—¿Qué sucedió?
—Oh, fue penoso —murmuró Percey—. No quise dejarlo pasar. Lo denuncié y algunas personas perdieron sus puestos. Algunos pilotos, pero también algunos peces gordos. Eso no sentó muy bien en la sala de mandos, como puedes imaginar. Con o sin capacidad de improvisación, no se puede volar con compañeros en los que no confías. De manera que me fui. Estuvo bien. Me divertí con los Tomcats
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, me divertí haciendo salidas. Pero era el momento de irme. Había conocido a Ed, mi marido, y habíamos decidido crear la empresa de charter. Fui a ver a mi padre y más o menos hicimos las paces; él me prestó gran parte del dinero para la Compañía —se encogió de hombros— que le devolví pagando el interés normal más tres puntos, sin demorar ni un día. El muy hijo de puta…
Le volvieron a la mente una docena de recuerdos de Ed. Cuando le ayudaba a negociar el préstamo. Cuando eligieron juntos los aviones en compañías de alquiler que se mostraban escépticas. Cuando alquilaron los hangares. Cuando discutían tratando de dejar listo un avión a las tres de la mañana para un vuelo que tendría lugar a las seis. Las imágenes le hacían tanto daño como sus feroces jaquecas. Para tratar de alejar esos pensamientos preguntó:
—¿Y qué te trajo hasta el Norte?
—La familia de mi mujer vive aquí. En Long Island.
—¿Dejaste Carolina del Norte para vivir cerca de tu familia política?
Percey tuvo en la punta de la lengua un comentario burlón, pero le alegró no hacerlo. Los ojos castaño claro de Bell la miraron con naturalidad cuando dijo:
—Beth estaba muy enferma. Murió hace diecinueve meses.
—Oh, lo lamento mucho.
—Gracias. Aquí había un Sloan-Kettering
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, muy cerca de donde vivía su hermana. La verdad es que necesitaba alguna ayuda con los niños. Soy bueno jugando a la pelota y haciendo chili, pero ellos necesitan otra cosa. Por ejemplo, les encogí todos los jerseys la primera vez que los metí en la secadora. Ese tipo de cosas. No me importaba mudarme, de todos modos. Quería que los chicos supieran que hay más cosas en la vida que silos y cosechadoras.
—¿Tienes fotos? —preguntó Percey, dando otro trago de la petaca. El ardiente licor la quemó durante un momento breve y exquisito. Decidió que dejaría de beber. Luego decidió no hacerlo.
—Por supuesto que sí —sacó una cartera de sus pantalones bolsudos y mostró a sus hijos. Dos chicos rubios, de unos cinco y siete años—. Benjamin y Kevin —los presentó.
Percey también alcanzó a ver fugazmente otra foto, una mujer bonita y rubia, con el pelo corto peinado con flequillo.
—Son muy ricos.
—¿Tienes hijos?
—No —contestó Percey, siempre había tenido sus razones para retrasar ese momento. Era mejor el año próximo o el siguiente… Cuando la empresa anduviera mejor… Cuando alquilaran el 737… Después que obtuviera su licencia para pilotar DC-9… Le sonrió con estoicismo—: ¿Y los tuyos? ¿Quieren ser policías cuando crezcan?
—Jugadores de fútbol, eso es lo que quieren ser. No hay mucho mercado para ese deporte en Nueva York. A menos que los Mets sigan jugando como hasta ahora.
Antes que el silencio se hiciera demasiado denso, Percey preguntó:
—¿Puedo llamar a la Compañía? Quiero saber cómo va mi avión.
—Por supuesto. Te dejaré tranquila. Sólo ten cuidado de no dar nuestro número ni dirección a nadie. Es lo único que te prohíbo terminantemente.
—Ron. Soy Percey. ¿Cómo están todos?
—Afectados —respondió—. Mandé a Sally a su casa. No podía…
—¿Cómo está?
