El bailarín de la muerte (20 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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—¿No necesitas estar lúcido?

—No.

—Yo creo que sí.

Vete al diablo, pensó Rhyme, y rechinó los dientes con más fuerza. Thom tendrá que limpiar una encía ensangrentada. Y me portaré como un gilipollas con él también.

A la distancia retumbaron los truenos y la luz disminuyó.

Se imaginó a Sachs frente a la fuerza táctica. Ella tenía razón, por supuesto: un grupo ESU que hiciera un examen completo del piso lo contaminaría mucho. No obstante, ella le preocupaba seriamente. Era tan imprudente. Había visto cómo se rascaba la piel, cómo se pellizcaba las cejas, cómo se comía las uñas. Rhyme, siempre escéptico ante las artimañas de los psicólogos, sabía reconocer sin embargo una conducta auto-destructiva cuando la veía. También había salido en coche con Sachs en su deportivo trucado; había llegado a velocidades de más de 300 kilómetros por hora, y pareció decepcionada porque los malos caminos de Long Island no le habían permitido duplicar esa velocidad.

Se sobresaltó al escuchar su voz susurrante:

—¿Rhyme, estás ahí?

—Adelante, Amelia.

—Sin nombres, Rhyme —le pidió ella—. Trae mala suerte.

Él trató de reír. Deseó no haber pronunciado su nombre y se preguntó por qué lo había hecho.

—Adelante.

—No creen que esté allí dentro.

—¿Tienes puesto el blindaje?

—Le robé a un agente federal su chaqueta antibalas. Mira, parece que llevo como sostén unas cajas negras de cereales.

—A la de tres —Rhyme escuchó la voz de Dellray— atención a todos los grupos, tomad las puertas y ventanas, cubrid todas las zonas, pero deteneos en la puerta. Una…

Rhyme se sentía morir. Quería con ansia atrapar al Bailarín, podía saborear su captura, pero qué asustado estaba por ella.

—Dos…

Maldición —pensó Rhyme—, no quiero preocuparme por ti…

—Tres…

Escuchó un sonido suave, como el chasquido de unos nudillos y se encontró inclinado hacia delante. Le dio un enorme calambre en el cuello y se recostó. Thom apareció y comenzó a darle un masaje.

—Ya está bien —murmuró—. Gracias. ¿Podrías limpiarme el sudor? Por favor.

Thom lo miró suspicaz y luego le enjugó la frente.

¿Qué estás haciendo, Sachs?

Quería preguntárselo, pero ni se le ocurría distraerla en aquel momento.

Entonces oyó un grito ahogado. Se le erizaron los pelos de la nuca.

—Dios, Rhyme.

—¿Qué? Dime.

—La mujer…, Sheila Horowitz. La puerta de la nevera está abierta. Ella está dentro. Está muerta pero parece que… Oh, Dios, sus ojos.

—Sachs…

—Parece que la metió dentro cuando todavía estaba viva. Por qué diablos…

—No lo pienses mucho, Sachs. Vamos. Puedes hacerlo.

—Jesús.

Rhyme sabía que Sachs era claustrofóbica. Imaginó el terror que debería sentir al encontrarse frente a aquella horrible forma de morir.

—¿Le puso una cinta adhesiva o la ató?

—Cinta. Una clase de cinta de embalaje transparente en la boca. Sus ojos, Rhyme, sus ojos…

—No pierdas el control, Sachs. La cinta es una buena superficie para dejar huellas. ¿Qué recubre el suelo?

—Una alfombra en el salón. Y linóleo en la cocina. Y…

Un grito.

—¡Oh, Dios!

—¿Qué?

—Uno de los gatos. Saltó frente a mí. ¡Qué tonto!… ¿Rhyme?

—¿Qué?

—Huelo algo. Algo curioso.

—Bien. —Le había enseñado a oler siempre el aire en la escena de crimen. Era el primer indicio que debía percibir un oficial de EC—. ¿Pero qué significa «curioso»?

—Un olor agrio. Químico. No puedo identificarlo.

