Stephen rió:
—Ay, yo me canso tanto de… sí, de esas chicas que parecen enfermas. ¿Sabes? Todas delgadas y pálidas. Toma una de esas chicas raquíticas que salen en la tele y mándala a la época del rey Arturo y
bang
, llamarían al médico de la corte y le dirían: «Debe estar muriéndose, milord».
Sheila pestañeó y luego lanzó una carcajada, mostrando unos dientes poco agraciados. La broma le dio una excusa para poner la mano sobre el brazo de Stephen, que sintió los cinco gusanos apretando su carne y tuvo que luchar contra las náuseas.
—Mi padre —dijo ella— era un oficial de carrera en el ejército y viajaba mucho. Me contó que en otros países piensan que las chicas americanas son muy escuálidas.
—¿Era soldado? —preguntó Sam Sammie Samuel Levine, sonriendo.
—Coronel retirado.
—Bueno…
¿Demasiado?, se preguntó Stephen. No.
—Soy militar —dijo—. Sargento. En el ejército.
—¡No! ¿Dónde estás destinado?
—Operaciones especiales. En Nueva Jersey.
Ella sabría bien que no podía preguntar más acerca de las actividades del grupo de operaciones especiales.
—Me alegro de que tengas un soldado en la familia. Yo a veces no le digo a la gente lo que hago. No está demasiado bien visto. Especialmente por aquí. En Nueva York quiero decir.
—No te preocupes por eso. Yo pienso que es muy interesante, amigo —señaló con la cabeza el estuche Fender—. ¿Y eres músico, también?
—Realmente, no. Soy voluntario en un centro de cuidados diurnos. Enseño música a los chicos. Es algo que la base patrocina.
Miró hacia fuera. Luces intermitentes. Blancas y azules. Un coche patrulla pasó zumbando.
La chica acercó su silla y Stephen detectó un aroma repulsivo. Le puso nervioso otra vez y le trajo a la mente la imagen de gusanos saliendo del cabello grasiento. Casi vomitó. Se disculpó por un momento y pasó tres minutos lavándose las manos. Cuando volvió notó dos cosas: que ella se había desabrochado el botón superior de su blusa y que el dorso de su jersey contenía casi mil pelos de gato. Los gatos, para Stephen, apenas si eran gusanos con cuatro patas.
Miró hacia fuera y vio que la hilera de policías se acercaba. Consultó su reloj y dijo:
—Escucha, tengo que buscar a mi gato. Está en el veterinario.
—Oh, ¿tienes un gato? ¿Cómo se llama? —Sheila se inclinó hacia delante.
—
Buddy
.
Sus ojos se iluminaron:
—Oh, qué mono. ¿Tienes una fotografía?
¿De un maldito gato?
—No la llevo conmigo —dijo Stephen, y chasqueó la lengua con pesar.
—¿Está enfermito el pobre
Buddy
?
—Sólo un chequeo.
—Oh, haces bien. Ten cuidado con esos gusanos.
—¿Con qué? —preguntó Stephen alarmado.
—Ya sabes, las lombrices.
—Oh, bien.
—Hum, si eres bueno, amigo —dijo Sheila con una voz cantarina—, puede ser que te presente a
Garfield, Andrea y Essie
. Bueno, realmente se llama
Esmeralda
, pero ella nunca aprobaría ese nombre, por supuesto.
—Parecen maravillosos —dijo el muchacho, observando las fotos que Sheila había sacado de su cartera—. Me encantaría conocerlos.
—Sabes —exclamó ella— sólo vivo a tres calles de aquí. En la Ochenta y uno.
—Eh, tengo una idea —Stephen pareció radiante—. Quizá pueda dejar estas cosas y conocer a tus bebés. Luego me podrías ayudar a recoger a
Buddy
.
—Excelente —dijo Sheila.
—Vámonos.
Afuera ella dijo:
—¡Vaya! mira cuantos policías. ¿Qué sucede?
—¡Jo! No lo sé —Stephen colocó la mochila sobre su hombro. Algo metálico hizo ruido. Quizá una granada de luces contra su Beretta.
—¿Qué tienes allí?
—Instrumentos musicales. Para los niños.
—Ah, ¿cómo triángulos?
—Sí, como triángulos.
—¿Quieres que te lleve la guitarra?
—¿Te importaría?
—Hum, pienso que está bien.
Sheila tomó el estuche Fender y pasó su brazo por el de él y caminaron por delante de un grupo de policías que no prestaron atención a la amorosa pareja. Continuaron calle abajo, riendo y charlando sobre los traviesos gatitos.
Thom apareció en el umbral del cuarto donde estaba Lincoln Rhyme e hizo entrar a alguien.
Un hombre en la cincuentena, atildado y con corte de pelo militar. Era el capitán Bo Haumann, jefe de la unidad de servicios de emergencias de la policía de Nueva York, el grupo SWAT de la policía. Entrecano y musculoso, Haumann tenía el aspecto del sargento de entrenamiento que había sido en su vida militar. Hablaba con lentitud y sensatez, y miraba directamente a los ojos, con una débil sonrisa, cuando conversaba. Durante las operaciones tácticas a menudo llevaba una chaqueta antibalas y una capucha Nomex y generalmente era uno de los primeros oficiales en traspasar los accesos cuando se trataba de sortear una barricada.