—No lo puede asumir. Carol tampoco. Y Lauren. Lauren no se podía controlar. Nunca he visto a nadie tan trastornado. ¿Cómo estáis tú y Brit?
—Brit está volviéndose loco. Yo estoy volviéndome loca. Qué lío es todo esto. Oh, Ron…
—¿Y el agente, el policía al que dispararon?
—No creo que sepan nada todavía. ¿Cómo está el
Foxtrot Bravo
?
—No tan mal como parecía. Ya he cambiado la ventanilla de la cabina. No hay brechas en el fuselaje. El motor número dos… es un problema. Tenemos que remplazar gran parte del revestimiento. Estamos tratando de encontrar un nuevo cartucho para el extinguidor. Creo que lo lograremos…
—¿Pero?
—Pero hay que remplazar la camisa.
—¿De la cámara de combustión? ¿Remplazarla? Oh, Dios.
—Ya llamé al distribuidor Garrett de Connecticut. Acordaron entregar una mañana, aunque sea domingo. La puedo tener instalada en dos o tres horas.
—Diablos —murmuró Percey—, debería estar allí… Les prometí que me quedaría tranquila pero, maldición, debería estar allí.
—¿Dónde estás, Percey?
Y Stephen Kall, que escuchaba aquella conversación mientras permanecía sentado en el oscuro piso de Sheila Horowitz, se dispuso a escribir. Apretó el auricular contra la oreja.
Pero la Mujer sólo dijo:
—En Manhattan. Hay casi mil policías a nuestro alrededor. Me siento como si fuera el papa o el presidente.
Stephen había escuchado en su receptor informes sobre una curiosa actividad alrededor de la comisaría Veinte, que estaba en el Upper West Side. Se iba a cerrar el edificio policial y reubicar a los delincuentes custodiados. Se preguntó si sería allí dónde ahora estaba la Mujer, en el edificio de la comisaría.
—¿Van a parar a este tipo? —preguntó Ron—. ¿Tienen algunas pistas?
Sí, ¿las tienen? se preguntó Stephen.
—No lo sé —respondió Percey.
—Esos disparos —dijo Ron—. Cómo me asusté. Me hizo acordar del servicio militar. Sabes, el sonido de los fusiles.
Stephen reflexionó otra vez sobre aquel tipo, Ron. ¿Podría ser de utilidad?
Infíltrate, evalúa…
interroga
.
Stephen pensó en atraparlo y torturarlo para obligarle a llamar a Percey y preguntarle dónde quedaba la casa de seguridad…
Pero aunque podría volver a pasar por los controles del aeropuerto, constituía un riesgo. Y le llevaría demasiado tiempo.
Mientras escuchaba la conversación, Stephen miró la pantalla del ordenador portátil que tenía delante. Seguía destellando un mensaje que decía:
Por favor, espere
. El micrófono remoto estaba conectado a una caja repetidora NYNEX situada cerca del aeropuerto y había estado transmitiendo al grabador de Stephen sus conversaciones durante la semana anterior. A Stephen le sorprendía que la policía no lo hubiera descubierto todavía.
Un gato,
Esmeralda, Essie
, ese saco de gusanos, saltó sobre la mesa y arqueó el lomo. Stephen podía oír su irritante ronroneo. Empezó a ponérsele la carne de gallina.
Dio un fuerte codazo al gato, que cayó al suelo, y se alegró al oír el maullido de dolor.
—He estado buscando otros pilotos —dijo Ron, inquieto—. Tengo…
—Solo necesitamos uno. Como acompañante.
—¿Qué? —preguntó Ron tras una pausa.
—Voy a hacer el vuelo mañana. Todo lo que necesito es un FO
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.
—¿Tú? No me parece una buena idea, Percey.
—¿Tienes a alguien? —preguntó ella con brusquedad.
—Bueno, el caso es…
—¿Tienes a alguien?
