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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (17 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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—Ya lo sé… Estábamos haciendo una serie de trabajos urgentes cuando su oficina empezó a refunfuñar sobre plazos y fechas tope. Pero me parece que ahora tenemos dominada la situación. Por lo menos, así lo espero.

—¿Todavía tienen intención de hacer una prueba en una zona despejada del fondo?

—No; hemos decidido darlo por bueno; estamos seguros de que todos los sistemas funcionan correctamente, ¿por qué esperar? ¿Recuerda lo que pasó en el programa «Apolo», en el 68? Una de las más arriesgadas apuestas tecnológicas de la Historia…

»El
Saturno V
sólo había volado dos veces, sin tripulación, y el segundo vuelo fue un medio fracaso. A pesar de todo, la NASA corrió un riesgo calculado. ¡El vuelo siguiente, no sólo iba tripulado, sino que fue directamente a la Luna!

—Desde luego, en este caso no arriesgamos tanto, pero si el
Topo
no funciona…, o si lo perdemos…, estaremos en un buen aprieto: toda la operación depende de él. Cuanto antes sepamos si hay verdaderos problemas, mejor.

»Nadie ha intentado nunca algo semejante. La primera vez será la definitiva… y nos gustaría que usted estuviera presente.

»Ahora, Jason, ¿qué le parece una buena taza de té?

XXVII. Mandato

Artículo 1

Términos y alcance

1. Para los fines de este convenio:

1) «Zona» significa el fondo marino y suelo oceánico y su subsuelo, situado más allá de la jurisdicción nacional.

2) «Autoridad» significa Autoridad Internacional del Fondo Marino.

Artículo 145

Protección del medio marino

Se tomarán las medidas necesarias, de acuerdo con este Convenio, respecto de las actividades a desarrollar en la Zona, a fin de asegurar la eficaz protección del medio marino de los efectos a que tales actividades puedan dar lugar. Con este objeto, la Autoridad adoptará reglas, disposiciones y procedimientos adecuados para, inter alia:

a) La prevención, reducción y control de la contaminación y otros peligros para el medio marino… con especial atención a la necesidad de protección de los efectos perniciosos de actividades tales como: perforación, dragado, eliminación de residuos, construcción y operación o mantenimiento de instalaciones, conducciones y otros elementos relacionados con dichas actividades.

(Convenio de las Naciones Unidas sobre la ley del Mar, 1982.)

—Estamos con el agua al cuello —dijo Kato desde su despacho de Tokio—. Y no es chiste.

—¿Qué ocurre? —preguntó Donald Craig que estaba descansando en el jardín del castillo. De vez en cuando, deseaba dar a sus ojos la oportunidad de posarse en algo que no estuviera a medio metro de distancia y aquélla era una tarde excepcionalmente cálida y soleada de principios de primavera.

—Bluepeace. Han presentado otra protesta a la AIFM… y esta vez me temo que tengan posibilidades.

—Creí que todo eso había quedado resuelto.

—Y lo estaba. En nuestro departamento jurídico han empezado a rodar cabezas. Podemos hacer todo lo que habíamos planeado… salvo
subir
los restos.

—¿No le parece un poco tarde para salir con eso? Y aún no me ha dicho cómo piensa conseguir la flotabilidad extra. Desde luego, la broma de los cohetes no me la creí ni un momento.

—Debo pedir disculpas por eso. Estábamos en negociaciones con «Dupont», «Thiokol», «Union Carbide» y media docena más… y no queríamos hablar hasta estar seguros de quién iba a ser el proveedor.

—¿De qué?

—De hidracina. Monopropulsor de cohetes. Como puede ver, no me apartaba mucho de la verdad.

—¿Hidracina? ¿Y se puede saber…? ¡Desde luego! Así lo subía Cussler en la película.

