El bailarín de la muerte (16 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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Por fin, con una voz serena, Rhyme le pidió:

—Por favor, sácale las esposas y déjame unos minutos a solas con Percey.

Sachs vaciló. Su rostro era una máscara inexpresiva.

—Por favor, Amelia —dijo Rhyme, esforzándose por ser paciente.

Sin una palabra Sachs abrió las esposas.

Todos salieron.

Percey se frotó las muñecas, luego sacó una petaca del bolsillo y bebió un trago.

—¿Te importaría cerrar la puerta? —le pidió Rhyme a Sachs.

Pero ella se limitó a mirarlo y siguió caminando por el pasillo. Fue Hale el que cerró la pesada puerta de cedro.

Fuera, en el pasillo, Lon Sellitto hizo otra llamada para saber cómo estaba Banks. Todavía estaba en la sala de cirugía y la enfermera de planta no podía decir más.

Sachs escuchó la noticia con un leve movimiento de cabeza. Caminó hacia la ventana que daba al callejón de la parte de atrás de la casa de Rhyme. La luz oblicua cayó sobre sus manos y se miró las uñas mordisqueadas. Se había puesto un vendaje en los dos dedos más dañados. Hábitos, pensó. Malos hábitos… ¿Por qué no puedo parar?

El detective se le acercó y miró el cielo gris. Se esperaban más tormentas de primavera.

—Oficial —dijo, hablando en voz baja, de manera que nadie más pudiera oír—. Esa señora metió la pata, lo reconozco. Pero debes entenderlo: no es una profesional. Nuestro error fue permitirle que metiera la pata, y sí, Jerry tendría que haberlo pensado mejor. Me duele más de lo que te imaginas decirlo. Pero la pifió.

—No —dijo Sachs a regañadientes—. No comprendes.

—¿A qué te refieres?

¿Podía decirlo? Las palabras eran tan duras.

—Yo la pifié. No es culpa de Jerry —señaló con la cabeza el cuarto de Rhyme—. Ni de Percey. Es mía.

—¿Tuya? Mierda, tú y Rhyme sois los que descubristeis que el Bailarín estaba en el aeropuerto. Podría haber eliminado a todos de no ser por vosotros.

Sachs sacudió la cabeza.

—Yo vi… vi la posición del Bailarín antes de que disparara contra Jerry.

—¿Y?

—Sabía exactamente donde estaba. Podía apuntar. Yo…

Oh, diablos. Esto es difícil.

—¿Qué dices, oficial?

—Me disparó una vez… Oh, Dios. Me asusté. Me tiré al suelo. —Su dedo desapareció en el cuero cabelludo y se rascó hasta que sintió que salía sangre. Para. Mierda.

—¿Y entonces? —Sellitto no comprendía—. Todos se tiraron al suelo, ¿verdad? Quiero decir, ¿quién no lo haría?

Sachs miró por la ventana, con la cara roja de vergüenza.

—Después de que disparara y fallara, yo hubiera dispuesto de al menos tres segundos para atacar, sabía que tiraba con un fusil de repetición. Podía haber disparado un cargador entero contra él. Pero besé el suelo. No tuve cojones para levantarme de nuevo porque sabía que había metido un nuevo cartucho.

—¿Qué? —se burló Sellitto—. ¿Te angustias porque no te pusiste de pie, sin nada que te cubriera o dificultara que presentaras un buen blanco al francotirador? Vamos, oficial… Y, oye, espera un momento, ¿tenías tu arma reglamentaria?

—Sí, yo…

—¿Trescientos metros con una Glock nueve? Ni en sueños.

—Quizá no le hubiera dado, pero si le hubiesen caído unas cuantas balas alrededor se habría quedado quieto y no hubiera hecho ese último disparo que hirió a Jerry. Oh, diablos —apretó las manos y se miró de nuevo la uña del dedo índice. Estaba manchada de sangre. Se rascó de nuevo.

El rojo brillante le recordó la vaporosa nube de sangre que se levantó alrededor de Jerry Banks, y eso le hizo rascarse con más ahínco.

