El bailarín de la muerte (13 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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—¿Qué están haciendo aquí? —soltó Sachs, señalando a Hale y a Percey y olvidando que Banks era su superior.

—Tenían un problema o algo así con un mecánico —dijo Banks—. Percey quiso pasar por aquí. Para tratar de encontrar…

—Rhyme —gritó Sachs al micrófono—. Está aquí.

—¿Quién? —Preguntó Rhyme con acritud—. ¿Y dónde es aquí?

—Percey. Y Hale también. En el aeropuerto.

—¡No! Se supone que estarían en la casa de seguridad.

—Bueno, no lo están. Están aquí justo frente a mí.

—¡No, no, no! —se enfureció Rhyme. Pasó un momento. Luego dijo—: Pregúntale a Banks si siguieron los procedimientos evasivos de conducción.

Banks, incómodo, respondió que no lo habían hecho.

—Ella insistió mucho en que tenían que venir aquí primero. Traté de convencerla…

—Por Dios, Sachs. Está allí en algún lugar. El Bailarín. Sé que está allí.

—¿Y dónde puede estar? —los ojos de Sachs se dirigieron a la ventana.

—Mantenlos agachados —dijo Rhyme—. Haré que Dellray consiga una camioneta blindada de la oficina de campo del FBI de White Plains.

Percey oyó el revuelo.

—Me iré a la casa de seguridad en una hora o dos. Tengo que encontrar un mecánico para trabajar…

Sachs le hizo señas de que se callara, luego dijo:

—Jerry, mantenlos allí.

Corrió hacia la puerta y miró la amplia extensión gris del aeropuerto mientras un ruidoso avión a hélice se alejaba por la pista. Puso el micrófono más cerca de su boca.

—¿Cómo, Rhyme? —preguntó—. ¿Cómo llegará hasta nosotros?

—No tengo la menor idea. Puede hacer cualquier cosa.

Sachs trató de volver a entrar en la mente del Bailarín, pero no pudo. Todo lo que pensó fue:

Engaño…

—¿Cómo de segura es la zona? —preguntó Rhyme.

—Bastante hermética. Tiene una valla metálica. Hay policías en un control de la entrada, que inspeccionan los billetes y los documentos de identidad.

—¿Pero no inspeccionan los documentos de identidad de policías, verdad? —preguntó Rhyme.

Sachs miró los oficiales uniformados y recordó con cuanta informalidad la habían dejado pasar.

—Oh, mierda, Rhyme, aquí hay una docena de coches con distintivos. Y también un par que no tiene ninguna. No conozco a los policías ni a los detectives… Podría ser cualquiera de ellos.

—Bien, Sachs. Escucha, averigua si ha desaparecido algún policía local. En las dos o tres horas pasadas. El Bailarín podría haber matado a uno de ellos para robar su placa y uniforme.

Sachs llamó a la puerta a un policía del estado, lo examinó de cerca, lo mismo que su placa de identidad y decidió que era verdadero. Le dijo:

—Pensamos que el asesino puede estar cerca, quizá haciéndose pasar por oficial. Necesito que investigues a todos los que están por aquí. Si hay alguno que no reconoces, házmelo saber. También averigua por medio de la central si algún policía de los alrededores ha desaparecido en las últimas horas.

—Delo por hecho, oficial.

Sachs volvió a la oficina. No había persianas en las ventanas y Banks había llevado a Percey y a Hale a una oficina interior.

—¿Qué está pasando? —preguntó Percey.

—Saldréis de aquí en cinco minutos —dijo Sachs, mirando por la ventana y tratando de adivinar cómo atacaría el Bailarín. No tenía ni idea.

—¿Por qué? —preguntó la aviadora, frunciendo el ceño.

—Pensamos que el hombre que mató a tu marido está aquí. O en camino hacia aquí.

—Oh, vamos. Hay policías por todo el campo. Es perfectamente seguro. Necesito…

—Sin discutir —le espetó Sachs.

Pero Percey discutió:

—No puedo irme. Mi mecánico principal acaba de irse. Tengo que…

—Percey —dijo Hale incómodo—, quizá deberíamos escucharla.

—Tenemos que hacer que ese avión…

—Volved. Adentro. Y estaos quietos.

La boca de Percey se abrió de la indignación.

—No puedes hablarme de esa manera. No soy una prisionera.

—¿Oficial Sachs? Hola —el policía con quien había hablado afuera entró al cuarto—. He realizado un rápido control visual de todos los que están de uniforme y también de los detectives. No hay desconocidos. Y no hay informes de que hayan desaparecido oficiales del estado o de Westchester. Pero nuestro Despacho Central me dijo algo que quizá usted deba conocer. Puede que no sea nada, pero…

—Dime.

Percey Clay dijo:

—Oficial, tengo que hablarle…

Sachs la ignoró e hizo una seña al policía:

—Sigue.

—La patrulla de tráfico de White Plains, cerca de dos millas de aquí. Encontraron un cuerpo en un contenedor. Piensa que lo mataron hace una hora, o quizá menos.

—¿Rhyme, escuchas?

