—Es un trabajo muy difícil —dijo el guía con evidente admiración—. El mayor problema es el de impedir que el hielo se rompa y salga a flote espontáneamente. De manera que hay mucha estructura interior que no puede verse. Y también, en lo alto, una especie de tejado.
Uno de los pasajeros que, evidentemente, no había prestado atención a las explicaciones, preguntó:
—¿Y esos globos? ¿No dice que a esta profundidad no se puede bombear el aire?
—No lo suficiente como para elevar una masa semejante. Pero eso no es aire. Esas bolsas de flotación contienen H
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y 0
2
: hidrógeno y oxígeno liberados por electrolisis. ¿Ven esos cables? Están bajando millones, miles de millones de amperios/hora desde los dos submarinos nucleares situados a cuatro kilómetros por encima de nosotros; electricidad suficiente para una ciudad pequeña.
El joven miró su reloj.
—Lo siento, aquí no hay mucho que ver. Haremos una pasada en cada sentido y volveremos a casa.
El
Piccard
soltó lastre, que después sería recogido y enviado a la superficie por el cable elevador situado en la proa del
Titanic
. Era el momento de empezar a firmar la cartulina de recuerdo que, para la mayoría de pasajeros, supuso una sorpresa…
S.G.P. «Piccard» R.M.S. «Titanic»
14 de octubre, 2011 14 de abril, 1912
Almuerzo
Consommé Fermier «Cockie Leekie»
Filetes de rodaballo
Huevos Argenteuil
Pollo Maryland
Cecina de vaca, Verduras, empanadillas
Grill
Chuletas de cordero
Puré de patata, patatas fritas, patatas al horno
Flan
Merengue de manzana, Pastelería
Buffet
Salmón con mayonesa, Langostinos en conserva
Anchoas noruegas, Arenque en escabeche
Sardinas natural y ahumadas
rosbif
Redondo de vaca en adobo
Pastel de ternera y jamón
Jamón de Virginia y de Cumberland
Salchicha de Bologna, Queso de cerdo
Galantina de pollo
Lengua de buey en conserva
Lechuga, Remolacha, Tomates
Quesos
Cheshire, Stilton, Gorgonzola, Edam,
Camembert, Roquefort, St. Ivel,
Cheddar
Cerveza de barril de Munich helada, 3 y 6 peniques la jarra
—Lo lamento, pero no disponemos de algunos de los platos del menú —dijo el guía en tono de festiva disculpa—. La cocina del
Piccard
es limitada. Ni siquiera tenemos microondas: consume demasiada energía. Por lo tanto, les agradeceré que no se fijen en el grill; puedo asegurarles que el buffet frío es delicioso. También tenemos
algún que otro
queso, aunque sólo los más tiernos. El Gorgonzola no es apto para un lugar tan pequeño…
»Oh, sí, la cerveza… Es auténtica de Munich, y nos ha costado un poco más de tres peniques la jarra, incluso más de seis.
»Que aproveche, señoras, señores. Dentro de una hora, estaremos en la superficie.
No fue fácil de organizar, e hicieron falta meses de negociaciones entre uno y otro lado de la frontera. Sin embargo, las ceremonias del funeral conjunto se celebraron sin tropiezo: por una vez, compartiendo una misma tragedia, cristianos pudieron hablar con cristianos en tono cortés. La circunstancia de que uno de los muertos procediera de Irlanda del Norte contribuyó a ello en buena medida; los féretros pudieron recibir sepultura simultáneamente en Dublín y Belfast.
Cuando, lentamente, se apagaron las notas del
Lux aeterna
de la Misa de Réquiem de Verdi, Edith Craig se volvió hacia Dolores y le preguntó:
—¿No crees que debería decírselo ya al doctor Jafferjee? De lo contrario, pensará que estoy otra vez loca.
Dolores frunció el entrecejo y, con su cadencioso acento caribeño que un día le permitió llegar hasta el recóndito lugar en el que se había escondido la mente de Edith, respondió:
—Por favor, cariño, no uses esa palabra. Sí; creo que deberías decírselo. Ya es hora de que hablemos con él. Estará preocupado. No es como muchos médicos que conozco; él se interesa de verdad por sus pacientes. Para él no son, simplemente, un número.
El doctor Jafferjee estuvo encantado de recibir la llamada de Edith; se preguntaba de dónde procedía, pero ella no se lo dijo. Podía ver que estaba en una habitación con muebles de mimbre (ah, probablemente el trópico: ¿la isla de Dolores?) y le alegró observar que parecía completamente relajada. Había dos grandes fotografías en la pared a su lado y reconoció en una a Ada y, en la otra a «Colleen».
El médico y su ex paciente se saludaron efusivamente y Edith dijo con cierto nerviosismo:
—Quizá piense que me propongo empezar otra búsqueda desesperada y tal vez tenga razón. Pero, por lo menos, ahora sé lo que hago y voy a trabajar con algunos de los mejores científicos del mundo. Quizá las posibilidades de éxito sean de una entre un millón. Pero es infinitamente…, repito, infinitamente mejor que tratar de hallar lo que necesitas en el conjunto M.
