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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (24 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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Realmente, algunas regiones todavía mostraban señales de pasadas mejoras. Los océanos de Marte se habían reducido a un puñado de lagos de poca profundidad, pero en la franja ecuatorial sobrevivían los grandes bosques de pinos mutados. Durante muchos siglos mantendrían y protegerían la ecología que habían sido diseñados para crear.

Venus (llamada en tiempos Nuevo Edén) volvía a ser el infierno de antes, y de Mercurio no quedaba nada. Milenios de minería astral habían desgastado esta reserva de metales pesados del Sistema. El resto de su núcleo (con la inesperada y providencial ventaja de sus monopolos magnéticos) había sido utilizado para construir las naves de la Flota del Éxodo.

Y Plutón, naturalmente, había sido engullido por la temible singularidad que los mejores científicos de la raza humana en vano trataban de comprender mientras huían en busca de soles más seguros. De esta antigua tragedia ya no quedaba huella cuando el Explorador cayó a la Tierra desde el espacio exterior, siguiendo una senda invisible.

La sonda interestelar que el mundo había lanzado hacia el núcleo de la Galaxia había explorado una docena de estrellas antes de que sus señales fueran interceptadas por otra civilización. El Explorador sabía, con unas docenas de años–luz de margen, el punto de partida de la primitiva máquina cuya trayectoria seguía en sentido inverso. Había explorado casi un centenar de sistemas solares y descubierto mucho. El planeta al que ahora se acercaba difería poco de los inspeccionados; no había motivo para sentirse excitado, aunque el Explorador hubiera sido capaz de experimentar tal emoción.

El espectro de radio estaba en silencio, salvo por los siseos y crepitaciones del fondo cósmico. No se percibían aquellas brillantes redes que envolvían a la mayoría de los mundos tecnológicamente desarrollados. Cuando el Explorador entró en la atmósfera, tampoco encontró vestigios químicos de desarrollo industrial.

Automáticamente, pasó a la rutina normal de exploración y se disolvió en un millón de componentes que se esparcieron por la faz del planeta. Algunos no volverían, pero seguirían enviando información. No importaba; el Explorador siempre podía crear otros para sustituirlos. Sólo su núcleo central era indispensable, y de él había copias de seguridad archivadas en todos los ángulos de las tres dimensiones del espacio normal.

La Tierra había orbitado al Sol sólo unas cuantas veces cuando el Explorador había recogido ya toda la información fácilmente accesible del planeta abandonado. Era muy escasa: megaaños de vientos y lluvias habían arrasado todas las ciudades construidas por el hombre, y el lento movimiento de las placas tectónicas había cambiado por completo la forma de las tierras y los mares. Los continentes eran ahora océanos; el fondo del mar se había convertido en llanuras que después se habían plegado en montañas…

…La anomalía era sólo un levísimo eco en una antenaneutrínica, pero inmediatamente atrajo la atención. A la Naturaleza le repelían las rectas, los ángulos, las formas repetidas… salvo en la escala de los cristales y los copos de nieve. Esto era millones de veces mayor, incluso dejaba pequeño al Explorador. Sólo podía ser obra de la inteligencia.

El objeto estaba en el corazón de una montaña, debajo de kilómetros de roca sedimentaria. Para llegar hasta él necesitaría sólo unos segundos. Excavarlo sin dañarlo y descubrir todos sus secretos podía exigir meses o años. Se repitió la exploración con resolución mayor. Ahora se observó que el objeto estaba construido de aleaciones férricas de un tipo extremadamente simple. Una civilización capaz de construir una sonda interestelar nunca habría usado materiales tan rudimentarios. El Explorador casi sintió decepción…

No obstante, a pesar de lo primitivo que era el objeto, no se había encontrado ningún otro artefacto de tamaño o complejidad comparables. Al fin y al cabo, quizá valiera la pena extraerlo.

Los sistemas de alto nivel del Explorador estudiaron el problema durante muchos, muchos microsegundos, analizando todas las posibilidades que pudieran aparecer. Al fin, el Maestro Analista tomó una decisión.

—Empecemos.

Fuentes y agradecimiento

El R.M.S. Titanic
me ha obsesionado durante toda mi vida, como queda ampliamente demostrado por el siguiente extracto de
Arthur C. Clarke's Chronicles of the Strange and Mysterious
(Crónicas de Arthur C. Clarke sobre lo extraño y misterioso, Collins, 1987):

Mi primera tentativa de escribir un relato largo de ciencia–ficción (que, afortunadamente, fue destruido hace tiempo) se refería al consabido desastre de las rutas espaciales, la colisión entre una nave interplanetaria y un gran meteorito (o pequeño cometa, si lo prefieren. Por cierto que me sentía muy orgulloso del título,
Icebergs of Space
[Icebergs del espacio]). En aquellos momentos yo ni soñaba siquiera que tales cosas existieran en realidad. Siempre he sido excesivamente aficionado a los finales sorpresa. En la última línea, yo revelaba el nombre de la nave espacial siniestrada. Era…, ¡esperen!, mi
Titanic
.