—Sí.

Sachs preguntó al policía:

—¿Por qué piensas que es importante?

—Por la forma en que lo mataron. Algo terrible.

—Pregúntale si le faltan la cara y las manos —pidió Rhyme.

—¿Qué?

—¡Pregúntale!

Sachs obedeció y todos en la oficina dejaron de hablar y la miraron.

El policía parpadeó por la sorpresa y dijo:

—Sí, señora, oficial. Bueno, al menos las manos. El transportista no dijo nada de la cara. ¿Cómo sabía…?

—¿Dónde está ahora el cuerpo? —bramó Rhyme.

Sachs transmitió la pregunta.

—En la furgoneta del coroner
[29]
. Lo llevan a la morgue del condado.

—No —dijo Rhyme—. Haz que te lo traigan a ti, Sachs. Quiero que lo examines.

—El…

—Cuerpo —dijo Rhyme—. Tiene la respuesta a la pregunta de cómo llegará hasta ti. No quiero que Percey ni Hale se muevan hasta que sepamos a lo que nos enfrentamos.

Sachs transmitió al policía el pedido de Rhyme.

—Bien —dijo—. Me encargaré de ello. Es que… ¿Usted quiere el cuerpo aquí?

—Sí. Ahora.

—Dile que lo traigan pronto, Sachs —dijo Rhyme. Suspiró—. Es lamentable, muy lamentable.

Y Sachs tuvo el inquietante pensamiento de que la urgencia triste de Rhyme no era sólo por el hombre que acababa de morir tan violentamente, fuera quien fuera, sino por aquellos que quizá estaban a punto de correr la misma suerte.

*****

La gente cree que el fusil es la herramienta más importante para un francotirador, pero no es cierto. Es el telémetro.

¿Cómo lo llamamos, soldado? ¿Lo llamamos
mira telescópica
? ¿Lo llamamos
escopio
?

Señor, no. Es un telescopio. El que yo tengo es un Redfield, con una variable de tres por nueve, con una retícula de líneas finas. No hay nada mejor, señor.

El telescopio que Stephen estaba montando encima del Model 40 tenía 32 cms. de largo y pesaba apenas un poco más de 340 grs. Había sido adaptado a aquel fusil en particular con los correspondientes números de serie, y se le había ajustado con esmero para obtener un buen foco. El paralaje había sido establecido por el ingeniero óptico de la fábrica, de manera que las finas líneas que se posaban en el corazón de un hombre a quinientos metros no se movían perceptiblemente cuando la cabeza del francotirador giraba a derecha o izquierda. El protector del ojo era tan exacto que el retroceso empujaba al ocular hacia atrás a un milímetro de la ceja de Stephen, y sin embargo no le tocaba ni un pelo.

El telescopio Redfield era negro y esbelto, y Stephen lo guardaba envuelto en pana y protegido por un bloque de poliestireno dentro del estuche de guitarra.

Entonces, escondido en un nido de hierba a trescientos metros del hangar y la oficina de Hudson Air, Stephen colocó el negro tubo del telescopio en su montura, perpendicular el arma (siempre se acordaba del crucifijo de su padrastro cuando realizaba esta maniobra), luego giró el pesado tubo hasta que quedó en posición con un satisfactorio clic. Apretó los tornillos de fijación.

Soldado, ¿eres un francotirador competente?

Señor, soy el mejor, señor.

¿Cuáles son tus títulos?

Señor, estoy en excelente forma física, soy escrupuloso, uso la mano derecha, tengo una visión de 20 sobre 20, no fumo ni bebo ni tomo ningún tipo de drogas, puedo quedarme quieto durante horas y vivo para llenar de balas el culo de mi enemigo.

Se acomodó en el montón de hierbas y hojas.

Podría haber gusanos por aquí, pensó. Pero por el momento no se sentía temeroso. Tenía su misión y eso le ocupaba la mente por completo.

Stephen acunó el fusil, y olió el aceite de engrasar que emanaba del cerrojo y el aceite especial protector que salía del portafusil, tan usado y suave que parecía de angora. El Model 40 era un fusil OTAN de 7.62 milímetros y pesaba casi cuatro kilos. La tracción del gatillo iba generalmente de 1,35 hasta los 2,25 kg, pero Stephen la ponía un poco más alta porque sus dedos eran muy fuertes. El arma tenía un alcance efectivo de mil metros, si bien Stephen había matado a más de mil trescientos.

Stephen conocía el arma íntimamente. En los equipos de francotiradores, le había contado su padrastro, los mismos usuarios no tenían autorización para desmontar sus fusiles, y el viejo no le dejaba hacerlo. Pero esa era una regla de su padrastro que, a Stephen no le parecía correcta y por eso, en un momento de poco acostumbrado desafío, se había adiestrado en secreto en desmontar el fusil, limpiarlo, repararlo y hasta en manipular las partes que necesitaban ajuste o reparación.