Luego Rhyme se dio cuenta de que había algo que no encajaba.

—¿Sachs —preguntó abruptamente— abriste la puerta de la nevera?

—No. La encontré así. Estaba sujeta con una silla para que no se cerrara, creo.

¿Por qué? se preguntó Rhyme. ¿Por qué lo haría? Trató furiosamente de encontrar una respuesta.

—Ese olor. Es más fuerte. A humo.

¡La mujer estaba a la vista para distraerles!, se le ocurrió a Rhyme de repente. ¡Dejó la puerta abierta para asegurarse de que el equipo de rescate se centraría en ella! ¡Oh, no, otra vez no!

—¡Sachs! Lo que hueles es una mecha. Una mecha de efecto retardado. ¡Hay otra bomba! ¡Sal ya! Dejó la puerta de la nevera abierta a propósito.

—¿Qué?

—¡Es una mecha! Ha puesto una bomba. Tienes segundos. ¡Sal! ¡Corre!

—Le puedo quitar la cinta de la boca.

—¡Por todos los demonios, vete!

—Puedo quitársela…

Rhyme oyó un crujido, un grito ahogado y, segundos más tarde, el resonante ruido de la explosión, como un martillo pilón sobre una caldera.

Lo dejó sordo.

—¡No! —gritó—. ¡Oh, no!

Miró a Sellitto, que observaba su rostro aterrorizado.

—¿Qué ha pasado, qué ha pasado? —gritó el detective.

Un momento más tarde, Rhyme oyó a través de un auricular la voz de un hombre que, presa del pánico, gritaba:

—Tenemos un incendio. Segunda planta. Los muros se han derrumbado. Tenemos heridos… Oh, Dios. ¿Dónde está la chica? Mirad la sangre. ¡Toda esa sangre! Necesitamos ayuda. ¡Segunda planta! Segunda planta…

*****

Stephen Kall hizo un círculo caminando alrededor de la comisaría veinte, en el Upper East Side.

El edificio no estaba lejos del Central Park y pudo vislumbrar sus árboles.

La calle transversal de la comisaría estaba custodiada, pero las medidas de seguridad no era muy buenas. Había tres policías delante del bajo edificio, que miraban nerviosamente a su alrededor, pero no había ninguno en el lado este del recinto policial, donde una gruesa verja de acero cubría las ventanas. Stephen supuso que allí estarían los calabozos.

Siguió y dobló en la esquina. Luego caminó hacia el norte hacia la siguiente calle transversal. No había caballetes azules que cortaran el paso, pero había guardias, otros dos policías. Examinaban todo coche o peatón que pasara. Stephen estudió brevemente el edificio y continuó la marcha hacia el sur. Completó el círculo en el lado oeste de la comisaría. Se deslizó por un callejón desierto, sacó los binoculares de la mochila y observó el edificio.

¿Te puede valer esto, soldado?

Señor, sí, puedo, señor.

En un aparcamiento al lado de la comisaría había un surtidor de gasolina. Un oficial estaba llenando de combustible el tanque de su coche patrulla. Nunca se le había ocurrido a Stephen que los coches policiales no se surtían en las gasolineras Amoco o Shell.

Durante un largo momento miró hacia los surtidores con sus pesados binoculares Leica, luego los puso de nuevo en el bolso y se dirigió apresuradamente al oeste, consciente, como siempre, de la gente que andaba en su búsqueda.

Capítulo 16: Hora 12 de 45

—¡Sachs! —gritó de nuevo Rhyme.

Maldición, ¿en qué estaría pensando? ¿Cómo pudo haber sido tan descuidada?

—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo Sellitto—. ¿Qué sucede?

¿Qué le ha pasado a ella?

—Una bomba en el piso de Horowitz —dijo Rhyme desalentado—. Sachs estaba dentro cuando explotó. Llámalos. Averigua qué ha pasado. Por el altavoz.

Toda la sangre…

Tres interminables minutos después Sellitto estaba conectado con Dellray.