—Sí; es una buena idea. La hidracina se descompone en nitrógeno e hidrógeno puros y genera gran cantidad de calor. Pero Cussler no tenía que habérselas con Bluepeace. Se han enterado de nuestros planes (me gustaría saber cómo) y aseguran que la hidracina es un veneno potente y que, por cuidadosos que seamos en su manejo, habrá fugas, etcétera.

—Pero ¿es
realmente
venenosa?

—Bien…; no me gustaría tener que beberla. Huele a amoníaco concentrado y, probablemente, sabe peor todavía.

—Entonces, ¿qué piensa hacer?

—Pelear, desde luego. Y pensar en alternativas. Parky debe de estar desternillándose.

XXVIII. El
topo

El sumergible triplaza de gran profundidad
Marvin
había sido diseñado para suceder al famoso
Alvin
que tan importante papel desempeñara en la primera exploración de los restos del
Titanic
.

Pero el
Alvin
no parecía tener intención de retirarse, a pesar de que todas y cada una de sus piezas originales habían sido sustituidas hacía tiempo.

El
Marvin
era mucho más confortable que su antecesor y disponía de mayor reserva de energía. Ya no era necesario pasar dos horas y media de aburrimiento mientras el sumergible descendía en caída libre hasta el fondo del mar; con ayuda de sus motores, el
Marvin
podía llegar al
Titanic
en menos de una hora. Y, en caso de emergencia, lanzando todo el equipo exterior, la esfera de titanio que contenía a la tripulación podía volver a la superficie en cuestión de minutos, como una incomprimible burbuja que subiera de las profundidades.

Para Bradley aquello era un doble estreno. Todavía no había visto con sus propios ojos al
Titanic
y, aunque había bajado en el
Marvin
unos centenares de metros, nunca lo había llevado hasta el fondo. Ni que decir tiene que el piloto habitual del sumergible, que tenía que hacer esfuerzos para no actuar de conductor de asiento trasero, lo vigilaba estrechamente.

—Altitud doscientos metros. Situación de los restos uno dos cero.

¡
Altitud
! Esta palabra suena de modo extraño en los oídos de un buzo. Pero aquí, dentro de la esfera de seguridad del
Marvin
, la profundidad casi carecía de importancia. Lo que realmente importaba a Bradley era su elevación respecto del fondo del mar, para esquivar posibles obstáculos. Le parecía estar pilotando no un submarino sino un avión de vuelo bajo, que buscara puntos de referencia en medio de una densa niebla…

Aunque «buscar» no era la palabra adecuada, porque él sabía con exactitud dónde estaba su objetivo. El brillante eco de la pantalla de sonar procedía de proa y tan sólo de unos cien metros de distancia. La cámara de televisión lo captaría dentro de un momento, pero Bradley deseaba usar los ojos. Él no era uno de esos hijos de la época del vídeo para los que nada es real hasta que aparece en una pantalla.

Y, frente a las brillantes luces del
Marvin
, se elevaba ya la afilada cuchilla de la proa. Bradley paró el motor, dejando que el pequeño vehículo derivara lentamente hacia aquel acantilado de hierro.

Ahora sólo lo separaban del
Titanic
unos centímetros de duro cristal que soportaban una presión en la que era mejor no pensar mucho. Tenía frente a sí al fantasma que había rondado por las rutas marítimas del Atlántico durante casi un siglo; todavía parecía avanzar, movido por su propia energía, como si acabara de empezar la singladura.

La enorme ancla, velada por las algas, esperaba todavía pacientemente que la bajaran. Y sus toneladas de masa parecían tan amenazadoras que Bradley describió un amplio arco para dirigirse lentamente a la hilera de portillas que contemplaban ciegamente la nada, como los cuencos vacíos de una calavera.

Bradley casi había olvidado la misión cuando la voz del mundo exterior le hizo volver a la realidad con un sobresalto.


Explorer a Marvin
. Estamos esperando.

—Perdón. Estaba contemplando el panorama. Es impresionante: las cámaras no le hacen justicia. Tienes que verlo por ti mismo.