A través del telescopio escudriñó Hudson Air. No podía ver a la Mujer, aunque sabía que estaba por allí o que pronto lo estaría. Al escuchar la grabación del teléfono pinchado en las líneas de la oficina de Hudson Air, Stephen le había oído decir a alguien llamado Ron que habían cambiado de planes; antes de ir a la casa protegida se dirigirían al aeropuerto para encontrar un mecánico que pudiera trabajar en el avión.

Usando la técnica de arrastrarse por el suelo, Stephen se movió hacia delante hasta encontrarse en un risco bajo, todavía oculto por los árboles y la hierba, pero con una visión mejor del hangar, la oficina y el aparcamiento al frente, separados de él por un campo llano y dos calles.

Era una espléndida zona de muerte. Amplia. Muy poco cubierta. Con todas las entradas y salidas fácilmente al alcance de su fusil.

Dos personas se hallaban en la puerta principal. Una era un policía del estado o del condado. La otra era una mujer, su cabello rojo sobresalía de una gorra de béisbol. Muy bonita. Era una policía, en traje de calle. Stephen podía ver la forma abultada de un Glock o Sig-Sauer en la parte superior de su cadera. Levantó el telémetro y puso la imagen dividida en el cabello de la mujer. Giró un anillo hasta que las dos imágenes coincidieron perfectamente.

Trescientos metros con dieciséis centímetros.

Guardó el telémetro, levantó el fusil y apuntó a la mujer, centrando la retícula nuevamente en su cabello. Miró el hermoso rostro. Su atractivo lo turbaba. No le gustaba.
Ella
no le gustaba. Se preguntó por qué.

La hierba se movió a su alrededor. Pensó: gusanos.

Estaba empezando a sentirse atemorizado.

El rostro en la ventana…

Ubicó la retícula en el pecho de la mujer.

La sensación de temor desapareció.

Soldado, ¿cuál es el lema del francotirador?

Señor, es «una oportunidad, un disparo, una muerte».

Las condiciones eran excelentes. Había un leve viento de costado, que calculó de 8 km por hora. El aire era húmedo, lo que daría fuerza al proyectil. Iba a disparar en un terreno liso, con corrientes térmicas sólo moderadas.

Retrocedió, deslizándose hacia abajo del montículo y pasó una varilla de limpieza, con una punta de suave algodón, por el cañón del Model 40. Siempre había que limpiar el arma antes de disparar. La menor traza de humedad o aceite podía desviar el tiro alrededor de tres centímetros. Luego hizo un lazo con el portafusil y se acomodó en el nido.

Stephen cargó el arma con cinco cartuchos en la recámara. Se trataba de cartuchos de excelente calidad M-118, fabricados en el renombrado arsenal Lake City. La bala en sí pesaba 11 grs y llegaba al objetivo a una velocidad de mil metros por segundo. Sin embargo, Stephen los había modificado en algo. Había horadado el centro y lo había llenado con una pequeña carga explosiva. Volvió a colocar la camisa estándar con una punta cerámica que penetraba por casi todo tipo de blindaje corporal.

Desplegó un fino paño de cocina y lo colocó sobre el suelo para recibir los cartuchos eyectados. Luego enrolló el portafusil alrededor de su bíceps izquierdo y plantó el codo firmemente sobre el suelo, manteniendo el antebrazo absolutamente perpendicular al mismo, un apoyo óseo. «Soldó» su mejilla y pulgar derecho a la culata por encima del gatillo.

Luego comenzó a escudriñar lentamente la zona de muerte.

Resultaba difícil ver el interior de las oficinas pero Stephen creyó vislumbrar a la Mujer.

¡Sí! Era ella.

Estaba de pie detrás de un hombre grande y de pelo rizado que llevaba una camisa blanca arrugada. Sostenía un cigarrillo. Un hombre joven y rubio, de traje y con una insignia en el cinturón los introdujo en el edificio y desaparecieron de la vista.

Paciencia… ya se presentaría otra vez. No tienen ni idea de que estás aquí. Puedes esperar todo el día. Tanto como los gusanos no…

Otra vez luces intermitentes.

Una ambulancia del condado llegó al aparcamiento a gran velocidad. La policía de cabellos rojos la vio. Sus ojos se agrandaron con la excitación. Corrió hacia el vehículo.

Stephen respiró hondo.

Una oportunidad…

Apunta tu arma, soldado.

El alza normal para 300 metros es de tres minutos, señor. Colocó la mira de manera que el cañón estuviera dirigido ligeramente hacia arriba para tener en cuenta la gravedad.

Un disparo…

Calcula el viento de costado, soldado.

Señor, la fórmula es el alcance en cientos de metros por la velocidad dividido por quince. La mente de Stephen pensó enseguida: casi menos de un minuto de desviación. Ajustó el telescopio en consecuencia.

Señor, estoy listo, señor.

Una muerte…

Un rayo de luz se coló por detrás de una nube e iluminó el frente de la oficina. Stephen comenzó a respirar lenta y regularmente.

Tenía suerte; los gusanos permanecieron ausentes. Y no había rostros que miraran desde las ventanas.

Capítulo 11: Hora 4 de 45

El asistente sanitario descendió de la ambulancia.

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