El bailarín de la muerte

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad.

Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte» El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

Autor

El bailarín de la muerte

Lincoln Rhyme 02

ePUB v1.1

Cris1987
29.11.12

Título original:
The Coffin Dancer.

Jeffery Deaver, 1998.

Traducción: Beatriz Frascotto.

Editor original: Cris1987 (v1.1 )

ePub base v2.1

En memoria de mi abuela, Ethel May Rider

PRIMERA PARTE: DEMASIADAS MANERAS DE MORIR

Ningún halcón puede ser una mascota No hay sentimentalismo. En cierto modo, es el arte del psiquiatra. Se mide una mente contra otra con una razón y un interés aplastantes.

The Goshaivk (El azor),

T. H. WHITE.

Capítulo 1

Cuando Edward Carney se despidió de su mujer, Percey, nunca pensó que era la última vez que la vería.

Subió a su coche, que estaba aparcado en un codiciado lugar de la calle Ochenta y uno Este de Manhattan y se adentró en el tráfico. Carney, un hombre observador por naturaleza, se fijó en una furgoneta negra aparcada cerca de su propio domicilio. Era un vehículo con lunas reflectantes y manchado de barro. Enseguida reconoció la matrícula de West Virginia, y recordó que había visto la furgoneta en la calle varias veces durante los últimos días. En aquel momento los coches que estaban delante arrancaron. Cuando el semáforo se puso en verde olvidó por completo la furgoneta. Rápidamente estuvo en la FDR Drive
[1]
, en dirección al norte.

Veinte minutos después descolgó el teléfono del automóvil y llamó a su mujer. Le preocupó que no le contestara. Habían planeado que Percey haría el viaje con él, la noche anterior incluso habían echado a suertes quién iba a conducir, y ella había ganado obsequiándole con una de sus características sonrisas de victoria. Sin embargo, se había despertado a las tres de la mañana con una jaqueca espantosa que le había durado todo el día. Después de hacer algunas llamadas telefónicas, encontraron un copiloto sustituto; Percey se tomó un fiorinal y volvió a la cama.

La jaqueca era el único trastorno que podía dejarla en tierra.

El larguirucho Edward Carney, de cuarenta y cinco años y que aún se cortaba el pelo al estilo militar, ladeó la cabeza mientras escuchaba la señal de llamada. Cuando respondió el contestador, devolvió el teléfono a su soporte algo preocupado.

Mantuvo el coche a una velocidad exacta de 100 kilómetros por hora, centrado perfectamente en el carril de la derecha; como la mayoría de los pilotos, era conservador al volante. Confiaba en los demás aviadores pero pensaba que la mayoría de los conductores están locos.

En la oficina de Hudson Air Charters, en los terrenos del Aeropuerto Regional de Mamaroneck, en Westchester, le esperaba una tarta. La pulcra y arreglada Sally Ann, que olía como el departamento de perfumes de Macy's
[2]
, lo había horneado para celebrar el nuevo contrato de la empresa. Llevaba en la solapa un feo broche de diamantes falsos y con forma de biplano que sus nietos le habían regalado la última Navidad. Escudriñó la habitación para asegurarse de que cada uno de los doce empleados tenía una porción de pastel del mismo tamaño. Ed Carney comió unos pocos bocados y habló acerca del vuelo de esa noche con Ron Talbot, cuya barriga prominente sugería que le gustaban los pasteles, aunque en gran medida sobrevivía a base de cigarrillos y café. Talbot, que desempeñaba la doble tarea de director de operaciones y negocios, expresó en voz alta su preocupación por que el cargamento llegara a tiempo, porque la carga de combustible para el viaje estuviera correctamente calculada y por qué la tarea tuviera una retribución adecuada. Carney le pasó los restos de su pastel y le pidió que se relajara.

Pensó nuevamente en Percey y se dirigió hacia su oficina para llamarla otra vez.

Tampoco hubo respuesta.

Entonces la preocupación se convirtió en ansiedad. La gente que tiene niños o negocios propios siempre contesta al teléfono. Colgó el auricular y pensó en llamar a un vecino para pedirle que pasara a ver cómo estaba su mujer. Pero en aquel momento un enorme camión blanco se detuvo frente al hangar próximo a la oficina y llegó el momento de ponerse manos a la obra.

Talbot le dio a Carney una docena de documentos para firmar; en aquel momento apareció el joven Tim Randolph, con traje oscuro, camisa blanca y una angosta corbata negra. Tim se refería a sí mismo como «copiloto» y a Carney eso le gustaba. Los «primeros oficiales» eran gente de empresa, un invento de las grandes aerolíneas, y si bien Carney respetaba a todo hombre que fuera competente en el asiento de la derecha, la pedantería le molestaba.

Lauren, la asistente de Talbot, alta y de pelo castaño, tenía puesto su vestido de la suerte, cuyo color azul hacía juego con el tono del logotipo de Hudson Air: la silueta de un halcón sobrevolando una bola del mundo. Se inclinó hacia Carney y murmuró:

—Todo saldrá bien, ¿verdad?

—Muy bien —aseguró. Y le dio un abrazo, y también a Sally Ann, quien le ofreció un poco de pastel para el vuelo. Pero Ed Carney lo rechazó. Quería irse. Lejos del sentimentalismo, lejos de los festejos. Lejos del suelo.