—Brad Torgeson está en la lista de reemplazos. Dijo que no le importaba echarnos una mano. Conoce nuestra situación.
—Bien. Un piloto con cojones. ¿Ha volado en Lear?
—Mucho… Percey, pensé que seguirías escondida hasta testificar ante el gran jurado.
—Lincoln estuvo de acuerdo en dejarme volar. Si me quedo aquí hasta entonces.
—¿Quién es Lincoln?
Sí, pensó Stephen. ¿Quién
es
Lincoln?
—Bueno, es un hombre extraordinario… —La Mujer vaciló, como si quisiera hablar de él pero no estuviera segura de qué decir. A Stephen le disgustó que se limitara a comentar:
—Está trabajando con la policía, trata de encontrar al asesino. Le dije que me quedaría aquí hasta mañana, pero que estoy decidida a hacer ese vuelo. Estuvo de acuerdo.
—Percey, lo podemos posponer. Hablaré con U.S. Medical. Saben que estamos pasando por un…
—No —dijo ella con firmeza—. No quieren excusas. Quieren que despeguemos a la hora convenida. Y si no podemos hacerlo encontrarán a otro. ¿Cuándo nos entregan la carga?
—A las seis o siete.
—Estaré allí al caer la tarde. Te ayudaré a terminar lo de la camisa.
—Percey —resopló Ron—, todo saldrá bien.
—Si ese motor está reparado a tiempo, todo será magnífico.
—Debes estar pasando por un calvario.
—A decir verdad, no —dijo Percey.
Todavía no, la corrigió Stephen en silencio.
*****
Sachs patinó con la camioneta RRV al doblar la esquina a ochenta kilómetros por hora. Vio una docena de agentes tácticos que trotaban por la acera.
Los grupos de Fred Dellray estaban rodeando el edificio donde vivía Sheila Horowitz. Una típica casa de piedra marrón del Upper East Side, al lado de una tienda coreana de alimentación, un empleado estaba en frente de cuclillas sobre un cajón de embalaje de leche y pelaba zanahorias para el bufet de ensaladas mientras miraba sin demasiada curiosidad a los hombres y mujeres armados con ametralladoras que rodeaban el edificio.
Sachs encontró a Dellray en el vestíbulo, con el arma desenfundada y examinando los buzones.
S. Horowitz. 204.
Conectó su radio:
—Estamos en cuatro ocho tres punto cuatro.
La frecuencia protegida de las operaciones tácticas federales. Sachs sintonizó su radio mientras Dellray curioseaba en el buzón de Horowitz con una pequeña linterna negra.
—No se recogió nada hoy. Tengo la impresión de que la chica no está. —Luego añadió—: Tenemos a nuestra gente en la escalera de incendios y en la planta de arriba y de abajo, con una cámara SWAT y micrófonos. No han visto a nadie dentro. Pero se detectan arañazos y ronroneos. Nada que suene humano, no obstante. La chica tiene gatos, recordad. Acertó al pensar en los veterinarios. Me refiero a nuestro hombre, Rhyme.
Sé a quién te refieres, pensó Sachs.
Fuera el viento aullaba y otra línea de nubes negras cruzaba la ciudad. Grandes jirones de color violeta.
—Todos los grupos —gritó Dellray en su radio—. ¿Estado?
—Grupo rojo. Estamos en la escalera de incendios.
—Grupo azul. Primera planta.
—Roger —musitó Dellray—. Búsqueda y Vigilancia. Informe.
—Todavía no estamos seguros. Tenemos débiles señales infrarrojas. Si hay algo o alguien en el interior no hay movimientos. Podría tratarse de un gato durmiendo. O una víctima herida. O quizá una luz piloto o una bombilla que ha estado un tiempo encendida. Sin embargo podría ser el sujeto. En una parte interna del piso.
—Bueno, ¿qué piensas? —preguntó Sachs.
—¿Quién habla? —preguntó el agente por la radio.
