Entonces el VT 3 empezó la difícil y esencial misión de anclaje, un proceso tan difícil debajo del agua como en el espacio. Primeramente, perforó la puerta con dos pernos explosivos y se fijó firmemente a ellos para quedar sujeto a la zona de trabajo.
La luz de la lanza térmica de corte oxieléctrico inundó el corredor, eclipsando los faros del VT 3. La delgada plancha de la puerta no ofreció resistencia a la cuchilla incandescente, herramienta favorita de generaciones de especialistas en reventar cajas fuertes. En menos de cinco minutos se había hecho una abertura de casi un metro de diámetro. Lentamente, el trozo de plancha cayó hacia delante levantando una nube de sedimento al llegar al suelo.
El VT 3 se soltó y ascendió unos centímetros, para mirar por el boquete. La imagen parpadeó y se estabilizó cuando la exposición automática se ajustó a la nueva situación.
Casi inmediatamente, Rupert Parkinson lanzó un silbido de satisfacción.
—¡Aquí están! —gritó—. Lo que yo decía: una… dos… tres… cuatro… cinco… gira la cámara hacia la derecha… seis… siete… un poco más arriba… ¡
Dios mío, qué es eso
!
Después nadie recordaba quién fue el primero que gritó.
Jason Bradley ya había visto algo parecido en una película espacial cuyo título no recordaba. Un astronauta muerto era llevado hacia las estrellas sobre unos brazos mecánicos. Pero el robot
Pietà
subía de las profundidades del Atlántico hacia las lanchas neumáticas que esperaban describiendo círculos.
—Es el último —dijo Parkinson tristemente—. La niña. Todavía no se sabe el nombre.
Lo mismo que los marineros rusos que habían sido depositados en aquella cubierta hacía más de treinta años, pensó Bradley. No pudo evitar que por su cabeza cruzara el estúpido tópico: «He vuelto al punto de partida».
Al igual que muchos de los cadáveres rescatados en la Operación JENNIFER, estos muertos también parecían estar sólo dormidos. Esto era lo más sorprendente e inquietante del caso que acaparaba la atención mundial. Después de lo que nos esforzamos por explicar que no era posible que quedara ni una esquirla de hueso…
—Me sorprende que pudieran identificarlos después de tantos años —dijo a Parkinson.
—Periódicos de la época, álbumes de familia. Incluso los pobres emigrantes irlandeses se retrataban por lo menos una vez en la vida. Sobre todo, si se marchaban de su tierra para siempre. No creo que quede en todo Irlanda ni un desván que los periodistas no hayan registrado durante estos dos últimos días.
El VT 3 había entregado su carga a los buzos enfundados en goma que esperaban en las lanchas neumáticas. Con cuidado, casi con mimo, la colocaron en la plataforma que colgaba de un costado del
Explorer
, suspendida de una grúa. Evidentemente, pesaba muy poco. Un solo hombre pudo manejarla con facilidad.
Obedeciendo a un impulso simultáneo, Parkinson y Bradley se apartaron de la borda; habían visto suficiente de aquel triste ritual. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, cinco hombres y una adolescente habían sido extraídos de la tumba en la que habían permanecido durante casi un siglo, aparentemente más allá del alcance del tiempo.
Cuando estuvieron en la
suite
de Parkinson, Bradley sacó del bolsillo un pequeño módulo informático.
—Aquí está todo —dijo—. El laboratorio de la AIFM ha hecho horas extra. Todavía falta algún detalle, pero el concepto está claro.
»No sé si conocen ustedes la historia del
Alvin
. Durante los primeros días de su carrera, se perdió en aguas profundas. La tripulación consiguió salvarse dejando dentro el almuerzo.
»Cuando, un par de años después, se recuperó el minisubmarino, el almuerzo de la tripulación estaba
exactamente
tal como lo habían dejado. Este fue el primer indicio de que, en agua fría, con escaso contenido de oxígeno, la descomposición orgánica es prácticamente nula.
»Y se han recuperado cadáveres de naufragios en los Grandes Lagos que, al cabo de décadas están perfectamente conservados y todavía puedes ver incluso la expresión de sorpresa en la cara de los marineros…
»Por lo tanto, el primer requisito es que el cadáver esté aislado de los organismos marinos. Eso es lo que ha ocurrido aquí; esas personas quedaron atrapadas cuando buscaban una salida. ¡Los pobres debieron de perderse en territorio de primera! Habían conseguido forzar la cerradura de la otra puerta de la
suite
, pero no pudieron abrir ésta antes de que el agua los alcanzara…
»Pero se necesita algo más que agua fría y estancada. Y esto es lo más fascinante del caso. ¿Ha oído hablar de la gente de las turberas?
—No.