—Oficial, yo no perdería el sueño por eso.

¿Cómo podría explicárselo? Lo que la consumía ahora era más complejo de lo que el detective sabía. Rhyme era el mejor criminalista de Nueva York, quizá del país. Sachs aspiraba a ser como él, pero nunca lo lograría. Pero tirar bien, como conducir rápido, era uno de sus talentos.

Podía ganarles a todos los hombres y mujeres del departamento con cualquiera de las manos. Solía fijar monedas en el campo de tiro y disparar a su destello a cincuenta metros. Luego regalaba las monedas torcidas a su ahijada y a sus amigos. Ella podría haber salvado a Jerry. Diablos, si hasta podría haber herido a ese hijo de puta.

Estaba furiosa consigo misma, furiosa con Percey por ponerla en esta posición.

Y furiosa con Rhyme también.

La puerta se abrió y Percey apareció en el umbral. Lanzando una fría mirada hacia Sachs le pidió a Hale que se les uniera; el hombre desapareció en el cuarto y unos pocos minutos después fue él quien abrió la puerta y dijo:

—Quiere que todos vuelvan.

Sachs se los encontró de esta manera: Percey estaba sentada cerca de Rhyme en un sillón viejo y deteriorado. Se le ocurrió la imagen ridícula de que eran una pareja casada.

—Estamos negociando —anunció Rhyme—. Brit y Percey irán a la casa de seguridad que ha preparado Dellray. Buscarán otra persona que repare el aparato. Sin embargo, encontremos o no al Bailarín, he consentido que Percey haga el vuelo mañana por la noche.

—¿Y si la arresto? —dijo Sachs, acalorada—. ¿Si la llevo a un centro de detención?

Pensó que Rhyme iba a explotar al oírlo, estaba lista para ello, pero dijo razonablemente:

—Lo pensé, Sachs. Y no creo que sea una buena idea. Estará más expuesta: el juzgado, la detención, el transporte. El Bailarín tendría más de una ocasión de eliminarlos.

Amelia Sachs vaciló y luego cedió. Asintió con la cabeza. Él tenía razón, generalmente la tenía. Pero estuviese acertado o no, haría las cosas a su manera. Ella era su asistente, nada más. Una empleada. Es todo lo que era para él.

—Esto es lo que he pensado —siguió Rhyme—. Vamos a poner una trampa. Necesito tu ayuda, Lon.

—Dime.

—Percey y Hale irán a la casa de seguridad. Pero quiero que parezca que van a otro lado. Haremos un gran barullo. Muy evidente. Elegiré una de las comisarías y simularemos que usamos las celdas para su seguridad. Haremos una transmisión o dos para toda la ciudad, en un medio no codificado, y diremos que cerramos la calle frente a la comisaría para mantenerla despejada, y que transportamos los sospechosos a otro centro. Si tenemos suerte el Bailarín lo escuchará en un detector. Si no lo hace, los medios lo reproducirán y lo podrá escuchar igual.

—¿Qué te parece la Veinte? —sugirió Sellitto.

La comisaría vigésima, del Upper West Side, quedaba tan sólo a unas calles del domicilio de Rhyme, que conocía a muchos de sus oficiales.

—Vale, está bien.

Sachs detectó entonces cierta intranquilidad en la mirada de Sellitto. El detective se inclinó hacia la silla de Rhyme y el sudor inundó su frente amplia y surcada de arrugas. Tan bajo que sólo Rhyme y Sachs le pudieron oír, susurró:

—¿Estás seguro, Lincoln? Quiero decir, ¿lo has pensado bien?

Rhyme se volvió hacia Percey. Intercambiaron una mirada entre ellos. Sachs no sabía lo que significaba. Sólo sabía que no le gustaba.

—Sí —dijo Rhyme—. Estoy seguro.

Pero a Sachs no le pareció en absoluto seguro de nada.

Capítulo 13: Hora 6 de 45

—Muchas pruebas, muy bien.

