El bailarín de la muerte (39 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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Se fijó en la colina donde se había arrojado al suelo durante el tiroteo. Recordó, con disgusto, el olor de la tierra mezclada con el dulce aroma de la cordita que emanó de sus disparos fallidos.

—Detective —saludó a Bell.

—Hola —respondió el hombre volviéndose hacia ella. Luego siguió escudriñando el aeropuerto. Habían desaparecido sus simpáticas maneras de hombre del sur. Había cambiado. Sachs notó que ahora compartían algo de lo que no podían vanagloriarse: ambos habían disparado una vez contra el Bailarín y ambos habían fallado.

También los dos habían estado en la zona de muerte y habían sobrevivido. Sin embargo, Bell lo había hecho de forma más honrosa que ella. Sachs notó que su chaleco antibalas mostraba las huellas de la lucha: los destrozos causados por las dos balas que habían rebotado en él durante el ataque a la casa de seguridad. Se había mantenido firme en su posición.

—¿Dónde está Percey? —preguntó la policía.

—Dentro. Está terminando las reparaciones.

—¿Lo hace ella misma?

—Creo que sí. Es una gran mujer. Jamás hubiera pensado que una mujer tan poco atractiva como ella, tuviera toda esa fuerza. ¿Lo entiendes?

No me provoques.

—¿Hay alguien más de la Compañía? —Señaló con la cabeza la oficina de Hudson Air. Había luz en su interior.

—Percey envió a casi todos a sus casas. La persona que será su copiloto está por llegar en cualquier momento. Y alguien de Operaciones está dentro. Me parece que se necesita alguien de guardia cuando se va a realizar un vuelo. Ya lo registré. No hay problemas.

—¿De manera que, finalmente, hará ese vuelo? —preguntó Sachs.

—Así parece.

—¿El avión ha estado vigilado todo el tiempo?

—Sí, desde ayer. ¿Qué haces aquí?

—Vengo a buscar unas muestras para analizar.

—Ese Rhyme también es un gran hombre.

—Ya…

—¿Os entendéis bien?

—Hemos trabajado juntos en varios casos —contestó Sachs, con indiferencia—. Me salvó de trabajar en Asuntos Públicos.

—Es una buena acción. Escucha, me han dicho que sueles dar en el clavo.

—¿Qué…?

—Que tiras muy bien con arma corta, que compites y todo.

Heme aquí, en el lugar de mi último torneo, pensó ella con amargura.

—Solo se trata de un hobby de fin de semana —musitó.

—Yo también suelo tirar con pistola; aún en un día bueno, con un arma de caño largo y preciso y yendo tiro a tiro, lo más que puedo disparar es a cincuenta o sesenta metros.

En su fuero interno, Sachs le agradeció sus comentarios pero reconoció que no eran más que un intento de consolarla por el fracaso del día anterior; las palabras no significaban nada para ella.

—Será mejor que vaya a hablar con Percey.

—Por allí, oficial.

Sachs entró en el amplio hangar. Caminó despacio y observó todos los lugares en donde el Bailarín podría esconderse. Se detuvo detrás de una pila de cajas; Percey no la vio.

La mujer estaba de pie sobre un pequeño andamio, con las manos en las caderas, y miraba la complicada red de cables y tubos del motor abierto. Se había arremangado y sus manos estaban cubiertas de grasa. Hizo un ademán afirmativo y luego se concentró en el compartimiento.

Sachs contemplaba fascinada cómo las hábiles manos de la mujer volaban sobre la maquinaria, apretando, comprobando, ajustando metal con metal y tensando juntas con precisos movimientos de sus frágiles brazos. Montó en apenas diez segundos un gran cilindro rojo, que Sachs pensó que sería el extintor.

Pero uno de los elementos, una especie de gran tubo de metal, no encajaba correctamente. Percey bajó del andamio, escogió una llave inglesa, y subió de nuevo. Aflojó tuercas, sacó otra pieza para tener más espacio de maniobra y trató nuevamente de colocar en su lugar el tubo grande.