Más de cuatro décadas después, retomé el tema en
Imperial Earth
(Tierra imperial, 1976) y llevé los restos de la nave a Nueva York para celebrar el Tricentenario de 2276. Desde luego, cuando lo escribí nadie sabía que el barco estaba partido en dos partes muy dañadas.

Entretanto, yo había conocido a Bill MacQuitty, cineasta irlandés (y muchas cosas más) a quien está dedicado este libro. Visto el éxito de su magnífica novela A
Night to Remember
(Una noche inolvidable, 1958), Bill estaba decidido a llevar al cine mi novela
A Fall of Moondust
(Una precipitación de polvo lunar, 1961); pero la Rank Organisation se negó a dejarse arrastrar al mundo de la fantasía (hombres en la Luna, ¿qué te parece?) y el proyecto fue rechazado. Ahora me complace decir que otro buen amigo, Michael Deakin, está haciendo de la novela una miniserie de televisión. Si desean ustedes descubrir cómo conseguimos encontrar mares de polvo en la Luna, manténgase en nuestra sintonía.

También estoy en deuda con Bill MacQuitty por las fotografías, planos, dibujos y documentos sobre el
Titanic
, especialmente el menú que se reproduce en el capítulo XXXVI, «El último almuerzo». El bello libro
Irish Gardens
(Jardines irlandeses, texto de Edward Hyams; Macdonald, Londres, 1967) también me ha servido de gran inspiración.

Es un placer hacer constar que el director de fotografía de Bill fue Geoffrey Unsworth, quien, una década después, filmó también
2001. Una Odisea del espacio
. Todavía recuerdo a Geoffrey andando por el plató con una expresión levemente admirada, diciendo a todos: «Llevo cuarenta años en la industria… y Stanley acaba de enseñarme algo que no sabía». Michael Crichton me ha recordado que
Superman
fue dedicada a Geoffrey, quien murió durante el rodaje y que está en el recuerdo de todos los que han trabajado con él.

Desde luego, esta novela no hubiera sido posible sin consultar dos clásicos del tema,
A Night to Remember
, de Walter Lord (Allen Lane, 1976) y
The Discovery of the Titanic
(El descubrimiento del
Titanic
) de Robert Ballard (Madison Press Books, 1987). Ambos, espléndidos. Otros dos libros también muy valiosos para mí son
The Night Lives On
(La noche sigue viva, de Walter Lord, William Morrow, 1986) reciente «continuación» de la aventura
y Her Name Titanic (Su
nombre,
Titanic
, Avon 1990) de Charles Pellegrino. También estoy muy agradecido a Charlie (que aparece en el capítulo XLIII) por un gran caudal de información técnica sobre «la crianza del bebé», empresa que los dos consideramos con sentimientos encontrados.

The Wreck of the Titanic Foretold?
de Martin Gardner (¿El naufragio del
Titanic
, profetizado? Prometheus Books, 1986) reproduce la extraordinaria novela de Morgan Robertson
The Wreck of the Titan
(El naufragio del
Titan
, ¡1898! a la que Lord Aldiss se refiere en el capítulo IX). Martin atribuye la coincidencia a las dotes de adivinación de Robertson; de todos modos, si alguien prefiere pensar que hubo
un poco
de retroacción de 1912, yo no tengo nada que objetar…

Dado que muchos de los hechos que se relatan en esta novela ya han ocurrido (o están a punto de ocurrir), en muchos casos, ha sido necesario mencionar a personas reales. Espero que mi ocasional extrapolación de sus actividades les divierta.

«El Síndrome del siglo» (capítulo IV) preocupa ya a mucha gente, aunque tendremos que superar hasta el 01.01.00 para ver si las cosas van tan mal como apunto. Mientras escribía este libro, el doctor Charles Fowler, mi más viejo amigo americano (GCA
[3]
1942, aunque a los dos nos cueste trabajo creerlo) me envió un artículo del
Boston Globe
titulado «Los programas maestros tienen un problema con el año 2000». Por consiguiente, en la profesión circula el chiste de que todos se retirarán en 1999. Veremos…

Desde luego, este problema no ocurrirá en el 2099. Para entonces, los ordenadores ya podrán cuidar de sí mismos.

El molusco gigante del capítulo XII no es invención mía. En
Arthur C. Clarke's Mysterious World
(El mundo misterioso de Arthur C. Clarke, Collins, 1980) se dan detalles (y fotografías) de esta impresionante criatura. El
Octopus giganteus
fue identificado en primer lugar por F. G. Wood y el doctor Joseph Gennaro
(Natural History
, marzo, 1971) a quienes me cupo el placer de recibir en mi serie de televisión
Mysterious Worlds
.

La útil indicación sobre las alergias de los pulpos (por ejemplo, qué han de hacer si encuentran uno en su cuarto de baño) procede de
Octopus and Squid: The Soft Intelligence
(El pulso y el calamar: la inteligencia blanda) de Jacques–Yves Cousteau y Philippe Diole (Cassell, 1973).