Rhyme miró con aprobación las bolsas plásticas que Sachs había traído de las escenas del crimen del aeropuerto.

Las pruebas eran entonces las piezas favoritas de Rhyme: los trozos y pedacitos, a menudo microscópicos, dejados por los asesinos en las escenas de crimen, o cogidos allí involuntariamente por ellos. Eran restos de pruebas que ni el más listo de los criminales hubiera pensado en colocar ni alterar, y eran pruebas que ni los más hábiles hubieran podido eliminar.

—¿La primera bolsa, Sachs? ¿De dónde proviene?

Ella hojeó sus anotaciones enfadada.

¿Qué le corroía? Pensó Rhyme. Notaba que algo no andaba bien. Quizá tuviera que ver con su enojo con Percey Clay, quizá con su preocupación por Jerry Banks. O quizá no fuera ni lo uno ni lo otro. Por su gélida actitud se daba cuenta de que ella no quería hablar del asunto. Él tampoco estaba demasiado dispuesto. Había que atrapar al Bailarín y, por el momento, aquélla era la única prioridad.

—Esto es del hangar donde el Bailarín esperó al avión. —Levantó dos de las bolsas. Señaló con la cabeza otras tres—. Ésta es del nido del francotirador. Ésta de la furgoneta del pintor. Y ésta de la furgoneta de productos alimenticios.

—¡Thom, Thom! —gritó Rhyme, sobresaltando a todos los que estaban en el cuarto.

El asistente apareció en el umbral:

—¿Sí? —dijo muy digno—. Estoy tratando de preparar algo de comida.

—¿Comida? —preguntó Rhyme, exasperado—. No necesitamos comer. Necesitamos más diagramas. Escribe: «EC-2, Hangar». Sí, «EC-2, Hangar». Está bien. Luego otra: «EC-3». Es de donde disparó, su montículo de hierba.

—¿Debo escribir eso? «¿Montículo de hierba?».

—Por supuesto que no. Es una broma. Tengo sentido del humor, sabes. Escribe: «EC-3, Nido del Francotirador». Ahora miremos primero el hangar. ¿Qué tenéis?

—Trozos de cristal —dijo Cooper, y desparramó el contenido en una cubeta de porcelana como si fuera un mercader de diamantes.

—Y algunos vestigios aspirados, unas pocas fibras del alféizar de la ventana —añadió Sachs—. No hay BF.

Se refería a los bordes de fricción de huellas, dactilares o de las palmas.

—Tiene mucho cuidado con las huellas —dijo Sellitto, desanimado.

—Ya, pero eso es
alentador
—dijo Rhyme, irritado (lo normal en él) porque nadie sacaba conclusiones con tanta rapidez como él.

—¿Por qué? —preguntó el detective.

—¡Tiene cuidado porque está fichado en alguna parte! De manera que cuando encontremos efectivamente una huella, tendremos una buena oportunidad de identificarlo. Vale, vale, las huellas en los guantes de algodón no sirven… No hay huellas de las botas porque desparramó grava en el suelo del hangar. Es muy listo. Pero si fuera estúpido nadie nos necesitaría, ¿verdad? Bueno, ¿qué nos dice el cristal?

—¿Qué podría decirnos —preguntó Sachs secamente—, excepto que rompió la ventana para entrar al hangar?

—Me lo pregunto —dijo Rhyme—. Miremos un poco.

Mel Cooper montó varios fragmentos sobre un portaobjetos y los colocó bajo la lente del microscopio de luz polarizada de bajo aumento. Encendió la video cámara para enviar la imagen al ordenador de Rhyme.

El criminalista se acercó en su silla.

—Línea de comandos —ordenó. Al oír su voz, el ordenador hizo aparecer un menú en la brillante pantalla. Rhyme no podía controlar el microscopio por sí mismo, pero podía capturar la imagen en la pantalla y manipularla (aumentarla o disminuirla, por ejemplo)—. Cursor izquierdo. Doble click.

Rhyme se inclinó hacia delante con esfuerzo, perdido en las auras irisadas de la refracción.