No lo que necesitas sino lo que ansías, pensó el doctor Jafferjee. Y en voz alta dijo con cautela:
—Adelante, Edith. Estoy intrigado y completamente en ayunas.
—¿Qué sabe de la criónica?
—No mucho; sé que mucha gente ha sido congelada. Pero no está demostrado que se pueda… Ya veo lo que pretende. ¡Una idea fantástica!
—¿Pero no ridícula?
—Bien, su cálculo de una probabilidad entre un millón puede ser optimista. Pero, para semejante resultado… No; yo no diría que sea ridícula. Y no crea que voy a pedir a Dolores que la mande a la clínica en el primer avión. Aunque su proyecto no tenga éxito, podría ser la mejor terapia posible.
Pero sólo si no te dejas avasallar por el fracaso, agregó mentalmente. Un fracaso casi inevitable. De todos modos, para eso aún faltaban años…
—Me alegro de que piense usted así. Cuando me enteré de que iban a conservar a Colleen, con la esperanza de identificarla,
supe
lo que tenía que hacer. Yo no creo en el Destino, pero ¿cómo iba a desperdiciar semejante oportunidad?
¿Cómo ibas a desperdiciarla?, pensó Jafferjee. Perdiste a una hija y ahora esperas ganar otra. Una Bella Durmiente, despertada no por un apuesto príncipe sino por una princesa de mediana edad. No; una bruja, aunque una bruja buena que posee unos poderes que una muchachita irlandesa del siglo XIX no habría podido ni soñar.
Si… si diera resultado, ¡qué extraño mundo el que vería Colleen!
Ella
sí que iba a necesitar ayuda psicológica. Pero ésta era una especulación disparatada.
—No es que quiera desanimarla —dijo Jafferjee—. Pero, aunque pudiera reanimar el cuerpo, ¿no habría daños irreversibles en el cerebro, al cabo de cien años?
—Eso es lo que yo temía cuando empecé a pensar en ello. Pero las investigaciones parecen indicar que la idea es plausible. He descubierto cosas sorprendentes, más aún: asombrosas. ¿Ha oído hablar del profesor Ralph Merkle?
—Vagamente.
—Hace más de treinta años, él y un grupo de jóvenes matemáticos revolucionaron la criptografía al inventar el sistema de clave pública. No voy a explicarle ahora en qué consiste, pero de la noche a la mañana, hizo que todas las máquinas codificadoras y muchas redes de espionaje del mundo quedaran anticuadas.
»Entonces, en 1990… no, en 1989, publicó un trabajo, que se ha convertido en un clásico, titulado «Reparación de las moléculas cerebrales…».
—¡Ah,
ese
individuo!
—Bien… Estaba segura de que tenía que haber oído hablar de su trabajo. Él decía que, aunque existiera grave daño en el cerebro, podría ser reparado por las máquinas de tamaño molecular que estaba seguro de que serían inventadas en el siglo siguiente.
Ahora
.
—¿Y han sido inventadas esas máquinas?
—Muchas de ellas. Por ejemplo, los microbuses teledirigidos por ordenador que los cirujanos utilizan para reparar las arterias en la apoplejía. Hoy en día, no puedes mirar un canal de ciencia sin ver los últimos avances de la nanotecnología.
—¡Pero reparar todo un cerebro, molécula a molécula! ¡Una cifra astronómica!
—Aproximadamente, diez a la vigésimo tercera. Un número trivial.
—¡Vaya! —Jafferjee no estaba seguro de que Edith hablara en serio. Pero, realmente, así era—. Bien, supongamos que repara usted el cerebro hasta el último detalle. ¿Devolvería eso la vida a la persona, con todos sus recuerdos, emociones y demás…, lo que sea que singulariza al individuo y lo hace consciente de sí mismo?
—¿Podría darme una razón por la que no hubiera de ser así? Yo no creo que el cerebro sea mucho más misterioso que el resto del cuerpo… Y sabemos cómo funciona el cuerpo, por lo menos, en principio, si no con detalle. De todos modos, sólo hay una forma de descubrirlo… y el proceso nos permitirá aprender muchas cosas.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará?
—Pregúntemelo dentro de cinco años. Entonces quizá sepa si necesitaremos otra década… o un siglo… o una eternidad.
—Sólo puedo desearle suerte. Es un proyecto fascinante y va a tener muchos problemas, además de los puramente técnicos. La familia, por ejemplo, si llega a localizarse.
—No parece probable. La última teoría apunta a que era una polizón, por lo que no estaba en la lista de pasajeros.
—Bien, entonces la Iglesia. Los medios de comunicación. Miles de patrocinadores. «Negros» que querrán escribir su autobiografía. Estoy empezando a sentir compasión por la pobre muchacha.
