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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (11 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Ahora, al volante de un vehículo de respuesta rápida (RRV) de la División de Investigaciones y Recursos (una furgoneta equipada para examinar una escena de crimen) apretó el acelerador, dobló hacia el arcén y adelantó a una camioneta que llevaba en la ventanilla posterior un gato Garfield patas arriba. Tomó el desvío que la llevaría al corazón del Condado de Westchester.

Levantó la mano del volante y se rascó compulsivamente el cuero cabelludo. Luego asió nuevamente el volante del RRV y continuó pisando el acelerador hasta que llegó a la civilización suburbana de centros comerciales con descuidados edificios industriales y franquicias de comida rápida.

Estaba pensando en bombas, en Percey Clay.

Y en Lincoln Rhyme.

Hoy Lincoln parecía algo distinto. Eso era algo significativo. Habían estado trabajando un año juntos, desde el momento en que él la secuestró de un cómodo puesto en Asuntos Públicos para que le ayudara a atrapar a un asesino en serie. Entonces, Sachs estaba pasando por una mala etapa en su vida: acababa de poner fin a su noviazgo y su prometido, además, estaba involucrado en un escándalo de corrupción en el departamento; estaba tan desilusionada y deprimida que incluso había pensado en dejar la policía. Pero Rhyme no se lo permitió. Tan simple como eso. Aun cuando era un asesor civil, había conseguido que la trasladaran a Escena del Crimen. Ella protestó un poco pero pronto abandonó su fingimiento de no estar de acuerdo; la realidad es que el trabajo le gustó muchísimo. Y le gustó mucho trabajar con Rhyme, cuya brillantez resultaba estimulante, intimidante y, aunque ella no lo admitiera ante nadie, terriblemente sexy.

Eso no quería decir que ella le comprendiera perfectamente. Lincoln Rhyme llevaba una vida muy reservada y no siempre se lo contaba todo.

Dispara primero…

¿Qué había querido decir? Nunca se dispara un arma en la escena de un crimen si hay alguna manera de evitarlo. Un solo disparo puede contaminar una escena con carbono, azufre, mercurio, antimonio, plomo, cobre y arsénico y tanto la descarga como el retroceso pueden destruir rastros vitales. El mismo Rhyme le había contado lo de aquel día en que tuvo que tirar contra un criminal que se escondía en una escena, y su mayor preocupación consistía en que se habían arruinado muchas pruebas materiales. (Y cuando Sachs, creyendo que por fin se le había adelantado en algo, dijo: «¿Pero qué importaba, Rhyme? ¿Cogiste al criminal, verdad?»; él señaló áridamente: «¿Pero y si hubiera tenido secuaces, eh? ¿Qué hubiera pasado entonces?».

¿Por qué era tan diferente el caso del Bailarín, aparte de ese mote estúpido y del hecho de que parecía apenas más inteligente que el mañoso típico o el pistolero del Oeste?

¿Y lo de investigar la escena en el hangar en
una hora
? A Sachs le parecía que Rhyme había accedido a que fuera así como un favor hacia Percey. Lo que era completamente extraño en él. Rhyme conservaría una escena sellada durante días si lo consideraba necesario.

Estas cuestiones acosaban a Amelia, a quien no le gustaban las preguntas sin respuesta. No obstante, ya no tenía más tiempo para reflexionar. Sachs giró el volante del RRV y se dirigió a la amplia entrada del Aeropuerto Regional de Mamaroneck. Se trataba de un lugar muy activo, ubicado en una zona forestal del Condado de Westchester, al norte de Manhattan. Las grandes compañías aéreas tenían empresas afiliadas con servicio en aquel lugar, como United Express o American Eagle, aunque la mayoría de los aviones estacionados allí eran reactores de empresas, muchos de ellos sin logotipo, por razones de seguridad, supuso.

A la entrada había policías estatales, que controlaban los documentos de identidad. Cuando se detuvo la miraron dos veces, para ver a la bonita pelirroja que conducía un RRV destinado por el NYPD a investigar escenas del crimen, y que llevaba téjanos, una cazadora y una gorra de los Mets. Le hicieron señas de que entrara. Ella siguió las indicaciones hasta Hudson Air Charters y finalmente encontró el pequeño edificio de ladrillo gris al final de una hilera de terminales de aerolíneas comerciales.

Aparcó frente al edificio y salió del coche. Se presentó a los dos oficiales que custodiaban el hangar y el esbelto y plateado avión en su interior. Le complació que los policías locales hubieran colocado una cinta alrededor del hangar y un cartel al frente para que nadie pasara. Pero le abrumó el tamaño de la zona.

¿Una hora para inspeccionarla? Podría pasar un día entero en aquel lugar. Gracias mil, Rhyme.

Se apresuró a entrar en la oficina.

Una docena de hombres y mujeres, algunos con trajes, otros con monos, se reunían en grupos. La mayoría andaba entre los veinte y los treinta años. Sachs supuso que habían formado un grupo joven y entusiasta hasta la noche anterior. Ahora sus rostros revelaban una pena colectiva que los había envejecido con rapidez.

