El bailarín de la muerte (17 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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Cooper dijo que tenía suficientes y procedió a examinar varias de ellas.

—No hay algodón, ni sosa, sulfito o sulfato —leyó en la pantalla del ordenador.

Eran elementos químicos que se agregaban a la pulpa en el proceso de fabricar papel de alta calidad.

—Es papel barato. Y el tinte es soluble en agua. No hay tinta con una base de aceite.

—De manera que —anunció Rhyme— no es dinero.

—Probablemente se trata de papel reciclado —dijo Cooper.

Rhyme amplió nuevamente la imagen. Ahora la matriz era grande y se perdían los detalles. Se sintió momentáneamente frustrado y deseó mirar por el ocular verdadero de un microscopio de luz polarizada. No había nada como la nitidez de una buena lente.

Entonces vio algo.

—¿Y esas manchas amarillas, Mel? ¿Pegamento?

El técnico miró por el ocular del microscopio y anunció:

—Sí. Parece pegamento de sobre.

De manera que posiblemente se le hubiera entregado la llave al Bailarín en un sobre. ¿Pero qué significaba el papel verde? Rhyme no tenía idea.

Sellitto cerró su teléfono:

—Hablé con Ron Talbot de Hudson Air. Hizo unas llamadas. Adivina quién alquila ese hangar donde esperó el Bailarín.

—Phillip Hansen —dijo Rhyme.

—Sí.

—Estamos preparando un buen caso —comentó Sachs.

Es cierto, pensó Rhyme, si bien su meta no era entregar al Bailarín al fiscal de distrito, preparar un caso sin fisuras. No, lo que quería era ver la cabeza de aquel hombre en una pica.

—¿Algo más?

—Nada.

—Vale, vayamos a la otra escena. El nido de francotirador. Ahí estaba bajo mucha presión. Quizá tuvo algún descuido.

Pero, por supuesto, el Bailarín no se descuidó.

No había casquillos de los proyectiles.

—Esta es la razón —dijo Cooper, examinando los vestigios al microscopio—. Fibras de algodón: utilizó un paño de cocina para recoger los casquillos.

Rhyme asintió:

—¿Huellas de pies?

—No —Sachs les explicó que el Bailarín había caminado alrededor del barro delator, pisando sobre la hierba hasta cuando corría hacia la furgoneta de productos alimenticios para escapar.

—¿Cuántos BF encontraste?

—Ninguno en el nido de francotirador —explicó Sachs—. Cerca de doscientos en las dos furgonetas.

Si usaban AFIS —el sistema de identificación automática de huellas dactilares que relacionaba las bases de datos criminales, militares y de empleados públicos digitalizadas de todo el país— podría identificar todas las huellas dactilares, aunque les llevaría mucho tiempo. Pero, obsesionado como estaba Rhyme por encontrar al Bailarín, no se molestó en hacer un pedido a AFIS. Sachs informó que también había hallado huellas de los guantes de algodón en las furgonetas; por sus relieves de fricción, las huellas de dentro de los vehículos no pertenecerían al Bailarín.

Cooper vació la bolsa de plástico en una bandeja de examen. Sachs y él observaron los contenidos.

—Suciedad, hierbas, piedritas… Aquí hay algo. ¿Puedes ver esto, Lincoln? —Cooper montó otro portaobjetos.

—Pelos —dijo— inclinado sobre su propio microscopio—. Tres, cuatro, seis, nueve… una docena. Parecen de médula continua.

La médula es un canal que corre a lo largo de la hebra de algunos tipos de pelo. En los seres humanos, la médula no existe o está fragmentada. Una médula continua indica que el pelo es de animal.

—¿Qué piensas, Mel?

—Los veré por el microscopio electrónico. —Cooper colocó la escala en quinientos aumentos y ajustó los controles hasta que uno de los pelos estuvo en el centro de la pantalla. Era un tallo blancuzco con escamas puntiagudas que se asemejaban a la cáscara de piña.

