—Pensándolo bien, yo quiero algo —dijo Percey y levantó la petaca plateada.
—Muy bien —dijo Bell con su acento sureño—, si quieres que te ayude a vaciarla, todavía estoy de servicio, aunque te agradezco el ofrecimiento. Si quieres que te ayude a llenarla, bueno, dalo por hecho.
*****
El engaño que habían planeado no alcanzó las noticias de las cinco.
Pero tres transmisiones salieron sin codificar por un canal policial para toda la ciudad, informando a las comisarías de una operación de seguridad 10-66 en la comisaría veinte y con una advertencia al tráfico 10-67 sobre cierres de calles en el Upper West Side. Todos los sospechosos apresados dentro de los límites de la comisaría 20 debían ser llevados directamente al Registro Central y al Centro de detención de Mujeres y Hombres del centro de la ciudad. No se permitiría que nadie entrara o saliera de la comisaría sin una autorización especial del FBI. O de la FAA (el agregado era de Dellray).
Mientras se efectuaba esta transmisión, los equipos 32-E de Bo Haumann se colocaban en posición alrededor del edificio policial.
A partir de ese momento, Haumann estaba a cargo de aquella parte de la operación. Fred Dellray estaba reuniendo un equipo federal de rescate de rehenes para el caso de que descubrieran la identidad y el domicilio de la dueña de los gatos. Rhyme, junto a Sachs y a Cooper, seguían trabajando con los rastros obtenidos en las escenas de crimen.
No había nuevas pistas, pero Rhyme quería que Sachs y Cooper volvieran a examinar lo que ya habían descubierto. En esto consistía la ciencia forense: en mirar y mirar y mirar, y luego, cuando no se podía encontrar nada, se miraba un poco más. Y cuando se llegaba a otro callejón sin salida, se seguía mirando.
Rhyme había acercado su silla al ordenador y le pedía que ampliara las imágenes del temporizador encontrado entre los restos del avión de Ed Carney. El mismo temporizador no tenía demasiada utilidad, porque era muy común, pero él se preguntaba si no podría contener un pequeño rastro o quizá una huella latente parcial. Los criminales que ponen bombas a menudo creen que las huellas dactilares se destruyen en la explosión, y prescinden de los guantes cuando trabajan con los componentes más pequeños de los artefactos. Pero la explosión en sí misma no necesariamente destruye las huellas. Rhyme le pidió a Cooper que expusiera el temporizador en el bastidor del SuperGlue, y cuando esta operación no reveló nada, le indicó que lo espolvoreara con el MagnaBrush, una técnica para descubrir huellas que utiliza un fino polvo magnético. No encontró nada.
Finalmente, Rhyme ordenó que se bombardeara la muestra con el nit-yag, el nombre coloquial del láser de cristal de granate que era lo más avanzado para descubrir huellas que resultaban invisibles por otros medios.
Cooper estaba mirando la imagen bajo el microscopio mientras Rhyme la examinaba en la pantalla de su ordenador.
El criminalista soltó una seca carcajada, entrecerró los ojos, miró de nuevo y se preguntó si sus ojos no le estarían gastando una broma.
—¿Es eso?… Mira. ¡En el rincón inferior derecho! —gritó.
Pero Cooper y Sachs no podían ver nada.
Gracias a la imagen ampliada había encontrado algo que el microscopio óptico de Cooper había pasado por alto. En el borde de metal que había protegido al temporizador, evitando que saltara hecho añicos había un tenue semicírculo de terminaciones, entrecruzamientos y bifurcaciones de una huella dactilar. No tenía más de un milímetro de ancho y quizá un centímetro de largo.
—Es una huella —dijo Rhyme.
—No es suficiente para compararla —dijo Cooper, mirando la pantalla de Rhyme.
Hay un total de cerca de 150 características individuales en los surcos de una sola huella dactilar, pero un experto puede determinar la identidad si coinciden sólo de ocho a dieciséis de ellas. Por desgracia, aquella muestra ni siquiera proporcionaba la mitad.
Sin embargo, Rhyme estaba entusiasmado. El criminalista que no podía girar el enfoque de un microscopio de luz polarizada había encontrado algo que los demás no habían visto. Algo que probablemente hubiera pasado por alto de ser «normal».
Ordenó al ordenador que cargara un programa de captura de pantalla y guardó la huella en un archivo bmp, sin comprimirla en jpg para evitar el riesgo de corromper la imagen. Imprimió una copia con la impresora láser e hizo que Thom la pegara cerca del panel de pruebas procedentes del lugar de la explosión del avión.
Sonó el teléfono y, con su nuevo sistema, Rhyme descolgó tranquilamente y pasó la llamada al altavoz.
Eran los Mellizos, también conocidos por el apodo afectuoso de «los muchachos Hardy», un par de detectives de Homicidios que trabajaban para el edificio principal, Plaza Uno, de la policía. Eran interrogadores y agentes callejeros; encargados de entrevistar a residentes, mirones y testigos después de un delito; tenían un vago parecido entre sí, y eran considerados los mejores de la ciudad. Hasta Lincoln Rhyme, con su desconfianza hacia las capacidades humanas de observación e intuición, los respetaba.