—¿Hay alguien aquí llamado Ron Talbot? —preguntó, mostrando su distintivo plateado.

La persona de más edad de la estancia, una mujer de alrededor de cincuenta años, con cabello cardado y con laca, que llevaba un traje desaliñado, se acercó a Sachs.

—Soy Sally Anne McCay —dijo—. Soy la directora administrativa. Oh, ¿cómo está Percey?

—Está muy bien —contestó Sachs con precaución—. ¿Dónde está el señor Talbot?

Una treintañera morena, que llevaba un arrugado vestido azul salió de una oficina y puso un brazo alrededor de los hombros de Sally Anne. La mujer mayor apretó la mano de la más joven.

—Lauren, ¿estás bien?

Lauren, con una cara hinchada que era la viva imagen de la desolación, preguntó a Sachs:

—¿Ya saben lo que pasó?

—Acabamos de comenzar la investigación… Pero ¿el señor Talbot?

Sally Anne se enjugó las lágrimas y luego miró hacia una oficina en un rincón. Sachs caminó hacia la entrada. En el interior se hallaba un hombre apesadumbrado, con la cara sin afeitar y una maraña de pelos grisáceos sin peinar. Hojeaba unos impresos de ordenador y respiraba con dificultad. Levantó la vista, con una expresión sombría en la cara. Parecía que él también hubiera llorado.

—Soy la oficial Sachs —se presentó Amelia—. Estoy en el NYPD.

El hombre asintió.

—¿Lo han atrapado ya? —preguntó, mirando por la ventana como si esperara que el fantasma de Ed Carney pasara flotando. Se volvió hacia ella—. ¿Al asesino?

—Estamos siguiendo varias pistas.

Amelia Sachs, una policía de segunda generación, manejaba muy bien el arte de las evasivas.

Lauren apareció por la puerta de Talbot.

—No puedo creer que haya muerto —jadeó con un tono de pánico en su voz—. ¿Quién haría algo así? ¿
Quién
?

Como policía de patrulla de los que hacen rondas en las calles, Sachs había transmitido un buen puñado de malas noticias a seres queridos. Nunca se acostumbró a la desesperación que escuchaba en las voces de los amigos y las familias supervivientes.

—Lauren —Sally Anne cogió el brazo de su colega—. Lauren, vete a casa.

—¡No! No quiero irme a casa. Quiero saber quién diablos lo hizo. Oh, Ed…

Dando unos pasos hacia el interior de la oficina de Talbot, Sachs dijo:

—Necesito su ayuda. Da la impresión de que el asesino montó la bomba fuera del avión, debajo de la cabina. Tenemos que encontrar dónde.

—¿Afuera? —Talbot frunció el entrecejo—. ¿Cómo?

—Con imanes y pegamento. El pegamento no estaba completamente consolidado antes de la explosión, de manera que tuvo que haberlo colocado poco tiempo antes del despegue.

Talbot asintió:

—Cuenta conmigo para lo que necesites. Por supuesto.

Sachs golpeó el transmisor-receptor portátil que llevaba en la cadera.

—Voy a comunicarme
online
con mi jefe. Está en Manhattan. Le vamos a hacer algunas preguntas.

Preparó el Motorola, los cascos y el micrófono.

—Vale, Rhyme, estoy aquí. ¿Me escuchas?

Aunque utilizaban una frecuencia amplia de Operaciones Especiales, y deberían establecer la comunicación según los procedimientos del Departamento de Comunicaciones, Sachs y Rhyme pocas veces se molestaban en cumplirlos. En aquella ocasión tampoco lo hicieron. La voz de Rhyme gruñó a través de los cascos, saltando quién sabe por cuantos satélites.

—Te oigo. Has tardado mucho tiempo.

No te pases, Rhyme.

—¿Dónde estaba el avión antes de despegar? —le preguntó Sachs a Talbot—. ¿Digamos una hora o una hora y cuarto antes?

—En el hangar —respondió Talbot.

—¿Es posible que el criminal llegara hasta el avión en el hangar? Después del… ¿cómo lo llaman? ¿Cuando el piloto inspecciona el avión?

—El chequeo exterior. Sí, supongo que es posible.

—Pero en todo momento hubo gente por los alrededores —dijo Lauren. Se le había pasado el ataque de llanto y se había lavado la cara. Ahora estaba más calmada y la determinación había reemplazado a la desesperación en sus ojos.

—¿Cómo se llama, por favor?

—Lauren Simmons.

—Lauren es la ayudante del director de operaciones —explicó Talbot—. Trabaja para mí.

—Habíamos estado trabajando con Stu —continuó Lauren—, nuestro mecánico principal, nuestro ex mecánico principal para equipar al aeroplano. Trabajamos contrarreloj. Hubiéramos visto a cualquiera que estuviera cerca del avión.

—De manera que montó la bomba —dijo Sachs— después de que el avión saliera del hangar.

—¡Cronología! —la voz de Rhyme bramó a través de los cascos—. ¿Dónde estaba desde el momento en que abandonó el hangar hasta el despegue?