—Gato —anunció Rhyme.

—Gatos, plural —lo corrigió Cooper, mirando nuevamente por el microscopio compuesto—. Parece que tenemos uno blanco y otro manchado. Ambos de pelo corto. Luego un pelo leonado, largo y fino. Un persa o algo así.

—No creo que el Bailarín tenga el perfil de un amante de los animales —bufó Rhyme—. O se hace pasar por alguien que tiene gatos o se aloja con alguien que los posee.

—Más pelo —anunció Cooper y montó un portaobjetos en el microscopio compuesto—. Humano. Es… espera, dos hebras de cerca de quince centímetros de largo.

—Se está quedando calvo, ¿eh? —comentó Sellitto.

—¿Quién sabe? —dijo Rhyme con escepticismo. Sin el bulbo adjunto, es imposible determinar el sexo de la persona que perdió el pelo. También era imposible calcular la edad, excepto en el caso de los niños.

—Quizá se trate de un pelo del pintor —sugirió Rhyme—… ¿Sachs? ¿Tenía el pelo largo?

—No. Cortado al rape. Y era rubio.

—¿Qué piensas, Mel?

El técnico examinó el pelo en su longitud.

—Ha sido teñido.

—Se conoce al Bailarín por su habilidad para cambiar de aspecto —dijo Rhyme.

—No lo sé, Lincoln —dijo Cooper—. El color es similar a un tono natural. Se podría pensar que si hubiera querido cambiar su identidad hubiera elegido un color bien diferente. Espera, veo dos colores. El tono natural es negro. Se le ha agregado algo de castaño rojizo, y más recientemente una capa de púrpura oscura. Con una diferencia de dos a tres meses. También hay muchos residuos, Lincoln. ¿Paso uno de los pelos por el cromatógrafo?

—Hazlo.

Un momento después Cooper leía la lista en el ordenador conectado al aparato.

—Bien, tenemos un tipo de cosmético.

El maquillaje es muy útil al criminalista; los fabricantes de cosméticos suelen cambiar la fórmula de sus productos para seguir las nuevas tendencias. Las composiciones distintas a veces indican distintas fechas de fabricación y lugares de distribución.

—¿Qué tenemos?

—Espera —Cooper enviaba la formula a la base de datos con los nombres de las marcas. Unos instantes más tarde obtuvo una respuesta—. Slim-U-Lite. Hecho en Suiza, importado por Jencon, de los alrededores de Boston. Es un jabón común con una base detergente al que se le añaden aceites y aminoácidos. Apareció en las noticias: la FTC
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los investiga porque afirman que elimina la grasa y la celulitis.

—Hagamos un perfil —anunció Rhyme—. ¿Sachs, qué piensas?

—¿Acerca de él?

—Acerca de ella. La que le ayuda y es su cómplice. O a la que mató para ocultarse en su piso. Y quizá robar su coche.

—¿Estás seguro de que es una mujer? —dudó Lon Sellitto.

—No. Pero no tenemos tiempo para ser cautos en nuestras especulaciones. Las mujeres se preocupan más por la celulitis que los hombres. Las mujeres se riñen el pelo más que los hombres. ¡Propuestas audaces! ¡Vamos!

—Bueno, tiene sobrepeso —dijo Sachs—. Y un problema de auto-imagen.

—Quizá sea punky o New Wave o como sea que los raros se llaman hoy en día —sugirió Sellitto—. Mi hija se riñó el pelo violeta. También se hizo unos piercings, sobre los que no quiero hablar. ¿Qué os parece el East Village?

—No creo que intente dar una imagen rebelde —dijo Sachs—. No con esos colores. No son demasiado diferentes. Trata de ser moderna y nada de lo que hace funciona. Digo que es gorda, de pelo corto, en la treintena, trabaja. Vuelve sola a su casa por las noches, a sus gatos.

Rhyme asintió y miró el diagrama.