Y pronto lo estuvo. Volando a tres millas
[3]
sobre la tierra, pilotando un Lear 35A, el mejor reactor privado hecho jamás, sin marcas ni insignias, excepto el número de registro N, todo plata pulida, reluciente como una lanza.

Volaron hacia un crepúsculo magnífico: un perfecto disco naranja que se ocultaba tras unas enormes y alborotadas nubes color rosa y púrpura, traspasadas por los rayos del Sol.

Sólo la aurora podía comparársele en belleza. Y sólo las tormentas eran más espectaculares.

Había mil ciento sesenta kilómetros hasta O'Hare y cubrieron esa distancia en menos de dos horas. El Centro de Control del Tráfico Aéreo de Chicago les pidió cortésmente que descendieran a catorce mil pies, luego los pasó al Control de Aproximación.

Tim hizo la llamada.

—Aproximación de Chicago. Con usted el Lear Cuatro Nueve
Charlie Juliet
a catorce mil.

—Buenas noches, Nueve
Charlie Juliet
—dijo otro amable controlador aéreo—. Descienda y mantenga ocho mil. Altímetro en Chicago treinta punto uno uno. Espere vectores para veintisiete izquierda.

—Roger
[4]
, Chicago. Nueve
Charlie Juliet
de catorce para ocho.

O'Hare es el aeropuerto con más movimiento del mundo y ATC
[5]
los puso en patrón de espera por encima de los suburbios occidentales de la ciudad, donde se quedaron dando vueltas esperando su turno para aterrizar.

Diez minutos después la misma voz agradable, entre alguna que otra interferencia, solicitó:

—Nueve
Charlie Juliet
, rumbo cero nueve cero a inicial para veintisiete izquierda.

—Cero nueve cero. Nueve
Charlie Juliet
—respondió Tim.

Carney miró hacia arriba, hacia los brillantes puntos de las constelaciones en el asombroso cielo metálico y pensó: «Mira, Percey, son todas las estrellas de la noche…».

Y con ello sintió la que fue la única urgencia no profesional de toda su carrera. Su preocupación por Percey subió como la fiebre. Necesitaba con desesperación hablar con ella.

—Toma la nave —le dijo a Tim.

—Sí, Roger
[6]
—respondió el joven, cuyas manos se dirigieron sin dudar a la palanca de mandos.

El Control del Tráfico Aéreo crepitó:

—Nueve
Charlie Juliet
, descienda a cuatro mil. Mantenga el rumbo.

—Roger, Chicago —replicó Tim.

—Nueve
Charlie Juliet
fuera de ocho para cuatro.

Carney cambió la frecuencia de su radio para hacer una llamada unicom. Tim lo miró.

—Llamo a la Compañía —le explicó Carney. Cuando se comunicó con Talbot le pidió que transfiriera la llamada a su casa.

Mientras esperaba, Carney y Tim fueron realizando los controles rutinarios previos a la maniobra de aterrizaje.

—Flaps… veinte grados.

—Veinte, veinte, verde —respondió Carney.

—Control de velocidad.

—Ciento ochenta nudos.

Mientras Tim hablaba a su micrófono —«Chicago, Nueve
Charlie Juliet
, cruzando la cabecera de cinco para cuatro»— Carney escuchó que el teléfono comenzaba a sonar en su domicilio de Manhattan, a setecientas millas de distancia.

«Vamos, Percey. ¡Cógelo! ¿Dónde estás?… Por favor…».

Desde ATC les dijeron:

—Nueve
Charlie Juliet
, reduzca velocidad a uno ocho cero. Contacte torre. Buenas noches.

—Roger, Chicago. Uno ocho cero nudos. Buenas noches.

Tres llamadas.

¿Dónde diablos está? ¿Qué pasa?

El nudo en su estómago se hizo más opresivo.

El turbohélice sonaba con un gemido. El hidráulico se quejaba. La estática crepitaba en los auriculares de Carney.

Tim exclamó:

—Aletas treinta, tren abajo.

—Aletas, treinta, treinta, verde. Tren bajo. Tres verde.

Y luego al fin, en su auricular, un sonido agudo, la voz de su esposa diciendo:

—¿Hola?

Se rió muy fuerte aliviado.

Carney comenzó a hablar pero, antes de que pudiera articular palabra, el avión dio una fuerte sacudida, tan brutal que en fracción de segundos la fuerza de la explosión le arrancó los abultados auriculares de las orejas y ambos hombres chocaron contra el panel de control. Metralla y chispas explotaron a su alrededor.

Anonadado, Carney cogió instintivamente la inerte palanca de mandos con su mano izquierda, ya no tenía la derecha; se volvió hacia Tim justo en el momento en que el cuerpo ensangrentado y destrozado del muchacho desaparecía por el agujero abierto al costado del fuselaje.

—Oh, Dios. No, no…

Entonces toda la cabina se separó del avión que se desintegraba y se levantó en el aire, dejando atrás al fuselaje, las alas y los motores del Lear, envuelto en una bola de fuego.

—Oh, Percey —murmuró—, Percey…

Pero ya no había micrófono por el que hablar.

Capítulo 2

Grandes como asteroides, amarillo hueso.

Los granos de arena brillaban en la pantalla del ordenador. El hombre estaba sentado hacia delante, el cuello le dolía y bizqueaba debido a la concentración, no por ningún defecto de visión.

En la distancia, el trueno: el cielo de la mañana estaba amarillo y verde y en cualquier momento llegaría la tormenta. Aquella era la primavera más húmeda que se recordaba.

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