Éste era un viejo tópico que, por lo que a Bradley se refería, había quedado zanjado hacía tiempo. A pesar de que los robots, con sus sensores electrónicos, eran de gran ayuda, más aún, absolutamente indispensables tanto para operaciones de reconocimiento como para los trabajos en sí, nunca daban la imagen completa. La «telepresencia» era maravillosa, pero a veces podía crear una ilusión peligrosa. Podías llegar a creer que estabas experimentando el ciento por ciento de una remota realidad, pero era sólo un noventa y cinco por ciento, y el cinco restante podía ser vital; hombres habían muerto porque todavía no existía la forma de transmitir esas señales de aviso que únicamente el sentido del olfato puede detectar. Aunque había visto miles de fotos y vídeos de los restos, a Bradley le parecía que hasta ahora no había podido calibrarlos.

No se hubiera movido de allí y entonces comprendió la frustración que debió de experimentar Robert Ballard al no tener más que
segundos
para contemplar los restos. Bradley accionó los propulsores de proa, apartó al
Marvin
de la impresionante mole de hierro y se dirigió hacia su verdadero objetivo.

El
Topo
descansaba en una plataforma situada a unos veinte metros del
Titanic
, apuntando hacia abajo con un ángulo de cuarenta y cinco grados. Parecía una nave espacial que se hubiera equivocado de dirección, y se habían hecho muchos chistes malos en los que intervenían las rampas de lanzamiento construidas por los técnicos de ciertos pequeños países europeos.

El taladro cónico de la cabeza ya estaba hincado en el sedimento y unos metros de la ancha cinta de metal que era la «carga» del
Topo
estaban extendidos por el fondo, detrás de la máquina. Bradley situó el
Marvin
en posición a fin de obtener una buena visión y conectó las videograbadoras a gran velocidad.

—Preparados —dijo al exterior—. Empiecen cuenta atrás.

—T menos diez segundos. Guiación inercial en marcha… 7… 6… 5… 4… 3… 2… 1… ¡Arriba! Perdón, quiero decir ¡abajo!

El taladro había empezado a girar y, casi inmediatamente, el
Topo
quedó oculto por nubes de sedimento. Pero Bradley aún pudo verlo desaparecer con sorprendente rapidez; en cuestión de segundos, se había hundido en el lecho marino.

—Plataforma de lanzamiento despejada —informó, utilizando el léxico espacial—. No puedo ver nada. La rampa está oculta por el humo, o sea, el lodo.

»Ya se está posando. El
Topo
ha desaparecido. Sólo queda un pequeño cráter que está llenándose lentamente. Iremos al otro lado a esperarlo.

—No hay prisa. Se calcula que no saldrá antes de treinta minutos como mínimo. ¡La de apuestas que arrastra ese pequeño!

¡Y la de millones de dólares!, pensó Bradley mientras pilotaba el
Marvin
hacia la proa del
Titanic. Si
el
Topo
se atasca antes de completar su misión, «Parky and Co.» tendrán que volver a la mesa de dibujo.

Estaba esperando en el lado de babor cuando, al cabo de cuarenta y cinco minutos, emergió el
Topo
. No trataba de batir una marca de velocidad; su viaje inaugural había sido todo un éxito.

Ya estaba colocada la primera de las treinta fajas, cada una capaz de levantar mil toneladas. Cuando la operación terminara, el
Titanic
podría ser subido desde el fondo del mar como un melón en una bolsa de malla.

Esto era la teoría, y parecía dar resultado. Florida seguía estando muy lejos. Pero ahora había empezado a acercarse.

XXVIX. El sarcófago

—¡Lo encontramos!

Roy Emerson nunca había visto a Rupert Parkinson tan entusiasmado; aquello era muy poco inglés, desde luego.

—¿Dónde? —preguntó—. ¿Estás seguro?

