—Un terremoto… y muy fuerte. Tiene que ser cerca.
—¿Hay peligro?
—Para
nosotros
, ninguno. Me pregunto dónde estará el epicentro…
Jason tuvo que esperar unos minutos, mientras las redes sismográficas informatizadas hacían sus cálculos. Entonces, en la pantalla del fax apareció un mensaje:
TERREMOTO SUBMARINO SE CALCULA RICHTER 7
EPICENTRO APROX 55 0 44 N
ALERTA TODAS LAS ISLAS Y ZONAS COSTERAS DEL
ATLÁNTICO NORTE
No hubo nada más durante unos segundos; después apareció otra línea:
RECTIFICACIÓN: AUMENTAR A RICHTER 8
Cuatro kilómetros por debajo de ellos, J. J. estaba haciendo su trabajo con paciencia y eficacia, navegando a una altitud de diez metros sobre el fondo del mar y una velocidad de unos sosegados ocho nudos. (Ciertas tradiciones náuticas se resistían a desaparecer; en la era métrica, subsistían aún nudos y brazas). El programa de navegación del robot estaba fijado de manera que explorara franjas que se superponían por los bordes, como el labrador para su campo preparándolo para la siembra.
La primera onda de choque no afectó a J. J. más que al
Explorer
. Tampoco los dos submarinos nucleares fueron afectados; estaban diseñados para resistir cosas peores, aunque sus comandantes pasaron unos segundos de ansiedad especulando sobre posibles cargas de profundidad.
J. J. continuó su reconocimiento automático recogiendo y almacenando megabytes de información cada segundo. El noventa y nueve por ciento nunca tendría interés para nadie, y pasarían años antes de que en el resto se encontrara algo que pudiera considerarse un filón para la ciencia.
Para el ojo o la videocámara, aquella zona contigua al fragmento de popa estaba limpia de restos interesantes; hasta los trozos de carbón que se habían salido de los pañoles habían sido recogidos como
souvenirs
. De todos modos, hacía sólo dos años, un rastreo magnetométrico había revelado anomalías cerca de la proa que tal vez valiera la pena investigar. J. J. era el ente indicado para el trabajo; al cabo de unas horas habría terminado la exploración y volvería a su base flotante.
—Se parece a lo de 1929 —dijo Bradley.
Desde el laboratorio de la AIFM, el doctor Zwicker movió negativamente la cabeza.
—No; mucho peor, me temo.
En Tokio, en otro nodo de la conferencia convocada con urgencia, Kato preguntó:
—¿Qué ocurrió en 1929?
—El terremoto de los Grandes Bancos. Desencadenó una corriente de turbidez, digamos, una avalancha submarina. Rompió los cables del telégrafo uno tras otro como si fueran algodón en rama, mientras se desplazaba por el fondo del mar. Eso permitió calcular la velocidad: sesenta kilómetros por hora. Quizá más.
—Entonces podría alcanzarnos dentro de…, ¡Dios mío!, tres o cuatro horas. ¿Qué probabilidades de daños hay?
Imposible preverlo. En el mejor de los casos… leves. El terremoto de 1919 no afectó al
Titanic
, aunque muchos creían que habría quedado sepultado: afortunadamente, estaba a unos doscientos kilómetros al Oeste. La mayoría del sedimento fue a parar a un cañón y no llegó al trasatlántico.
—Perdón —interrumpió Rupert Parkinson—, acabamos de tener noticias de que uno de nuestros módulos de flotación ha llegado a la superficie. Saltó varios metros fuera del agua. Y hemos perdido la telemetría de los restos. ¿Y ustedes, Kato?
Kato vaciló sólo un momento; luego, dijo algo en japonés a alguien que no aparecía en la pantalla.
—Preguntaremos al
Peter y
al
Maury
. Doctor Zwicker, ¿cuál es su pronóstico más pesimista?
—Un primer cálculo indica varios metros de sedimento. Antes de una hora tendremos los resultados de una simulación informática.
—Un metro no sería fatal.
—Pero daría al traste con nuestras previsiones, ¡canastos!
—Informe del
Maury
, señores —dijo Kato—. Todo, normal.
—Pero ¿durante cuánto tiempo? Si esa… avalancha viene hacia nosotros, hay que retirar inmediatamente el mayor equipo posible. ¿Qué nos recomienda, doctor Zwicker?
El científico iba a hablar cuando Bradley le susurró al oído con vehemencia. El doctor Zwicker pareció sorprendido, luego contrariado y, finalmente, movió la cabeza asintiendo sombríamente.
—No creo que deba decir más, caballeros. Mr. Bradley tiene más experiencia que yo en estos menesteres. Antes de hacer una recomendación, tendremos que consultar con nuestro departamento jurídico.