—Yo tampoco, hasta ayer. Pero, de vez en cuando, los arqueólogos daneses encuentran cadáveres perfectamente conservados, al parecer, víctimas de sacrificios, con más de
mil
años. Hasta la última arruga, hasta el último cabello, intactos. Parecen esculturas increíblemente detalladas. ¿La causa? La causa es que fueron enterrados en la turba, y el tanino los protegía de la descomposición. ¿Recuerda los zapatos que encontramos alrededor de los restos? El cuero estaba intacto.
Parkinson no era tonto, aunque a veces adoptaba aires de personaje de P. G. Wodehouse; sólo tardó segundos en establecer la asociación.
—¿Tanino? ¿Cómo? ¡Claro! ¡Las cajas de té!
—Exactamente; varias se abrieron con el impacto. Pero nuestros químicos dicen que el tanino sólo es responsable en parte. Naturalmente, el barco estaba recién pintado, y las muestras de agua que hemos analizado tienen mucho arsénico y plomo, un medio muy poco saludable para cualquier bacteria.
—Estoy seguro de que ésta tiene que ser la causa —dijo Parkinson—. ¡Qué extraordinarias piruetas del Destino! Ese té ha servido para mucho más de lo que se pudiera imaginar, y me temo que el bisabuelo nos haya traído muy mala suerte. Ahora que todo iba tan bien…
—Bradley sabía a qué se refería Parkinson exactamente. A las acusaciones de profanadores de una reliquia histórica se unían ahora las de ladrones de tumbas y, por extraña circunstancia, una tumba aparentemente muy reciente.
Thomas Conlin, Patrick Dooley, Martin Gallagher y sus tres aún anónimos compañeros, olvidados desde hacía tiempo habían hecho cambiar la situación.
Era una paradoja que sin duda encantaría a cualquier buen irlandés. De pronto, con el descubrimiento de sus muertos, el
Titanic
había cobrado vida.
—Ya tenemos la solución —dijo un cansado pero triunfante Kato.
—Me pregunto si eso importará ya —respondió Donald Craig.
—Oh, toda esa histeria no durará. Nuestros Relaciones Públicas ya están en ello, lo mismo que los de Parky. Hemos celebrado un par de reuniones en la cumbre para delinear una estrategia conjunta. Incluso tal vez eso resulte beneficioso para ambas partes.
—No veo cómo…
—Es evidente, gracias a nuestra…, bueno, a la minuciosa exploración de Parky, esa pobre gente va a tener por fin un entierro cristiano en su propio país. A los irlandeses les encantará. No se lo diga a nadie, pero ya estamos en conversaciones con el Papa.
A Donald el desenfado de Kato le resultaba ofensivo. Y no digamos a Edith que parecía fascinada por la encantadora niña a la que el mundo llamaba Colleen.
—Más le valdrá tener cuidado. Puede que algunos sean protestantes.
—No es probable. Todos embarcaron en el Sur, ¿no?
—Sí… En Queenstown. Pero hoy no lo encontrará en el mapa; nombres como éste no eran muy populares después de la Independencia. Ahora se llama Cobh.
—¿Cómo se escribe?
—C–O–B–H.
—Bien, pues hablaremos con los arzobispos y con quien sea y hasta con los cardenales, para no dejar nada al azar. Pero deje que le explique lo que han preparado nuestros técnicos. Si funciona, será mucho mejor que la hidracina. Y es posible que incluso Bluepeace empiece a hacernos propaganda y a gritar estómagos a nuestro favor.
—Eso sería un buen cambio. Más aún: un milagro.
—¿Y cuáles son las virtudes de ese milagro en particular?
—En primer lugar, aumentaremos el tamaño de nuestro iceberg para conseguir mayor fuerza elevadora. Por lo tanto, sólo necesitaremos unas diez kilotoneladas de flotabilidad extra. Para esto
podríamos
utilizar el sistema de Parky, y en un principio temimos tener que recurrir a él. Pero existe una forma mucho más limpia de hacer bajar el gas.
Electrolisis
. Descomponer el agua en oxígeno e hidrógeno.
—Ésa es una vieja idea. ¿No necesitará enormes cantidades de corriente? ¿Y qué hay del riesgo de explosión?
—Una pregunta tonta, Donald. Los gases irán a diferentes electrodos, y estarán separados por una membrana. Pero tiene razón en lo de la corriente. ¡La tira de vatios/hora! Pero los tenemos; cuando nuestros submarinos nucleares hayan acabado de alimentar a los elementos de congelación Peltier, los dedicaremos a la electrolisis. Tal vez tengamos que alquilar otra unidad. Ya le dije que los ingleses y los franceses están deseando entrar en la operación, por lo que
eso
no sería problema.
—Muy elegante —dijo Donald—. Y ahora comprendo lo de que Bluepeace iba a alegrarse. Todo el mundo está a favor del oxígeno.
—Exactamente. Y cuando subamos los balones, todos respiraremos mejor. Por lo menos, eso dirán nuestros Relaciones Públicas.
—Y el hidrógeno se irá directamente a la estratosfera sin molestar a nadie. Oh, ¿y la pobre capa de ozono? ¿Hay algún peligro de que se le hagan más agujeros?