—Noventa y nueve… bueno, noventa y cinco por ciento. Exactamente donde yo esperaba. Había una
suite
vacía que no habían podido terminar a tiempo para el viaje. En la misma cubierta que la del bisabuelo y a pocos metros de distancia. Las dos puertas están atascadas, por lo que tendremos que perforarlas para entrar. Ahora baja el VT a echar un vistazo. Hubieras tenido que estar aquí.

Quizá, pensó Emerson. Pero era un asunto de familia, y se hubiera sentido como un intruso. Además, podía tratarse de una falsa alarma… como la mayoría de rumores de tesoros hundidos.

—¿Cuánto tardaréis en entrar?

—No más de una hora… Es una plancha delgada, y la habremos cortado en un abrir y cerrar de ojos.

—Buena suerte… Manténme al corriente.

Roy Emerson volvió a seguir simulando que trabajaba. Sentía remordimientos cuando no inventaba, y ahora casi nunca inventaba. El intento de ordenar el caos electrónico de sus bancos de datos reclasificándolos le producía la ilusión de estar haciendo algo útil. Por ello, se perdió toda la emoción.

El pequeño grupo reunido en la
suite
de Rupert a bordo del
Glomar Explorer
estaba tan absorto mirando la pantalla del monitor que había olvidado sus bebidas, lo cual no era una gran pérdida, ya que, según la antigua tradición de los barcos como aquél, eran bebidas no alcohólicas.

En aquella ocasión se había congregado gran número de «Parkinson», casi un quórum, dijo alguien. Aunque pocos compartían la confianza de Rupert, aquélla era una buena excusa para visitar el escenario de operaciones. Únicamente George había estado allí antes; William, Arnold y Gloria pisaban el barco por primera vez. El resto del grupo que observaba cómo el VT 3 se deslizaba en silencio por la cubierta del
Titanic
eran oficiales de a bordo y técnicos oceánicos reclutados en media docena de empresas del ramo.

—¿Os habéis fijado en cómo han crecido las algas? —susurró alguien—. Debe de ser por las luces… No estaba así cuando empezamos la operación… El puente parece de los Jardines Colgantes de Babilonia…

Hubo pocos comentarios más y ninguna conversación mientras el VT 3 descendía por la amplia cavidad de la gran escalinata. Hacía un siglo, mujeres elegantes y atildados caballeros habían subido y bajado sobre la gruesa alfombra, sin imaginar su destino ni que dentro de poco más de dos años los cañones de agosto pondrían fin a la dorada era eduardiana que ellos simbolizaban a la perfección.

El VT 3 giró por el pasillo principal de estribor de la cubierta de paseo y pasó por delante de una hilera de camarotes de primera. Avanzaba muy lentamente por aquella zona angosta y la imagen de televisión consistía en fotogramas fijos en blanco y negro que sucedían con intervalos de dos segundos. Todos los datos y señales de control eran transmitidos por un enlace ultrasónico a través de un repetidor instalado en la cubierta. De vez en cuando, se producían molestas interrupciones, la pantalla quedaba en blanco y la única indicación de que el VT 3 seguía existiendo era un silbido agudo. Algún obstáculo absorbía la onda portadora causando una momentánea interrupción de la conexión. Se producía una pausa mientras efectuaba los reconocimientos y correcciones electrónicas pertinentes; después volvía la imagen y el piloto del VT, situado cuatro kilómetros por encima, podía seguir avanzando. Estas interrupciones no contribuían precisamente a mitigar la tensión; hacía varios minutos que en la
suite
de Parkinson no se pronunciaba una palabra. Hubo un suspiro general de alivio cuando el robot se detuvo frente a una puerta lisa sin ninguna indicación. Su pintura blanca deslumbraba a la luz de los focos del VT 3. Era como si los pintores hubieran estado allí la víspera; salvo algún que otro pequeño copo que se había desprendido, la pintura estaba casi intacta.

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