Hubo un silencio de sorpresa. Luego, Rupert Parkinson dijo rápidamente:
—Todos comprendemos la situación. Nos hacemos cargo de que la AIFM no desee verse implicada en eventuales demandas. De manera que más vale no perder tiempo. Nosotros vamos a recuperar todo lo que se pueda y les aconsejo, Kato, que hagan lo mismo… por si el doctor Zwicker se ha quedado corto en sus cálculos más pesimistas.
Esto era precisamente lo que temía el científico. Un seísmo submarino era impresionante; pero… del mismo modo que una bomba de fisión sirve de detonante para otra de fusión… el terremoto podría ser, simplemente, el elemento desencadenante de fuerzas aún mayores.
Millones de años de energía solar estaban almacenados bajo el lecho del Atlántico; el hombre había extraído apenas la de un siglo.
El resto seguía esperando.
En el fondo del Atlántico, un ejército de robots valorado en mil millones de dólares habían dejado las herramientas y empezado a subir a la superficie. No había prisa; no había vidas en peligro, aunque sí, fortunas. Las acciones del
Titanic
caían en picado en todas las Bolsas del mundo, dando a los humoristas de la Prensa la oportunidad de hacer chistes fáciles.
Las grandes plataformas petrolíferas también tomaban precauciones. Aunque Hibernia y Avalon, instaladas en aguas relativamente poco profundas, no tenían mucho que temer de las corrientes de turbidez, habían suspendido las operaciones y estaban haciendo comprobaciones dobles y triples de todos sus sistemas de seguridad y repuesto. Ahora no se podía hacer nada más que esperar, mientras se admiraba el soberbio espectáculo de las auroras que hacían de este ciclo de erupciones solares el más espectacular que se observara hasta entonces.
Poco antes de la medianoche (nadie dormía mucho), Bradley estaba en el helipuerto del
Explorer
contemplando el telón de fulgores de rubí y esmeralda tendido en el firmamento septentrional. Él no formaba parte de la tripulación: si el capitán u otra persona lo necesitaba, podría acudir en cuestión de segundos. A las personas con responsabilidades, especialmente en momentos de emergencia, no les gustaba tener al lado a observadores, por bien intencionados y cualificados que fueran.
Y la llamada que recibió no era del puente sino del Centro de Operaciones.
—¿Jason? Aquí Operaciones. Tenemos un problema. J. J. no obedece nuestra llamada.
Bradley sintió una extraña mezcla de emociones. Ante todo, la preocupación de perder uno de los aparatos más prometedores y más caros del laboratorio. Luego, el inevitable interrogante: ¿Qué puede haberse averiado? Seguido inmediatamente de, ¿qué podemos hacer?
Pero había algo más profundo. J. J. representaba una enorme inversión personal de tiempo, esfuerzo, atención e, incluso, de afecto. Bradley recordó los chistes sobre su paternidad del robot: había algo de verdad en ellos. Crear un hijo auténtico (¿qué habría sido del J. J. de carne y hueso?) había requerido mucha menos energía.
Diantre, se dijo Jason. Es sólo una máquina. Se puede construir otra. Todavía tenemos los programas. No se perdería nada más que la información recogida en la misión actual.
No; se perdería mucho. Era posible que todo el proyecto fuera abandonado; crear a J. J. había absorbido todos los recursos de la AIFM. Como mínimo, el proyecto NEPTUNO se retrasaría años… probablemente, más de los que le quedaran de vida al doctor Zwicker. El profesor era un viejo cascarrabias, pero Jason lo quería y admiraba. Perder a J. J. le costaría un grave disgusto…
Mientras corría hacia el Centro de Operaciones, Bradley recogía y analizaba informes en su ordenador de muñeca.
—¿Seguro que J. J. funciona normalmente?
—Sí; la señal es excelente. El último informe de rutina de hace sólo quince minutos decía que todos los sistemas funcionaban normalmente y se proseguía el rastreo. Pero no reacciona a la señal de retorno.
—¡Maldición! El laboratorio me aseguró que el algoritmo estaba perfectamente ajustado. Sigan intentándolo. Aumenten la potencia. ¿Qué se sabe del terremoto?
—Malas noticias. El monte Pelé ruge. Están evacuando la Martinica. Y se ha dado la alerta de olas gigantes a todas partes.
—¿Y los Grandes Bancos? ¿Hay señales de que haya empezado la avalancha?
—Los sismógrafos se han vuelto locos. Nadie está seguro de qué diantres pasa. Un momento, mientras repaso el último informe.
»¡Ah! Aquí hay algo. La red de alarma de ataque submarino de la Armada (no sabía que todavía funcionara) se está rompiendo, y también los cables transoceánicos. Lo mismo que en el 29. Sí; viene hacia aquí.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Si no se le acaba el gas, tres horas por lo menos. Quizá cuatro.
Tiempo suficiente, pensó Bradley. Sabía exactamente lo que tenía que hacer.
—¿Compuertas? —dijo—. Preparen el
Aqua Jeep
. Voy a bajar.