Y aquí debo mencionar algo que me intriga desde hace años. En su libro, Jacques afirma que, si bien sus buzos han jugado con pulpos cientos de veces, no han sido mordidos ni una sola vez, ni han oído hablar de semejante incidente. Bien… la
única
vez que yo cogí un pulpo, frente a las costas de Australia, ¡me mordió! (Véase
The Coast of Coral
(La costa de coral, Harper and Row, 1956). Soy incapaz de explicar este completo fallo de la ley de probabilidades.

Según la revista
Omni
, la pregunta que se describe en el capítulo XIII apareció realmente en una prueba psicotécnica de un Instituto de Enseñanza Media, y únicamente un alumno prodigio descubrió que la solución estaba equivocada. Yo todavía lo encuentro asombroso. Los escépticos pueden pasar unos minutos muy provechosos con unas tijeras y un pedazo de cartulina. La aún más increíble historia de Srinivasa Ramanujan,
passim
mencionado en el mismo capítulo, puede hallarse en
A Mathematician's Apology
(Disculpa de un matemático), pequeño clásico de G. H. Hardy y, para mayor comodidad, en el tomo I de
The World of Mathematics
(El mundo de las matemáticas) de James Newman.

Tengo que dar las gracias a mi viejo amigo de Sri Lanka Cuthbert Charles y a sus compañeros Walter Jackson y Danny Stephens (todos ellos, de la Brown & Root Vickers Ltd.) y a Brian Redden (director de división de los Servicios Técnicos de Wharton Williams) por un curso intensivo en operaciones de extracción de petróleo en plataformas continentales. Gracias a ellos, no cometo (así lo espero) errores garrafales, aunque en modo alguno son responsables de mis libres extrapolaciones de sus realmente asombrosas hazañas… comparables ya a mucho de lo que haremos en el espacio el siglo próximo. Pido perdón por agradecer su amabilidad saboteando su buen hacer.

La historia de la Operación JENNIFER de 1974 nunca se ha contado del todo, ni se contará. Para sorpresa mía, su director resultó ser un viejo conocido, y le estoy muy agradecido por sus respuestas, evasivas pero no del todo vanas, a mis preguntas. En general, yo prefiero no saber demasiado acerca de los sucesos de aquel lejano verano, para no sentirme coartado por la cruda realidad.

Mientras escribía esta novela, descubrí con regocijo otra obra de ficción en la que se utiliza al
Glomar Explorer
, pero (¡afortunadamente!) para un objetivo totalmente diferente:
Ship of Gold
(Barco de oro) de Thomas Allen y Norman Polmar (Macmillan, 1987).

También muchas gracias a varios conocidos de la CIA y del KGB que prefieren mantener el anonimato.

Un informante al que me complace identificar es el profesor William Orr del departamento de Geología de la Universidad de Oregón, compañero mío en el
campus
flotante S.S.
Universe
. Los planos y documentación que me facilitó acerca del
Glomar Explorer
(que ahora languidece en Suisun Bau, California, entre Vallejo y Martínez: se le puede ver desde la autopista 680) resultaron aportaciones esenciales.

El descubrimiento de grandes explosiones en el fondo del mar al que se refiere el capítulo XXXIII fue descrito por David B. Prior, Earl H. Doyle y Michael J. Kaluz en
Science
, vol. 243, 27 de enero de 1989, pp. 517–519, bajo el título «Pruebas de erupciones sedimentarias en el fondo del mar, golfo de México».

El mismo día en que yo hacía las correcciones finales de este manuscrito, me enteré de que existen pruebas según las cuales la perforación para la extracción de petróleo puede ocasionar terremotos. El 28 de octubre de 1989,
Science News
cita un trabajo de Paul Segall del US Geological Survey que hace esta afirmación en el número de octubre de 1969 de
Geology
. La nueva neolítica que se cita en el capítulo XXXIV se encuentra en
Nature
, 176, 608, 1978.

El impresionante artículo de Ralph C. Merkle, «Molecular Repair of the Brain» (Reparación molecular del cerebro) apareció en el número de octubre de 1989 de la revista
Cryonics
(publicada por ALCOR, 12327, Doherty Street, Riverside, Ca., 92502) a quienes agradezco el envío anticipado de un ejemplar.

Al doctor John Money, uno de mis muchos amigos del hospital John Hopkins de Baltimore, debo la útil palabra «parafilia» que uso en el capítulo XXI.

Gracias a Kumar Chitty por información sobre la Convención de la Ley del Mar de las Naciones Unidas, dirigida durante muchos años por el embajador Shirley Hamilton Amarasinghe. Fue una gran tragedia que Shirley, cuya hospitalidad en su apartamento de Park Avenue disfruté con frecuencia durante los años sesenta, no pudiera ver la culminación de sus esfuerzos. Era un gran persuasor, y de haber vivido tal vez incluso hubiera impedido que las delegaciones de los Estados Unidos y del Reino Unido hicieran el ridículo.

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