—NYPD. Patrullero Cinco Ocho Ocho Cinco —respondió Sachs, dando su número de placa—. Quiero saber cuál es tu opinión. ¿Piensas que el sospechoso está adentro?
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Dellray.
—Quiero una escena que no esté contaminada. Me gustaría entrar sola si piensan que el Bailarín no está allí.
La violenta entrada de una docena de oficiales tácticos probablemente constituía la manera más eficaz de arruinar por completo una escena de crimen.
Dellray la miró un momento frunciendo el ceño, y luego dijo a su micrófono:
—¿Cuál es tu opinión, S&S?
—No lo podemos decir con seguridad, señor —informó el etéreo agente.
—Sé que no puedes, Billy. Sólo dime lo que te dicta tu instinto.
—Pienso que huyó —replicó tras pensárselo un segundo—. Creo que el piso está limpio.
—Bien, pero lleva un oficial contigo —le dijo a Sachs—. Es una orden.
—Yo entraré primero. Me puede cubrir desde la puerta. Mira, este tipo no deja ningún rastro en ninguna parte. Necesitaré algo más de tiempo.
—Está bien, oficial —Dellray hizo una seña con la cabeza a los agentes federales de SWAT—. Entrada aprobada —musitó, olvidando por un momento su lenguaje habitual para adoptar los términos policiales consagrados.
Uno de los agentes tácticos desarmó en treinta segundos el cerrojo de la puerta.
—Esperad —dijo Dellray, irguiendo la cabeza—. Es una llamada desde la Central. —Habló por la radio—: Dadles la frecuencia —le indicó a Sachs—. Lincoln te llama.
Un momento después irrumpió la voz del criminalista:
—Sachs —dijo—, ¿qué estás haciendo?
—Estoy a punto de…
—Escucha —le dijo con urgencia—. No vayas sola. Déjales que primero examinen la escena. Conoces las reglas.
—Tengo un apoyo…
—No. Deja que SWAT la examine primero.
—Están seguros de que no está dentro —mintió Sachs.
—No es suficiente —replicó Rhyme—. No con el Bailarín. Nadie está seguro con él.
Otra vez con esa monserga. Exasperada, dijo:
—Es la clase de escena que él no espera que encontremos. Probablemente no la limpió. Podríamos encontrar una huella digital, el casquillo de un proyectil. Diablos, si hasta podríamos encontrar su tarjeta de crédito.
Sin respuesta. No era muy frecuente que Rhyme se quedara callado.
—Deja de asustarme, Rhyme. ¿Vale?
Él no contestó y ella tuvo la extraña sensación de que quería que se asustara.
—¿Sachs?
—¿Qué?
—Sólo te pido que tengas cuidado —fue su único consejo.
Entonces aparecieron de repente cinco agentes tácticos, con guantes y capuchas Nomex, chaquetas antibalas azules y armados con negros fusiles H&K.
—Te llamaré desde dentro —dijo Sachs.
Comenzó a subir las escaleras tras los policías, más concentrada en el peso de la maleta con útiles para la escena de crimen que llevaba en su frágil mano que en la negra pistola de su mano derecha.
*****
En los viejos tiempos, en los días anteriores al accidente, a Rhyme le gustaba mucho andar.
Había algo en el movimiento que lo calmaba. Un paseo por Central Park o Washington Square, una enérgica caminata. Solía hacer pausas para recoger trozos de materiales para las bases de datos del laboratorio de IRD, pero una vez que los pedazos de tierra o las plantas o las muestras de materiales de construcción estaban bien guardados y anotada su precedencia en su cuaderno, Rhyme seguía su camino. Solía caminar kilómetros y kilómetros.
Una de las cosas más frustrantes de su estado actual consistía en su incapacidad de descargar las tensiones. En aquel momento tenía los ojos cerrados y se frotó la nuca contra el cabecero de la Storm Arrow, haciendo rechinar los dientes. Le pidió a Thom un poco de whisky.