A pesar de su forma de hablar.
—Hola, detective. Hola, Lincoln —dijo uno de ellos. Sus nombres eran Bedding y Saúl. Difícilmente se distinguían el uno del otro. Por el teléfono, Rhyme ni siquiera trató de hacerlo.
—¿Qué tenéis? —preguntó—. ¿Habéis encontrado a la dama de los gatos?
—Esto fue fácil. Siete veterinarios, dos residencias para gatos…
—Tiene sentido ocuparse de ellos también. Y…
—También entrevistamos a tres empresas que pasean mascotas. Aun cuando…
—¿Quién saca a pasear los gatos, verdad? Pero también se encargan de alimentarlos, darles agua y mantener limpios los aseos cuando el dueño está ausente. Me imagino que no está de más.
—Tres de los veterinarios tenían un cliente que podía ser, pero no estaban seguros. Ha sido una operación complicada.
—Hay muchos animales en el Upper East Side. Te sorprendería. O quizá no.
—Y entonces tuvimos que llamar a asistentes a domicilio. Ya sabes, doctores, ayudantes…
—Ese es un oficio. Lavador de mascotas. De todas formas, un recepcionista de un veterinario en la Ochenta y dos pensó que podría ser una dienta llamada Sheila Horowitz. De unos treinta años, tiene pelo corto y oscuro, algo obesa. Tiene tres gatos. Uno negro y el otro rubio. No conocen el color del tercero. Vive en Lexington entre la Setenta y ocho y la Setenta y nueve.
A cinco calles del domicilio de Percey.
Rhyme les dio las gracias y les pidió que permanecieran de guardia, luego ladró:
—¡Haced que los equipos de Dellray salgan ya mismo! Ve tú también, Sachs. Esté allí el Bailarín o no, hay una escena que examinar. Pienso que nos estamos acercando. ¿Podéis sentirlo todos? ¡Estamos cerca!
*****
Percey le estaba contando a Roland Bell su primer vuelo en solitario.
Que no salió como había planeado.
Había despegado de la pequeña pista de hierba, a ocho kilómetros de Richmond, y sintió el familiar ruido del motor del Cessna a medida que saltaba sobre el suelo irregular hasta coger una velocidad VI. Luego tiró hacia atrás la palanca de mando y el pequeño y compacto 150 se elevó en el aire. Era una mañana de primavera húmeda, como la de aquel mismo día.
—Te debió parecer excitante —comentó Bell, con una mirada de curiosa incertidumbre.
—Cada vez más —dijo Percey, que tomó otro trago de la petaca.
Veinte minutos después el aparato dejó el territorio boscoso de Virginia oriental, una pesadilla de zarzas y pinos. Ella hizo descender el avión sobre un camino de tierra, verificó el combustible y volvió a despegar, regresando a casa sin incidentes.
No hubo ninguna avería en el pequeño Cessna, por lo que el propietario nunca descubrió el paseo. En realidad, la única consecuencia del suceso fue la tunda que le propinó su madre después de que el director de la escuela Lee le informara de que Percey se había enzarzado en otra pelea más y había golpeado a Susan Beth Halworth en la nariz, huyendo después de la quinta hora de clase.
—Tenía que irme —le explicó Percey a Bell—. Se estaban burlando de mí. Creo que me llamaban «enana de jardín». Me lo dijeron muchas veces.
—Los chicos pueden ser crueles —dijo Bell—. A mis hijos les daría una azotaina si hicieran algo así. Oye, ¿cuántos años tenías?
—Trece.
—¿Y pudiste hacerlo? Quiero decir, ¿no necesitas tener diecisiete años para volar?
—Dieciséis.
—Oh. Entonces… ¿cómo lo hiciste?
—Nunca me cogieron —dijo Percey—. Así es como lo hice.
—Oh.
Estaban sentados en el cuarto de ella en la casa protegida. Él había vuelto a llenar la petaca con Wild Turkey, regalito muy común de un informante de la mafia que había pasado allí cinco semanas; estaban sentados en un diván verde, y no se oía el sonido agudo del transmisor, afortunadamente apagado. Percey se apoyaba en el respaldo mientras que Bell se sentaba hacia delante, aunque no porque el mueble le resultara incómodo sino porque le gustaba mantenerse alerta. Sus ojos podrían captar el vuelo de una mosca que pasara por la puerta, una corriente de aire que empujara una cortina y su mano se dirigiría a una de las grandes pistolas que llevaba.
A petición de Bell, Percey siguió con la historia de su carrera en la aviación. Cuando tenía dieciséis años obtuvo su certificado de estudiante piloto, un año después el título de piloto privado y a los dieciocho se convirtió en piloto comercial.