—Solitaria. Justo la clase de mujer que puede ser seducida por alguien con mucha labia. Busquemos entre los veterinarios. Sabemos que tiene tres gatos, de tres colores diferentes.

—¿Pero dónde? —Preguntó Sellitto—. ¿Westchester? ¿Manhattan?

—Preguntémonos primero —meditó Rhyme— por qué engancharía a esta mujer.

Sachs hizo sonar sus dedos.

—¡Porque tenía que hacerlo! Porque casi lo atrapamos —su rostro se iluminó. Algo de la antigua Amelia apareció.

—¡Sí! —Dijo Rhyme—. Esta mañana, cerca del domicilio de Percey. Cuando llegaron los ESU.

—Abandonó su coche —continuó Sachs—, y se ocultó en el piso de ella hasta que pudo salir.

—Haz que algunos se pongan a llamar veterinarios —ordenó Rhyme a Sellito—. En un radio de diez manzanas alrededor del domicilio de Percey. No, haz que sea todo el Upper East Side. ¡Llama, Lon, llama!

Mientras el detective marcaba los números en su teléfono, Sachs preguntó muy seria:

—¿Piensas que está bien? ¿La mujer?

Rhyme respondió con su corazón y no con lo que creía que era la verdad:

—Hay que tener esperanza, Sachs. Hay que tener esperanza.

Capítulo 14: Hora 7 de 45

A Percey Clay la casa de seguridad no le parecía particularmente segura. Se trataba de una estructura de piedra marrón y tres plantas, como muchas otras a lo largo de aquella manzana, cerca de la biblioteca Morgan.

—Aquí es —les dijo un agente a ella y a Brit Hale, señalando por la ventanilla de la furgoneta. Aparcaron en el callejón y los dos fueron conducidos sin ceremonias a través de una entrada en el sótano. La puerta de acero se cerró. Se encontraron mirando a un hombre afable, de unos cuarenta años, delgado, con pelo castaño bastante ralo, que les sonrió.

—Hola —dijo, mostrándoles su identificación y la chapa dorada del NYPD—. Me llamo Roland Bell. De ahora en adelante, cada vez que se encuentren con alguien, aunque sea tan encantador como yo, pídanle su identificación y asegúrense de que la foto coincide.

Percey escuchó su acento y le preguntó:

—No me digas… ¿eres de Carolina del Norte?

—Lo soy —rió—. Me crié en Hoggston
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, no es una broma, no, hasta que me escapé a Chapel Hill. Creo que tú eres una chica de Richmond.

—Lo era. Hace mucho tiempo.

—¿Y usted, señor Hale? —preguntó Bell—. ¿También enarbola la bandera de la Confederación?

—Michigan —dijo Hale, estrechando la mano vigorosa del policía—. Vía Ohio.

—No se preocupe. Le perdono ese pequeño error suyo de 1865.

—Por mí me hubiera rendido —bromeó Hale—. Pero nadie me lo pidió.

—Ja. Bueno, soy un detective de homicidios pero sigo trabajando en este programa de protección de testigos porque tengo la manía de mantener con vida a la gente. De manera que mi querido amigo Lon Sellitto me pidió que le ayudara. Les custodiaré a todos durante un tiempo.

—¿Cómo está el otro detective? —preguntó Percey.

—¿Jerry? Por lo que escuché, todavía está en el quirófano. No hay novedades aún.

Hablaba con lentitud, pero sus ojos se movían con mucha rapidez y recorrieron sus cuerpos de arriba a abajo. ¿Qué buscaba?, se preguntó Percey. ¿Quería ver si iban armados? ¿Si tenían micrófonos ocultos? Luego escudriñó el pasillo y después las ventanas.

—Bien —dijo Bell—, soy una buena persona pero puedo resultar un poco testarudo cuando se trata de cuidar a las personas que me encargan —sonrió a Percey—. Tú también pareces un poco testaruda, pero recuerda que todo lo que te diga que hagas es por tu propio bien. ¿De acuerdo? Bien, pienso que nos vamos a llevar muy bien. Ahora dejadme que os muestre vuestros aposentos de primera categoría.