—Parece un cristal normal PPG
[30]
para ventanas, de poca resistencia.

—De acuerdo —dijo Cooper y luego observó—: No hay astillas. Lo rompió con un objeto contundente. Quizá su codo.

—Hum, puede ser. Mira las concoides, Mel.

Cuando alguien rompe una ventana, el cristal estalla en una serie de roturas concoides, o líneas de fractura curvas. Se puede determinar por la forma de las curvas de qué dirección provino el golpe.

—Las veo —dijo el técnico—. Fracturas normales.

—Mira la suciedad —dijo Rhyme abruptamente—. En el cristal.

—La veo. Depósitos de agua de lluvia, barro, residuos de combustible.

—¿De qué lado del cristal está la suciedad? —preguntó Rhyme con impaciencia. Cuando dirigía el IRD, una de las quejas de los oficiales bajo su mando era que actuaba como una institutriz. Rhyme lo consideraba un cumplido.

—Es… oh —Cooper comprendió—. ¿Cómo puede ser?

—¿Qué? —preguntó Sachs.

Rhyme le explicó que las fracturas concoides comenzaban en el lado limpio del cristal y terminaban en el lado sucio.

—Estaba dentro cuando rompió el cristal.

—Pero eso no puede ser —protestó Sachs—. El cristal estaba dentro del hangar. Él… —se detuvo y asintió—. Quieres decir que lo rompió, luego lo recogió y lo tiró dentro con la grava. ¿Pero, por qué?

—La grava no era para evitar las huellas de los pies. Era para engañarnos y que creyéramos que entró. Pero realmente estaba dentro del hangar y salió. Interesante —el criminalista pensó un momento y luego gritó—: Examina ese vestigio. ¿Contiene algo de bronce? ¿Algo de bronce con
grafito
?

—Una llave —dijo Sachs—. Estás pensando que alguien le dio una llave para entrar al hangar.

—Eso es exactamente lo que estoy pensando. Hay que localizar al que posee o alquila el hangar.

—Llamaré —dijo Sellitto y abrió su teléfono móvil.

Cooper miró por el ocular de otro microscopio. Le había dado mucho aumento.

—Aquí estamos —dijo—. Mucho grafito y bronce. También me parece que hay algo de aceite tres-en-uno. De manera que era una cerradura vieja. Tuvo que manipularla.

—¿O…? —le sopló Rhyme—. ¡Vamos, piensa!

—¡O tenía una llave recién hecha! —soltó Sachs.

—¡Cierto! Bastante pegajosa. Bien. ¡Thom, el diagrama, por favor! Escribe: «Acceso con llave».

Con su esmerada caligrafía, el asistente escribió las palabras.

—Ahora, ¿qué más tenemos? —Rhyme aspiró y expiró y se acercó al ordenador. Calculó mal, se dio contra él, y casi tiró al suelo el monitor.

—Maldita sea —murmuró.

—¿Estás bien? —preguntó Sellitto.

—Bien, estoy bien —espetó—. ¿Algo más? —preguntó—. ¿Algo más?

Cooper y Sachs depositaron con un cepillo el resto de los vestigios en una hoja de periódico. Se pusieron los anteojos de aumento y los examinaron. Cooper levantó varias motas con una sonda y las colocó en un portaobjetos.

—Bien —dijo—. Tenemos fibras.

Un momento después, Rhyme miraba los pequeños fragmentos en la pantalla de su ordenador.

—¿Qué piensas, Mel? ¿Papel, verdad?

—Sí.

Hablando por su micrófono, Rhyme ordenó a su ordenador que se desplazara a través de las imágenes microscópicas de las fibras.

—Parecen de dos tipos diferentes. Unas son blancas o color de ante. Las otras tienen un tinte verde.

—¿Verde? ¿Dinero? —sugirió Sellitto.

—Posiblemente.

—¿Tienes suficientes como para pasar algunas por el cromatógrafo de gas? —preguntó Rhyme. El aparato destruía las fibras.

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