Y no pudo menos que pensar, aunque eso no lo dijo en voz alta: Espero que Dolores no tenga celos.
Donald, desde luego, se quedó sin habla e indignado. Los maridos (y las esposas) reaccionaban siempre del mismo modo en estas ocasiones.
—¿Y no ha dejado un mensaje? —preguntó con incredulidad. El doctor Jafferjee movió la cabeza.
—No hay razón para preocuparse. Ella se pondrá en contacto con usted tan pronto como se instale. Tardará algún tiempo en ambientarse. Dale unas semanas.
—¿Sabe a dónde ha ido?
El médico no contestó, lo cual era en sí una respuesta bastante elocuente.
—Bien; por lo menos, ¿está seguro de que se encuentra bien?
—No me cabe la menor duda; no podría estar en mejores manos. —El psiquiatra hizo una de aquellas largas pausas que formaban parte de su táctica profesional—. ¿Sabe una cosa, Mr. Craig? Yo debería estar enfadado con usted.
—¿Por qué? —preguntó Donald con sincero asombro.
—Me ha hecho perder al mejor elemento de mi personal, mi mano derecha.
—¿La enfermera Dolores? ¡Ya me extrañaba no verla! Quería darle las gracias por todo lo que ha hecho.
Otra de aquellas pausas calculadas y el doctor Jafferjee dijo:
—Dolores ha ayudado a Edith mucho más de lo que usted imagina. Evidentemente, usted no puede sospecharlo y tal vez le escandalice. Pero debo decirle la verdad, le ayudará a hacer sus propios ajustes.
»La orientación primordial de Edith no es hacia los hombres… Y Dolores los aborrece francamente, aunque a veces, amablemente, hacía una excepción conmigo…
»Ella consiguió conectar con Edith en el plano físico antes incluso de que nosotros conectáramos en el psíquico. Se harán bien mutuamente. Pero yo voy a echarla de menos, maldita sea.
Donald Craig, quedó pasmado durante un momento. Luego exclamó:
—¿Quiere decir que tenían un lío? ¿Y usted lo sabía?
—Naturalmente que lo sabía. Mi misión de médico consiste en ayudar a mis pacientes de todas las formas posibles. Usted es una persona inteligente, Mr. Craig. Me sorprende su asombro.
—Desde luego, eso es una conducta muy poco profesional…
—¡Qué tontería! Todo lo contrario, es plenamente profesional. Oh, desde luego, en el bárbaro siglo XX, muchas personas hubieran estado de acuerdo con usted. ¿Puede creer que en aquel entonces era
delito
que el personal de instituciones como la nuestra mantuviera relaciones sexuales con los pacientes a pesar de que ello hubiera sido la mejor terapia posible para ellos?
»La epidemia del SIDA tuvo una consecuencia buena: al barrer los últimos vestigios de la aberración puritana, obligó a la gente a ser sincera. Mis colegas hindúes, con sus prostitutas en los templos y sus imágenes eróticas iban por el buen camino desde el principio. Es lástima que Occidente tardara tres mil años en ponerse a su nivel.
El doctor Jafferjee hizo una pausa para tomar aliento, dando tiempo para que Donald pusiera en orden sus ideas. Éste no podía menos que darse cuenta de que el médico había perdido parte de su ecuanimidad profesional. ¿Se interesaba por la inaccesible Dolores? ¿O tenía problemas más profundos?
Desde luego, todo el mundo sabía por qué a ciertas personas les daba por dedicarse a la psiquiatría.
Con un poco de suerte, podías curarte a ti mismo. Y, aunque no lo consiguieras, el trabajo era interesante y la paga, excelente.
Jason Bradley estaba en el puente del
Glomar Explorer
siguiendo por el monitor las evoluciones de J. J. por el fondo del mar cuando sintió aquel brusco mazazo. Los dos técnicos electrónicos que miraban las pantallas no lo acusaron. Probablemente, lo atribuyeron a una alteración en el incesante fragor de la maquinaria del barco. Sin embargo, durante un instante de angustia, Jason pensó en otra sacudida que, casi un siglo atrás, la mayoría de pasajeros tampoco notó…
Pero, naturalmente, el
Explorer
estaba anclado (en cuatro kilómetros de agua, ¡cómo habría asombrado esto al capitán Smith!) y ningún iceberg podía acercársele sin ser detectado por el radar. Ni, a la velocidad de deriva, podía hacer mucho más que rayar la pintura.
Antes de que Jason pudiera siquiera llamar al centro de comunicaciones, una estrellita roja empezó a parpadear en la pantalla del satfax. Además, una penetrante alarma acústica que estaba garantizada para hacerte rechinar los dientes con su gorjeo de un kilociclo, empezó a sonar en el altavoz de la unidad que sólo se utilizaba en casos excepcionales. Incluso los dos marineros de tierra que estaban a su lado tuvieron que advertir entonces que
algo raro
ocurría.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de ellos, alarmado.