Cuando Sachs transmitió esta pregunta, Talbot y Lauren la llevaron a la sala de conferencias. Estaba llena de gráficos y tablones de programación, cientos de libros y cuadernos y pilas de papeles. Lauren desenrolló un gran mapa del aeropuerto. Contenía miles de números y símbolos que Sachs no comprendía, si bien los edificios y las calzadas estaban claramente delineados.

—Ningún avión se mueve ni cinco centímetros —explicó Talbot con su áspera voz de barítono— a menos que Control de Tierra se lo permita.
Charlie Juliet
estaba…

—¿Qué? ¿
Charlie
…?

—El nombre del avión. Nos referimos a los aviones por las dos últimas letras del número de registro. CJ. De manera que lo llamamos
Charlie Juliet
. Estaba estacionado aquí en el hangar… —señaló un punto en el mapa—: Terminamos de cargar…

—¿Cuándo? —gritó Rhyme, tan fuerte que a Sachs no le hubiera sorprendido que Talbot le oyera—. ¡Necesitamos tiempos! ¡Tiempos exactos!

El diario de vuelo del
Charlie Juliet
se había quemado por completo y el registro de la FAA con la determinación de los tiempos todavía no estaba transcrito. Pero Lauren examinó los registros internos de la compañía.

—La torre le dio pista libre para despegar a las siete y diecisiete. Y la tripulación anunció que recogió el tren de aterrizaje a las siete y treinta.

Rhyme lo oyó.

—Catorce minutos. Pregúntales si el avión estuvo detenido y fuera de la vista en ese tiempo.

Así Sachs lo hizo y Lauren contestó:

—Probablemente aquí.

Señaló en el mapa una angosta porción de calzada de cerca de 60 metros. La hilera de hangares la ocultaba del resto del aeropuerto. Terminaba en una intersección en forma de T.

—Oh, y es una zona ATC No Vis —dijo Lauren.

—Es cierto —comentó Talbot, como si fuera algo significativo.

—¡Traducción! —gritó Rhyme.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Sachs.

—Fuera de visibilidad para el Control de Tráfico Aéreo —respondió Lauren—. Un ángulo muerto.

—¡Sí! —llegó la voz a través de los cascos—. Bien, Sachs. Acordona el lugar y examínalo. Libera el hangar.

—No nos vamos a ocupar del hangar —le dijo Sachs a Talbot—. Lo voy a liberar. Pero quiero acordonar esa calzada. ¿Puede llamar a la torre? ¿Hacer que desvíen el tráfico?

—Lo puedo hacer —contestó Talbot vacilante—. Pero no les va a gustar.

—Si hay algún problema haga que llamen a Thomas Perkins —dijo Sachs—. Es el jefe de la oficina del FBI en Manhattan. Él lo arreglará todo con la central de la FAA.

—¿La FAA? ¿En Washington? —preguntó Lauren.

—Esa misma.

Talbot esbozó una sonrisa.

—Bueno, vale.

Sachs se dirigió a la puerta principal, e hizo una pausa. Miró el animado aeropuerto.

—Oh, voy en coche —le gritó a Talbot—. ¿Hay algo especial que se deba tener en cuenta cuando se conduce por un aeropuerto?

—Sí —le contestó—. Trata de no chocar con ningún avión.

SEGUNDA PARTE: LA ZONA DE MUERTE

El ave de un halconero, aunque sea dócil y afectuosa, se acerca tanto en condición y hábito a un animal salvaje como puede hacerlo todo animal que viva con el hombre. Antes que nada, caza.

A Ragefor Falcons,

Stephen Bodio.

Capítulo 10: Hora 3 de 45

—Estoy aquí, Rhyme —anunció Sachs.

Bajó del coche RRV, se puso guantes de látex y bandas de goma alrededor de los zapatos para garantizar que las huellas de sus pies no se confundieran con las del criminal, tal y como Rhyme le había enseñado.

—¿Y dónde, Sachs —preguntó el criminalista—, es aquí?

—En la intersección de las pistas de rodaje. Entre una hilera de hangares. Es el lugar donde se habría detenido el avión de Carney.

Sachs observó nerviosa un grupo de árboles en la distancia. Era un día nublado y húmedo. Amenazaba una nueva tormenta. La chica se sentía expuesta. El Bailarín podría estar ahora allí mismo, quizá había vuelto para destruir las pruebas materiales que dejó atrás, quizá para matar un policía y demorar la investigación. Como la bomba en Wall Street de hace unos años, la que mató a los técnicos de Rhyme.

Dispara primero…

¡Maldito seas, Rhyme, me estás asustando! ¿Por qué actúas como si este tipo atravesara los muros y escupiera veneno?

Sachs sacó la caja del PoliLight y una gran maleta de la parte posterior del RRV. Abrió la maleta. En su interior se veían un montón de herramientas del oficio: destornilladores, llaves inglesas, martillos, cortaalambres, cuchillos, equipo para la recolección de huellas en relieve por fricción, ninhidrina, pinzas, cepillos, tenazas, tijeras, pinzas recolectoras accionadas por un cable, equipo para la recolección de residuos de disparos, lápices, bolsas plásticas y de papel, cinta adhesiva para recoger pruebas…

BOOK: El bailarín de la muerte
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