—¿Es él realmente? —preguntó el capitán—. ¿El Bailarín?
—Eso es lo que suponemos —dijo Sellitto.
Se produjo una leve pausa, que en el policía de cabellos grises era como un sonoro suspiro en cualquier otra persona. Luego siguió:
—Tengo asignados un par de equipos 32E.
Los oficiales 32E, llamados así por su centro de operaciones en el edificio Pólice Plaza, constituían un secreto a voces. Desde el punto de vista administrativo se les conocía como Oficiales de Procedimientos especiales de la Unidad de servicios especiales; los hombres y las mujeres que integraban este grupo eran en su mayoría ex militares que habían sido entrenados sin piedad en todos los procedimientos de S&S
[21]
, así como en ataques, disparos desde escondites y rescate de rehenes. No había muchos de ellos. A pesar de la mala reputación de la ciudad, en Nueva York había relativamente pocas operaciones tácticas y los negociadores en los casos con rehenes, considerados los mejores del país, generalmente resolvían la situación antes de que fuera necesario un ataque. La asignación hecha por Haumann de dos equipos, que totalizaban diez oficiales, al caso del Bailarín, implicaba a la mayoría de los 32E.
Un momento más tarde entró al cuarto un hombre pequeño, de incipiente calvicie, que usaba gafas muy anticuadas. Mel Cooper era el mejor técnico de laboratorio del IRD, la División de Investigación y Recursos del departamento que Rhyme dirigió en un tiempo. Nunca había examinado la escena de un crimen, nunca había arrestado a un delincuente, y quizá hubiera olvidado cómo disparar la pequeña pistola que llevaba, contra su voluntad, en la parte de atrás de su viejo cinturón de cuero. Cooper no tenía deseos de estar en ningún lado más que sentado en el taburete de un laboratorio, mirando a través de los microscopios y analizando huellas en relieve por fricción (bueno, allí y en un salón de baile, pues era un bailarín de tango con varios premios en su haber).
—Detective —dijo Cooper, visando el título que ostentaba Rhyme cuando, hacía algunos años, había contratado a Cooper, que trabajaba en el departamento de policía de Albany—, pensé que íbamos a examinar granos de arena. Pero he escuchado que se trata del Bailarín.
A Rhyme se le ocurrió que hay un solo lugar en el que las noticias corren más rápido que en la calle, y ese lugar es el propio departamento de policía.
—Esta vez lo cogeremos, Lincoln, lo cogeremos seguro.
Mientras Banks ponía al tanto de los hechos a los recién llegados, Rhyme levantó la vista. Vio a una mujer en el umbral del laboratorio. Sus ojos negros examinaban el cuarto y captaban todos los detalles. Sin cautela y sin nervios.
—¿Señora Clay? —preguntó.
Ella asintió. Un hombre delgado apareció en la puerta, a su lado. Rhyme supuso que sería Britton Hale.
—Entren, por favor —dijo el criminalista.
Ella caminó hasta el centro del cuarto. Miró a Rhyme y luego la pared llena de equipamiento forense, cerca de Mel Cooper.
—Percey —dijo—. Llamadme Percey. ¿Tú eres Lincoln Rhyme?
—Así es. Siento mucho lo de tu marido.
Ella movió la cabeza con brusquedad y pareció incómoda con las condolencias.
Justo como yo, pensó Rhyme.
—¿Y usted es el señor Hale? —preguntó al hombre que estaba al lado de Percey.
El esbelto piloto asintió y se adelantó para estrechar su mano. Entonces se dio cuenta de que los brazos de Rhyme estaban sujetos a la silla de ruedas.
—Oh —musitó, ruborizándose. Retrocedió.
Rhyme los presentó al resto del grupo, a todos excepto a Amelia Sachs, quien, ante la insistencia del criminalista, se estaba quitando el uniforme y poniéndose los téjanos y la camiseta que casualmente se guardaban arriba, en el armario de Rhyme. Le había explicado que con frecuencia el Bailarín mataba o hería policías por diversión; quería que pareciera tan civil como fuera posible.
Percey sacó una petaca del bolsillo de su pantalón, una petaca plateada, y tomó un pequeño sorbo. Bebía licor —Rhyme olió un bourbon caro— como si fuera medicina.
Traicionado por su propio cuerpo, Rhyme pocas veces prestaba atención a los atributos físicos de los demás, excepto de las víctimas y los asesinos. Pero era difícil ignorar a Percey Clay. No medía mucho más de un metro cincuenta y, sin embargo, irradiaba una intensidad concentrada. Sus ojos, negros como la medianoche, eran cautivadores. Sólo después de conseguir apartar de ellos la mirada se percibía su rostro, que no era bonito sino chato y con rasgos masculinos. Tenía el pelo negro y rizado, que usaba corto y enmarañado, si bien Rhyme pensó que unas largas trenzas suavizarían la forma angulosa de su cara. La muchacha no había adoptado los gestos de disimulo de algunas personas bajas: poner las manos en las caderas, cruzar los brazos, llevar los dedos frente a la boca. Hacía tan pocos gestos gratuitos como el mismo Rhyme en su vida anterior.