No se movía.

Lo empujó con el hombro. No se movió un centímetro. Sacó otra pieza, y colocó meticulosamente cada tornillo y cada tuerca en una bandeja de plástico que estaba a sus pies. Se le enrojeció la cara por el esfuerzo cuando intentó montar la anilla de metal. Jadeaba mientras luchaba con el tubo. De repente éste se deslizó, se salió completamente de donde estaba y golpeó a Percey, que cayó hacia atrás. Aterrizó sobre pies y manos y las herramientas y tuercas que había arreglado con tanto cuidado se desparramaron sobre el suelo debajo de la cola del avión.

—¡No! —gritó Percey—. ¡No!

Sachs se adelantó para ver si se había hecho daño, pero notó de inmediato que la exclamación no tenía nada que ver con el dolor: Percey cogió una llave grande y golpeó furiosamente con ella el suelo del hangar. La policía se detuvo y retrocedió hacia la sombra que proyectaba una gran caja de cartón.

—No, no, no… —gritó Percey y volvió a golpear el suelo de hormigón.

Sachs se quedó dónde estaba.

—Oh, Ed… —murmuró la mujer y dejó caer la llave—. No puedo hacerlo sola. —Tratando de recuperar el aliento, se hizo un ovillo—. Ed… Oh, Ed… ¡Te echo tanto de menos!

Se quedó un rato, tirada como una débil hoja arrugada sobre el suelo brillante, y lloró. De repente el ataque pasó. Percey se puso de pie. Respiró profundamente y se enjugó las lágrimas. La aviadora que había en ella se hizo cargo nuevamente de la situación. Cogió las tuercas y las herramientas y volvió a subir al andamio. Observó un momento la anilla conflictiva. Examinó con cuidado las juntas pero no pudo ver dónde se sujetaban las piezas.

Sachs retrocedió hasta la puerta, la cerró de un golpe y luego caminó por el hangar haciendo mucho ruido. Percey se dio la vuelta, la vio y luego siguió su trabajo en el motor. Se enjugó la cara varias veces con la manga. Sachs caminó hasta la base del andamio y observó cómo Percey luchaba con la anilla.

Ninguna de las dos dijo una palabra. Pasó un tiempo.

—Prueba con un gato —dijo Sachs por fin.

Percey se dio la vuelta y la miró. No dijo nada.

—Lo que pasa es que la tolerancia es muy estrecha —continuó Sachs—. Todo lo que necesitas es más fuerza. La vieja técnica de la coacción. No la enseñan en la escuela de mecánica.

Percey miró con cuidado los soportes de montaje de las piezas de metal.

—No estoy segura.

—Yo sí. Estás hablando con una experta.

—¿Has montado alguna vez una cámara de combustión en un Lear? —preguntó la aviadora.

—No. Bujías en un Chevy Monza. Tienes que levantar el motor con un gato para llegar a ellas. Bueno, sólo en el V-8. ¿Pero quién querría comprar un motor de cuatro cilindros? Quiero decir, ¿qué sentido tiene?

Percey miró de nuevo el motor.

—¿Entonces? —insistió Sachs—, ¿pruebas con un gato?

—Doblará la cubierta externa.

—No lo hará si lo pones aquí —Sachs señaló un elemento de la estructura que conectaba el motor a un soporte que llegaba hasta el fuselaje.

Percey estudió la instalación.

—No tengo un gato lo suficientemente pequeño como para que encaje allí.

—Yo sí. Lo traeré.

Sachs se dirigió al RRV y volvió con un gato. Subió al andamio y las rodillas le dolieron terriblemente por el esfuerzo.

—Prueba allí —tocó la base del motor—. Tiene un acero muy resistente.