—Hemos comprobado eso, desde luego. No quedará mucho peor de lo que ya está. Lo cual no es decir gran cosa, desde luego.
—¿No sería preferible
embotellar
los gases? Ustedes producirán cientos de toneladas de oxígeno e hidrógeno a cuatrocientas atmósferas. Eso debe de tener valor. ¿Por qué tirarlo?
—Sí; también lo habíamos pensado. Es algo marginal, aumenta la complejidad de la operación, los costes de los barcos cisterna, etcétera. Podríamos probarlo a título experimental… y desde luego siempre se podría recurrir a ello si los ecologistas vuelven a ponerse pesados.
—Ha pensado usted en todo, ¿verdad? —dijo Donald con franca admiración.
Kato movió la cabeza lentamente.
—Nuestro amigo Bradley me dijo una vez: «Cuando tú crees que lo tienes todo previsto, al mar siempre se le ocurre algo más». Son palabras sabias que nunca olvidaré. Ahora tengo que colgar. Oh, recuerdos a Edith.
Hasta la primera década del nuevo siglo, el gran trasatlántico hundido y los restos esparcidos en derredor seguían estando en el mismo sitio, pero no intactos. Ahora, en vísperas del 2010, era un hormiguero de actividad; mejor dicho, dos hormigueros, a mil metros uno de otro.
El entramado que envolvía la parte de la proa estaba casi completo, después de que el
Topo
colocara satisfactoriamente veinticinco gruesas bandas debajo del casco: sólo faltaban cinco. La mayor parte del lodo que se había amontonado en torno a la proa cuando ésta se hincó en el fondo, había sido retirado por potentes chorros de agua, y las grandes anclas ya no estaban medio sepultadas en el sedimento.
Más de veinte mil toneladas de flotabilidad habían sido aportadas por otros tantos metros cúbicos de microesferas empaquetadas y colocadas estratégicamente en torno al entramado y en algunos lugares del casco, allí donde la estructura podía soportar la tensión. Pero el
Titanic
no se había movido ni un milímetro del lugar en el que reposaba, ni nadie esperaba que se moviera; hacían falta otras diez mil toneladas de fuerza elevadora para sacarlo del Iodo e iniciar la larga subida a la superficie.
En cuanto a la maltrecha popa, ésta había desaparecido ya dentro de un bloque de hielo que había ido formándose lentamente. Los medios de comunicación solían citar los versos de Hardy: «En la distancia silente y umbría, también el iceberg crecía…». Aunque poco imaginaba el poeta que se diera esta aplicación a sus palabras. Profusamente, y no menos fuera de contexto, se citaba también otra estrofa. Ambos consorcios, «Parkinson» y «Nip–pon–Turner», estaban hartos de oír que
Estaban empeñados,
por sendas coincidentes,
en ser las dos mitades de un augusto evento.
Ellos esperaban que fuera «augusto», desde luego, pero no, por poco que pudieran evitarlo, «coincidente».
Prácticamente todo el trabajo hecho en una y otra parte del barco había sido teledirigido desde la superficie; sólo en casos críticos se recurría a la presencia de seres humanos sobre el terreno. Si en el siglo anterior se habían perfeccionado enormemente los sistemas para la explotación de yacimientos petrolíferos submarinos, más aún había avanzado, durante la última década, la tecnología robótica subacuática. Los beneficios serían enormes, aunque, como Rupert Parkinson solía observar irónicamente, serían otros los que más se aprovecharan de ellos.
Desde luego. Había habido problemas, averías, incluso accidentes; pero ninguno ocasionó pérdida de vidas humanas. Durante un temporal de invierno el
Explorer
se había visto obligado a abandonar la base de operaciones, con gran disgusto de su capitán que lo consideraba una indignidad para una persona de su pericia marinera. Sus mareados pasajeros no compartían sus sentimientos.
Pero los trabajos que se realizaban en la popa no se habían interrumpido ni siquiera ante aquel alarde de ferocidad del Atlántico Norte. A doscientos metros de profundidad, los submarinos nucleares desmovilizados y rebautizados
Matthew Fontaine Maury y Pedro el Grande
, en honor, respectivamente, de un pionero de la oceanografía y de un famoso constructor de barcos, casi ni se enteraron de la tempestad. Sus reactores siguieron derramando megavatio tras megavatio de corriente de baja tensión al fondo del mar y haciendo subir una columna de agua caliente, resultante del calor generado por el proceso que se operaba en los restos del trasatlántico.
Este calentamiento artificial había deparado una ventaja inesperada, ya que la corriente ascendente arrastraba a la superficie nutrientes que, de otro modo, hubieran permanecido en el fondo. La consiguiente proliferación del plancton fue muy agradecida por la población piscícola, y aquel año las capturas de bacalao habían batido todos los récords. Las autoridades de Terranova habían solicitado formalmente que los submarinos permanecieran en su actual emplazamiento cuando expiara su contrato con la «Nip–pon–Turnen».