Se le ocurrió un pensamiento súbito: es como una gitana.
Se dio cuenta de que ella también lo observaba. Y de que la suya era una reacción curiosa. Al verlo por primera vez, la mayoría de la gente se estampaba una tonta sonrisa en la cara, se ponía roja como un tomate y se obligaba a mirar fijamente la frente de Rhyme, de manera que los ojos no descendieran por accidente a su cuerpo deteriorado. Pero Percey miró su cara una vez —bien parecida, con labios bien delineados y una nariz como la de Tom Cruise, que aparentaba menos que sus cuarenta y tantos años— y, otra, sus brazos, piernas y torso inmóviles. Pero la atención de la muchacha se enfocó inmediatamente en el equipo para minusválidos: la reluciente silla de ruedas Storm Arrow, el controlador de movimientos con la boca, los cascos y el ordenador.
Thom entró al cuarto y se acercó a Rhyme para tomarle la tensión.
—Ahora no —dijo su jefe.
—Ahora sí.
—No.
—Quédate quieto —dijo Thom, y le tomó la tensión de todos modos. Se sacó el estetoscopio—. No está mal. Pero estás cansado y últimamente trabajas demasiado. Necesitas descanso.
—Vete —gruñó Rhyme. Se volvió hacia Percey Clay. Porque era un inválido, un tetrapléjico, porque era sólo una porción de ser humano, las visitas a menudo parecían pensar que no comprendía lo que le decían; hablaban lentamente o se dirigían a él a través de Thom. Percey, sin embargo, le habló directamente y al hacerlo se ganó muchos puntos en su estima.
—¿Piensas que Brit y yo estamos en peligro?
—Sí, lo estáis. En un grave peligro.
Sachs entró al cuarto y miró a Percey y a Rhyme.
Él las presentó.
—¿Amelia? —preguntó Percey—. ¿Te llamas
Amelia
?
Sachs asintió.
Una débil sonrisa pasó por el rostro de Percey. Se volvió levemente y la compartió con Rhyme.
—No me pusieron el nombre por la aviadora —dijo Sachs recordando, según supuso Rhyme, que Percey era piloto—, sino por una hermana de mi padre. ¿Amelia Earhart fue una heroína?
—No —dijo Percey—, realmente no. Se trata de una coincidencia.
Hale dijo:
—¿Le van a poner custodia, verdad? ¿A tiempo completo?
Señaló a Percey.
—Por supuesto que sí —dijo Dellray.
—Bien —anunció Hale—. Bien… Otra cosa. Estaba pensando que realmente deberíais tener una conversación con ese tío, Phillip Hansen.
—¿Una conversación? —preguntó Rhyme.
—¿Con Hansen? —inquirió Sellitto—. ¡Ya lo creo! Pero niega todo y no dirá una palabra más. —Miró a Rhyme—. Puse a los Mellizos a trabajar con él un tiempo. —Miró de nuevo a Hale—. Son nuestros mejores interrogadores. No consiguieron sacarle nada. No hubo suerte.
—¿No lo pueden amenazar… o algo así?
—Hum, no —dijo el detective—. No lo creo.
—No importa —siguió Rhyme—. De todos modos no hay nada que Hansen pueda decirnos. El Bailarín nunca se encuentra con sus clientes cara a cara y nunca les dice cómo hará el trabajo.
—¿El Bailarín? —preguntó Percey.
—Ese es el nombre que damos al asesino. El Bailarín de la Muerte.
—¿Bailarín de la Muerte? —Percey soltó una leve carcajada, como si la frase significara algo para ella. Pero no lo explicó.
—Bueno, es un poco siniestro —dijo Hale, vacilante, como si los policías no debieran poner nombres extravagantes a sus villanos. Rhyme supuso que tenía razón.
Percey miró a Rhyme a los ojos, casi tan negros como los suyos.
—¿Entonces, que te pasó? ¿Te hirieron?
Sachs, y Hale también, se sobresaltaron ante esta franqueza, pero a Rhyme no le importó. Prefería a la gente con sus características, los que no utilizaban un tacto sin sentido. Dijo sosegadamente:
—Estaba inspeccionando la escena de un crimen en una obra en construcción. Una viga cayó. Me rompió el cuello.
—Como le pasó a ese actor. Christopher Reeve.
—Sí.
—Fue muy duro —dijo Hale—. Pero ese hombre resultó un valiente. Lo he visto en la tele. Creo que yo me hubiera matado si me hubiese ocurrido a mí.
Rhyme miró a Sachs, que captó su mirada. El criminalista se volvió hacia Percey.
—Necesitamos tu ayuda. Tenemos que imaginarnos cómo puso la bomba a bordo. ¿Tienes alguna idea?
—Ninguna —dijo Percey y luego miró a Hale, quien sacudió la cabeza.
—¿Visteis a alguien que no reconocierais cerca del avión antes del vuelo?
—Yo estaba enferma anoche —dijo Percey—. Ni siquiera fui al aeropuerto.