Mientras Percey ponía el gato en posición, Sachs admiró los entresijos del motor.

—¿Cuántos caballos de fuerza tiene?

—No lo evaluamos en caballos de fuerza —rió Percey—. Lo evaluamos en libras de empuje. Estas son turbinas Garrett TFE Siete Tres Uno. Cada una de cerca de treinta y cinco mil libras.

—Increíble —Sachs rió—. Joder.

Enganchó la manija al gato y después sintió la familiar resistencia cuando empezó a dar vueltas a la manivela.

—Nunca estuve tan cerca de una turbina —dijo—. Siempre soñé con conducir un coche de retropropulsión por las llanuras de sal.

—Esto no es realmente una turbina. Ya no quedan más de esas que tú dices. Sólo en el Concorde. Y en los reactores militares, por supuesto. Estos son turboventiladores. Como en los aviones comerciales. Mira ahí: ¿ves esas cuchillas? No son nada más que una hélice. Las turbinas no son eficientes a baja altitud. Éstas aprovechan casi un 40% más el combustible.

Sachs respiró hondo mientras se esforzaba en girar la manivela del gato. Percey puso nuevamente el hombro contra la anilla y empujó. La pieza no parecía grande, pero era muy pesada.

—Sabes de coches, ¿verdad? —preguntó, jadeando también.

—Me enseñó mi padre, que los adoraba. Nos pasábamos la tarde desarmándolos y luego armándolos de nuevo. Cuando no estaba de ronda.

—¿De ronda?

—También era policía.

—¿Y tú heredaste el gusanillo? —preguntó Percey.

—No, heredé el gusanillo por los coches y cuando eso ocurre, es mejor que tengas también el gusanillo de la suspensión, de la transmisión y del motor, pues caso contrario, no vas rápido a ninguna parte.

—¿Alguna vez has pilotado un avión? —preguntó Percey.

—¿Pilotar? —Sachs sonrió ante la palabra—. No. Pero quizá lo intente, ahora que sé que hay tanta potencia debajo del fuselaje.

Giró un poco más la manivela y sus músculos le dolieron. La anilla gruñó levemente y rozó al situarse un poco.

—No me parece que… —dijo Percey.

—¡Ya casi lo tenemos!

Con un fuerte ruido metálico la anilla se colocó perfectamente en su montura. Percey esbozó una leve sonrisa.

—¿Las enroscas? —preguntó Sachs, mientras ponía las tuercas en las ranuras de la anilla y buscaba una llave.

—Sí —dijo Percey—. Las enrosco muy fuerte porque a la que me descuide se soltarán.

Sachs ajustó las tuercas con una llave de trinquete.

El sonido de la herramienta la transportó a sus años de instituto y a las agradables tardes de sábado que pasaba con su padre. Recordó el olor de la gasolina, del aire otoñal, de los guisos de carne que preparaba en la cocina de su adosado en Brooklyn.

—Ya sigo yo con lo que falta —dijo Percey tras supervisar el trabajo de Sachs.

Comenzó a reconectar cables y componentes electrónicos. Sachs estaba fascinada. Percey hizo una pausa.

—Gracias —dijo muy bajito—. ¿A qué has venido? —preguntó un momento después.

—Encontramos otros materiales que pensamos que pueden provenir de la bomba, pero Lincoln no sabe si pertenecen a un avión o no. Trozos de látex beige, como de tarjetas de circuito. ¿Te resulta familiar?

Percey se encogió de hombros.

—Hay miles de juntas en un Lear. Podrían ser de látex, no tengo ni idea. ¿Tarjetas de circuito? Probablemente hay miles más. —Señaló con la cabeza un rincón, donde había un armario y un banco de taller—. Los circuitos hay que encargarlos especialmente, dependiendo del componente. Pero ahí tienes un buen montón de juntas. Llévate las muestras que necesites.

Sachs se acercó al banco y puso todos los fragmentos de goma de color beige que pudo encontrar en una bolsa de pruebas.