—Fred —gritó Rhyme—, ¿cómo está Sachs?

Se hizo una pausa angustiosa hasta que su interlocutor contestó.

—Esto tiene muy mala pinta, Lincoln. En estos momentos estamos apagando el incendio. Era una AP de algún tipo. Mierda. Debimos mirar primero. Carajo.

Las trampas explosivas suelen fabricarse con explosivos plásticos o con TNT, y a menudo contienen metralla o cojinetes de bolas para infligir la mayor cantidad de daño posible.

—Derribó un par de muros y se incendió casi todo —continuó Dellray. Hizo una pausa:

—Debo decírtelo, Lincoln. Encontramos…

La voz de Dellray, generalmente tan firme, ahora trastabillaba nerviosamente.

—¿Qué? —demandó Rhyme.

—Algunos restos humanos… Una mano. Parte de un brazo.

Rhyme cerró los ojos y sintió un horror que no había experimentado en años. Un puñal helado penetraba en su cuerpo insensible. Su aliento exhaló un débil silbido.

—Lincoln… —comenzó Sellitto.

—Todavía estamos buscando —siguió Dellray—. Quizá no haya muerto. La encontraremos. La llevaremos al hospital. Haremos todo lo que podamos. Sabes que sí.

¿Sachs, por qué diablos lo hiciste? ¿Por qué te lo permití?

—Nunca debería…

Luego sonó un chasquido en su oreja. Un sonido fuerte como el de un petardo.

—¿Podría alguien…, Dios, podría alguien quitarme esto de encima?

—¿Sachs? —gritó Rhyme por el micrófono. Estaba seguro de que era su voz. Luego sonó como si ella se estuviera ahogando.

—Dios —dijo Sachs—. Oh, chico… Esto es un asco.

—¿Estás bien? —Se volvió hacia el altavoz—. Fred, ¿dónde está?

—¿Eres tú, Rhyme? —preguntó Sachs—. No puedo oír nada. ¡Que alguien me hable!

—Lincoln —exclamó Dellray—. ¡La tenemos! Está bien. Está muy bien.

—¿Amelia?

Escuchó a Dellray que pedía asistencia médica. Rhyme, cuyo cuerpo no se había estremecido durante años, notó que su dedo anular izquierdo temblaba locamente.

—Ella no puede oír muy bien, Lincoln —le explicó Dellray—. Lo que sucedió fue…, parece que el explosivo estaba detrás del cuerpo de esta mujer. Horowitz. Sachs lo sacó de la nevera justo antes de la explosión. El cuerpo absorbió la mayor parte de la onda expansiva.

—Te veo esa mirada, Lincoln —le advirtió Sellitto—. Dale un respiro.

Pero Rhyme no siguió el consejo. Con un feroz gruñido empezó:

—¿Qué diablos estabas pensando, Sachs? Te dije que era una bomba. Deberías haber sabido que era una bomba y salir a escape.

—Rhyme, ¿eres tú?

Estaba disimulando. Él lo sabía.

—Sachs…

—Tenía que quitarle la cinta, Rhyme. ¿Estás ahí? No te puedo oír. Era una cinta plástica de embalaje. Necesitamos tener una de sus huellas. Lo dijiste tú mismo.

—La verdad —gritó Rhyme—, eres imposible.

—¿Hola? ¿Holaaa? No puedo oír ni una palabra de lo que estás diciendo.

—Sachs, no me vengas con estupideces.

—Espera un momento, Rhyme.

Hubo un momento de silencio.

—¿Sachs?… ¿Sachs, estás ahí? ¿Qué diablos…?

—Rhyme, escucha: acabo de examinar la cinta con el PoliLight. ¿Y a qué no lo adivinas? ¡Hay una huella parcial! ¡Tenemos una de las huellas del Bailarín!

Aquello le hizo callar por un instante, pero pronto empezó de nuevo con sus improperios. Siguió un rato más con su sermón hasta que se dio cuenta de que estaba leyendo la cartilla a una línea vacía.