Realmente, estoy disfrutando, se dijo Bradley. Por primera vez, tengo una perfecta excusa para bajar con el
Aqua Jeep
hasta el
Titanic
sin tener que presentar una solicitud por vía ordinaria por triplicado. Ya quedará tiempo para el papeleo… o para el tecleo del memorándum electrónico…
Para acelerar el descenso, el
Aqua Jeep
llevaba un gran sobrepaso; no era momento de preocuparse por ensuciar el fondo del mar al soltar lastre. Sólo veinte minutos después de que el brillante resplandor de la aurora se hubiera disuelto sobre su cabeza, Bradley distinguió las luces que rodeaban la proa del
Titanic
. No necesitaba verlo, desde luego, porque sabía su situación exacta, ni era su objetivo el
Titanic
; pero se alegró de que los de la superficie hubieran vuelto a iluminarlo sólo para él.
Sin mucha esperanza, Bradley emitió la secuencia de Regreso de Emergencia y siguió emitiéndola mientras se acercaba al recalcitrante robot. No le sorprendió ni le decepcionó la falta de reacción. No hay que preocuparse, se dijo. Tengo muchos recursos. Reservó el siguiente hasta que estuvo a unos diez metros de J. J. El
Aqua Jeep
era mucho más rápido que el robot, y Bradley no tuvo dificultad para situar su vehículo en la trayectoria programada del robot, para cerrarle el paso. Estas confrontaciones submarinas se habían hecho con frecuencia para probar los algoritmos de J. J. para sortear obstáculos. Y, por lo menos éstos, funcionaron según las previsiones.
J. J. se detuvo por completo y examinó la situación. A aquella distancia, Bradley podía oír directamente un sonido subarmónico parecido al de un pícolo mientras el robot reconocía el obstáculo que tenía delante y lo identificaba.
Bradley aprovechó la oportunidad para enviar otra vez la orden de retorno; sin resultado. Era inútil volver a intentarlo; el problema debía de estar en el software.
J. J. giró hacia la izquierda y desvió su rumbo primitivo en noventa grados, recorrió diez metros y giró de nuevo, hacia su rumbo anterior, esperando haber sorteado el obstáculo. Pero Bradley ya estaba allí.
Mientras J. J. reflexionaba sobre la situación, Bradley intentó otra estratagema. Conectó el transductor de sonido exterior.
—J. J. —dijo—. ¿Puedes oírme?
—Sí —respondió rápidamente el robot.
—¿Me conoces?
—Sí, Mr. Bradley.
(Bien… vamos por buen camino…).
—¿Algún problema?
—No; todos los sistemas funcionan con normalidad.
—Te hemos enviado una orden de retorno, subprograma 999. ¿La has recibido?
—No; no la he recibido.
(Bien, por más que digan los escritores de ciencia–ficción, los robots no mienten, a no ser que estén programados para ello. Y nadie le ha hecho semejante jugarreta a J. J…. o así lo espero…).
Se te ha enviado uno. Repito: obedece código 999. Acusa recibo.
—Acuso recibo.
—Ejecuta.
—Orden no entendida.
(Maldita sea; no vamos a ninguna parte. Podríamos seguir así hasta que a los dos se nos acabara la energía o la paciencia).
Mientras Bradley estaba pensando en lo que iba a hacer a continuación, el
Explorer
interrumpió el diálogo.
—
Aqua Jeep
, sentimos que no tengas suerte; pero tenemos un dato nuevo y un mansaje del profesor.
—Adelante.
—Te estás perdiendo los fuegos artificiales. Ha habido… bueno, explosión es la única palabra… hacia los 40 Oeste, 50 Norte. Muy profunda como para causar daño a las plataformas de extracción, afortunadamente, pero están saliendo millones de metros cúbicos de gas.
Y está encendido
. Desde aquí puede verse el resplandor. Ríete de la aurora. Tendrías que ver las imágenes del satélite. Es como si todo el Atlántico Norte estuviera ardiendo.
Estoy seguro de que debe de ser todo un espectáculo, pensó Bradley. Pero ¿en qué me afecta eso a
mí
?
—¿Y el mensaje del doctor Zwicker?
—Nos pide que te digamos que Tommy Gold tenía razón. Dice que tú lo entenderás.
—Francamente, en este momento no estoy interesado en corroborar teorías científicas. ¿Cuánto rato puedo seguir aquí?
Bradley no estaba alarmado; sólo tenía prisa. Podía soltar el lastre y descargar los tanques en cuestión de segundos y estar camino de la superficie mucho antes de que cualquier avalancha submarina pudiera arrollarlo. Pero estaba decidido a terminar su misión, por razones que ahora eran tanto personales como profesionales.
—Según el último cálculo, una hora. Puede que un poco más. Aún falta para que llegue, si llega.
Una hora era tiempo suficiente; podían bastar cinco minutos.
—J. J. —ordenó—. Voy a darte un nuevo programa. Orden 527.
Era el Corte de Alimentación Principal que dejaría conectado sólo el sistema de emergencia. Entonces J. J. no tendría más remedio que subir a la superficie.