Para horror de sus padres, renunció a entrar en el negocio del tabaco (el padre no trabajaba para una «compañía» sino para un «cultivador», si bien para todos los demás se trataba de una corporación de seis mil millones de dólares) y estudió para licenciarse en ingeniería. («Abandonar la Universidad de Virginia es la primera cosa sensata que ha hecho» le dijo su madre a su padre: fue la única vez que su madre había estado de su parte. La mujer agregó: «Será más fácil que encuentre marido en la Tecnológica de Virginia». Quería decir que sus estudiantes varones no ponían el listón muy alto).
Pero a ella no le interesaban las fiestas, ni los muchachos, ni las hermandades universitarias. Toda su vida se centraba en una sola cosa: volar, todos los días en que le era física y financieramente posible volaba. Obtuvo su certificado de instructora de vuelo y comenzó a enseñar. No le gustaba especialmente la tarea, pero persistió en ella por una razón muy sabia: las horas que se pasan como instructor de vuelo cuentan en el curriculum como tiempo de piloto al mando. Lo que resultaría muy útil cuando fuera a llamar a la puerta de las aerolíneas.
Después de su graduación, empezó a llevar la vida de un piloto sin empleo. Lecciones, espectáculos aéreos, paseos, trabajos ocasionales como acompañante en un servicio de entregas o en una pequeña compañía charter. Taxis aéreos, hidroaviones, fumigación de cosechas, hasta vuelos acrobáticos en viejos biplanos Stearman o Curtis Jenny, los sábados por la tarde en parques de atracciones de los suburbios.
—Fue duro, realmente duro —le dijo a Roland—. Quizá como empezar en la policía.
—No me parece que haya mucha diferencia. Estaba poniendo trampas para los que se excedían de la velocidad permitida y controlaba un cruce como policía de tráfico de Hoggston. Tuvimos tres años consecutivos sin homicidios, ni siquiera accidentales. Luego comencé a ascender, conseguí un empleo de policía del condado y trabajé en la Patrulla de la Autopista. Pero eso consistía mayormente en detener a los conductores con una copa de más. De manera que volví a la Universidad de Carolina del Norte para graduarme en criminología y sociología. Luego me mudé a Winston-Salem y conseguí una chapa dorada.
—¿Una qué?
—Detective. Por supuesto me dieron dos palizas y me dispararon tres veces antes de mi primera revista… Tienes que pensar muy bien lo que deseas; no vaya a ser que lo consigas. ¿Lo has oído alguna vez?
—Pero estabas haciendo lo que querías.
—Así es. Sabes, mi tía, la que me crió, solía decir: «Camina en la dirección que Dios te señala». Creo que hay algo de verdad en ello. Oye, ¿cómo comenzaste con tu propia compañía?
—Ed —mi marido—, Ron Talbot y yo lo hicimos. Hace unos siete u ocho años. Pero primero hice una escala.
—¿A qué te refieres?
—Me alisté.
—¿Bromeas?
—No. Estaba desesperada por volar y nadie me contrataba. Mira, para conseguir un empleo con una gran aerolínea o una compañía charter tienes que tener experiencia con los aviones que utilizan. Y para conseguirlo tienes que pagar tu entrenamiento y las horas en el simulador, de tu propio bolsillo. Puede costarte diez mil dólares obtener el permiso para pilotar un gran reactor. Estaba condenada a volar en aviones a hélice porque no podía pagar mi entrenamiento. Entonces se me ocurrió: podría alistarme y que me pagaran por volar los aviones más interesantes de la tierra. De manera que firmé un contrato con la Armada.
—¿Por qué con ellos precisamente?
—Por los portaaviones. Pensé que sería divertido aterrizar en una pista móvil.
Bell hizo una mueca. Percey le miró extrañada y él le explicó:
—Por si no te habías dado cuenta, no me atrae mucho tu trabajo.
—¿No te gustan los aviadores?
—Oh, no, nada de eso. Lo que no me gusta es volar.
—¿Preferirías que te dispararan antes de subir a un avión?
Sin pensarlo mucho, Bell asintió enfáticamente y luego preguntó:
—¿Estuviste en combate?
—Claro. En Las Vegas.
Bell frunció el ceño.
—Mil novecientos noventa y uno. El Hotel Hilton. Tercera planta.
—¿Combate? No entiendo.
—¿Alguna vez oíste hablar de Tailhook? —le preguntó Percey.
—Oh, ¿no fue una convención naval o algo parecido? ¿Dónde un grupo de pilotos se emborrachó y atacó a unas mujeres? ¿Estuviste allí?
—Me manosearon y me pellizcaron. Derribé de un golpe a un teniente y rompí un dedo a otro, aunque lamentó decir que estaba demasiado borracho y no sintió dolor hasta el día siguiente.
Bebió más bourbon.
—¿Fue tan horrible como se contó?
—Una suele esperar que algún norcoreano o algún iraní en un Mig se descuelgue del sol y te persiga —respondió Percey tras pensárselo un momento—. Pero cuando lo hacen personas que se supone están de tu lado, bueno, realmente te desconcierta. Te hace sentir sucia y traicionada.