*****

Estaba cubierta de hollín y tenía un aire de desconcierto.

—No me reprendas, Rhyme. Fue estúpido pero no lo pensé. Me limité a actuar.

—¿Qué sucedió? —preguntó él. Su rostro severo se suavizó un momento, estaba tan contento de verla viva.

—Ya casi había entrado del todo. Vi la bomba AP detrás de la puerta y pensé que no podía desarmarla a tiempo. Cogí el cuerpo de la mujer y lo saqué de la nevera. Iba a llevarlo hasta la ventana de la cocina. Explotó antes que pudiera llegar.

Mel Cooper echó un vistazo a la bolsa de pruebas que Sachs le entregó; examinó el hollín y los fragmentos de la bomba.

—Una carga M cuarenta y cinco. TNT con un interruptor de balancín y una mecha de efecto retardado de cuarenta y cinco segundos. El grupo de la entrada lo activó cuando derribó la puerta y eso encendió la mecha. Hay grafito, de manera que es TNT de nueva fórmula. Muy potente, muy dañino.

—Maldito sea —escupió Sellitto—. Efecto retardado…, quería que entrara en el piso el mayor número de policías antes de que explotara.

—¿Alguna pista? —preguntó Rhyme.

—Son elementos militares que se pueden comprar en las tiendas. No nos llevarán a ningún lado excepto…

—Al gilipollas que se los proporcionó —musitó Sellitto—. Phillip Hansen. —El teléfono del detective sonó y él atendió la llamada. Inclinó la cabeza mientras escuchaba, asintiendo.

—Gracias —dijo al fin y cerró el teléfono.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

Los ojos del detective se cerraron.

Rhyme sabía que la noticia se refería a Jerry Banks.

—¿Lon?

—Es Jerry. —El detective levantó la vista. Suspiró—. Sobrevivirá, pero le han amputado un brazo. No lo pudieron salvar. Estaba demasiado dañado.

—Oh, no —murmuró Rhyme—. ¿Puedo hablar con él?

—No —dijo el detective—. Está durmiendo.

Rhyme pensó en el joven, recordó sus meteduras de pata, la forma en que se acusaba el mechón rebelde o se palpaba un corte de navaja de afeitar en su mentón suave y rosado.

—Lo siento, Lon.

El detective sacudió la cabeza, casi en la misma forma en que Rhyme ahuyentaba las muestras de compasión.

—Tenemos otras cosas de las que preocuparnos.

Sí, las tenían.

Rhyme observó la cinta plástica de embalar, la mordaza que había usado el Bailarín. Se podía ver una leve marca de pintalabios en el lado adhesivo.

Sachs examinaba las pruebas, pero no con una mirada clínica. No era la mirada de un científico. Estaba intranquila.

—¿Sachs? —preguntó Rhyme.

—¿Por qué lo haría?

—¿La bomba?

—¿Por qué la pondría en la nevera? —sacudió la cabeza, se llevó un dedo a la boca y se mordió una uña. De sus diez dedos, sólo una uña, la del meñique de su mano izquierda, era larga y tenía buena forma. Las demás estaban mordisqueadas y algunas tenían el color marrón de la sangre seca.

—Supongo que quería distraernos para que no viéramos la bomba —contestó el criminalista—. Un cuerpo en la nevera, eso captó toda nuestra atención.

—No me refería a eso —contestó Sachs—. La causa de la muerte fue asfixia. La colocó dentro viva. ¿Por qué? ¿Es un sádico o algo así?

—No, el Bailarín no es un sádico —contestó Rhyme—. No puede permitírselo. Su único objetivo es completar su tarea, y tiene suficiente voluntad como para mantener sus otros deseos bajo control. ¿Por qué asfixiarla cuando podía haber usado un cuchillo o una soga?… No estoy totalmente seguro, pero tal vez eso sea bueno para nosotros.

—¿Qué quiere decir?

—Quizá había algo en ella que él odiaba, y quiso matarla de la forma más desagradable que se le ocurrió.

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