—Pensé que estabas aquí para arrestarme. Para llevarme a prisión —dijo Percey sin volverse a mirarla.

Es lo que debería hacer, pensó la policía. Pero respondió:

—Sólo vine a buscar muestras. —Después de un momento añadió—: ¿Qué te queda por hacer en el avión?

—Sólo una recalibración. Después, un examen para controlar las instalaciones eléctricas. Debo mirar también una ventana, la que reemplazó Ron. No me gustaría perderla a seiscientos kilómetros por hora. ¿Me alcanzas ese hexámetro? No, el métrico.

—Una vez yo perdí el parabrisas a ciento sesenta kilómetros por hora —dijo Sachs, alcanzándole las herramientas.

—¿Un qué?

—Un parabrisas. El sospechoso al que perseguía tenía una escopeta de perdigones. Me agaché a tiempo. Pero me arrancó el parabrisas… Te aseguro que antes de atraparlo, tenía unos cuantos bichos en los dientes.

—Y pensar que creía vivir una vida de aventuras —dijo Percey.

—Gran parte de la mía es monótona. Lo que vale es el cinco por ciento de adrenalina.

—Lo sé —continuó Percey. Conectó un ordenador portátil a los componentes del motor. Le dio a las teclas y luego leyó la pantalla. Sin bajar la vista preguntó:

—Entonces, ¿qué pasa?

Sin apartar los ojos del ordenador y de los números que aparecían y desaparecían, Sachs preguntó:

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a esta tensión que hay entre tú y yo.

—Por tu culpa casi muere un amigo mío.

Percey sacudió la cabeza.

—No es eso —dijo muy tranquilamente—. En tu trabajo hay riesgos. Tú decides si vas a asumirlos o no. Jerry Banks no era un novato. Se trata de otra cosa: la sentí antes de que lo hirieran, la primera vez que te vi, en el cuarto de Lincoln Rhyme.

Sachs no dijo nada. Sacó el gato del compartimiento del motor y lo puso sobre una mesa. Distraída, lo cerró.

Percey colocó tres piezas más en sus respectivos lugares con la misma desgana y precisión que un director de orquesta manejando la batuta. Sus manos eran verdaderamente mágicas. Por fin siguió:

—Es por él, ¿verdad?

—¿A quién te refieres?

—Sabes a quién. A Lincoln Rhyme.

—¿Piensas que estoy celosa? —Sachs rió.

—Sí, así es.

—Es ridículo.

—Hay algo más que trabajo entre vosotros dos. Creo que estás enamorada de él.

—Por supuesto que no. Es una locura.

Percey le lanzó una mirada cargada de intención y luego enrolló cuidadosamente el cable sobrante y lo guardó en un rincón del compartimiento del motor.

—Sólo siento respeto por su talento, eso es todo.

Percey se señaló con una mano manchada de grasa.

—Vamos, Amelia, mírame. Sería una amante horrible. Soy pequeña, soy mandona, no soy guapa.

—Tú eres… —empezó a decir Sachs.

—¿Vas a empezar con el cuento del patito feo? —la interrumpió Percey—. Ya sabes, ése que todos creían que era feo hasta que se convirtió en cisne. Lo leí un millón de veces en mi infancia. Pero nunca me convertí en cisne. Quizá por eso aprendí a volar —dijo con una fría sonrisa—, pero no es lo mismo. Además —continuó—, soy viuda. Acabo de perder a mi marido. No estoy en absoluto interesada en otra persona.

—Lo siento —se disculpó Sachs lentamente, pues no tenía ninguna gana de seguir con aquella conversación—, pero déjame decirte… bueno, que no pareces estar de luto realmente.

—¿Por qué? ¿Porque me esfuerzo para que mi compañía siga funcionando?

—No, hay algo más —contestó Sachs cauta—. ¿No es cierto?

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