Mientras subían las escaleras dijo:

—Probablemente os morís por saber si este lugar es de verdad seguro.

Hale preguntó, vacilante:

—¿Qué quieres decir con «os morís por saber»?

—Significa que estáis ansiosos. Me parece que todavía hablo como en el Sur. Los muchachos de la Central se burlan un poco de mí. Me dejan mensajes diciendo que han detenido a un redneck
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y que quieren que les haga de traductor. De todos modos, este es un lugar muy seguro. Nuestros amigos de Justicia saben bien lo que hacen. Es más grande de lo que parece desde afuera, ¿verdad?

—Más grande que una cabina de avión, más pequeño que una ruta abierta —dijo Hale.

Bell rió.

—¿Os preocupan esas ventanas del frente? ¿No os parecían muy seguras cuando llegasteis?

—Eso por un lado… —empezó a decir Percey.

—Bueno, aquí está la puerta principal. Echad una mirada —la abrió.

No había ventanas. Sobre ellas se habían atornillado láminas de acero.

—Del otro lado hay cortinas —explicó Bell—. Desde la calle parecen habitaciones a oscuras. En todas las otras ventanas hay cristales a prueba de balas. Pero de todos modos manteneos alejados de ellas. Y tened echadas las persianas. La salida de emergencia y los techos están equipados con sensores y tenemos toneladas de cámaras de video escondidas por todas partes. Si alguien se acerca, lo controlamos al máximo antes de que llegue a la puerta principal. Sólo un fantasma con anorexia podría entrar —caminó por un largo pasillo—. Seguidme por aquí… Bien, este es su cuarto, señora Clay.

—Ya que vamos a vivir juntos, puedes llamarme Percey.

—Hecho. Y usted es…

—Brit.

Los cuartos eran pequeños, oscuros y muy silenciosos, muy diferentes a la oficina de Percey en un rincón del hangar de Hudson Air. Pensó en Ed, que prefería tener su despacho en el edificio principal, con su organizado escritorio, cuadros en las paredes que representaban B17 y P51, pisapapeles sobre cada pila de documentos… A Percey le gustaba el olor del combustible para reactores y como música de fondo para su día laboral prefería el ruido de las llaves de tuerca neumáticas. Pensó en ellos dos juntos, Ed inclinado sobre el escritorio de ella, compartiendo un café. Logró alejar el recuerdo antes de volver a echarse a llorar.

—Los protagonistas están en su lugar —dijo Bell por su transmisor.

Un momento después aparecieron dos policías uniformados por el pasillo; saludaron y uno de ellos dijo:

—Estaremos aquí afuera. Todo el tiempo.

Era curioso, pero su deje de Nueva York no parecía muy diferente al resonante acento de Bell.

—Eso estuvo bien —le dijo el detective a Percey.

Ella levantó una ceja.

—Controlaste su identidad. Nadie te sacará ventaja —ella sonrió débilmente—. Bueno, tenemos a dos hombres con tu suegra en Nueva Jersey —le informó Bell—. ¿Algún otro familiar necesita que lo cuidemos?

Percey dijo que no, no en aquella zona.

Bell repitió la pregunta a Hale, quien contestó, con una triste sonrisa:

—No, a menos que una ex mujer sea considerada familiar. Bueno, ex mujeres.

—Bien. ¿Gatos o perros que necesiten agua?

—No —dijo Percey. Hale sacudió la cabeza.

—Entonces ya podemos relajarnos. No hagáis llamadas desde teléfonos móviles si los tenéis. Usad solo esa línea que está allí. Recordad las ventanas y las cortinas. En aquel lugar hay un botón de emergencia. Si llega a ocurrir lo peor, cosa que no sucederá, lo apretáis y os tiráis al suelo. Bien, si necesitáis algo, pegadme un grito.

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