesor Hinton sino que sólo lo había visto por los circuitos de vídeo, y aun raramente, ya que ambos preferían mantener su relación en el terreno impersonal y digital del intercambio de archivos informáticos. Un día, quizás una década después de que se retirara, ella publicaría su tesis, aunque no con su verdadero nombre, desde luego, y disfrazando los casos para impedir su identificación. Ni el mismo profesor Hinton conocía a las personas implicadas, aunque había hecho atinadas suposiciones.

«Sujeto O. G. —tecleó Eva—. Cincuenta años. Ingeniero de prestigio en su profesión».

Contempló la pantalla con gesto pensativo. Por supuesto, las inciciales habían sido modificadas según su simple código y la edad, redondeada. Pero la última anotación era bastante exacta: la profesión reflejaba la personalidad de un hombre y no debía modificarse, de no ser absolutamente necesario para evitar la identificación. Aun entonces, el cambio tenía que hacerse buscando cierta afinidad. En el caso de un músico de fama mundial, Eva había sustituido «pianista» por «violinista», y había convertido a un no menos célebre escultor en pintor. Incluso había hecho de un político un estadista.

«De niño, O. G. era objeto de las burlas y hasta víctima de raptos de las alumnas de un colegio de niñas que lo utilizaban como sujeto (no del todo involuntario) en lecciones de enfermería y de anatomía masculina. Con frecuencia, lo vendaban de pies a cabeza, y por más que él asegura que no existía componente erótico en la actividad, cuesta trabajo creerlo. Si ello es puesto en duda, se encoge de hombros diciendo: "En realidad, no me acuerdo"».

»De joven, O.G. presenció las consecuencias de un grave accidente que causó muchas muertes. Aunque él no sufrió daño, aquella experiencia parece haber influido también en sus fantasías sexuales. Le gusta que se le apliquen diferentes formas de vendaje (véase lista A) y ha desarrollado un leve complejo de San Sebastián, como el demostrado por Yukio Mishima. Pero, a diferencia de Mishima, O.G. es totalmente heterosexual y en la prueba Mapplethorpe da sólo 2,5 +1 0,1.

»Lo que hace tan interesante, y quizás insólito, el patrón de comportamiento de O. G. es que posee una personalidad activa y hasta algo agresiva, como corresponde al jefe de una empresa en un ramo competitivo y exigente. Es difícil imaginarlo en un papel
pasivo
en cualquier ámbito de la vida. No obstante, le gusta que mi personal lo vende como si fuera una momia egipcia hasta dejarlo completamente indefenso. Sólo así, después de considerable estímulo, experimenta un orgasmo satisfactorio.

»Cuando le sugerí que estaba poniendo en acción un Deseo de Muerte, él se rió, pero no trató de negarlo. Con frecuencia, su trabajo supone peligro personal, lo cual quizá sea la razón por la que le atrajo. No obstante, dio una explicación alternativa que, estoy segura, contiene mucho de verdad.

»—Cuando tienes responsabilidades que afectan millones de dólares y muchas vidas humanas, no imaginas lo hermoso que es sentirte durante un rato
completamente
inerme, incapaz de controlar lo que ocurre a tu alrededor. Desde luego, yo sé que es ficción, pero consigo imaginarme que no lo es. A veces, me pregunto cómo disfrutaría de la situación si fuera real.

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