Como guerrero infatigable, audaz estratega o genial visionario político, la fascinante figura de Gengis Kan (1167-1227) ha estado siempre aureolada por el terror y el asombro propiciados por la magnitud de sus conquistas. Con apenas trece años, Temujin, quien más tarde sería conocido con el apelativo de Gengis Kan (El perfecto guerrero), tuvo que convertirse en un caudillo y luchar por la unificación de las hordas mongolas que, como lobos errantes, asolaban las inmensas planicies de su país. Pero las tropas que acaudilló Gengis Kan estaban llamadas a conquistar un vasto territorio, que acabó abarcando desde el mar Caspio hasta Pekin.
Pamela Sargent ha sabido recrear con rigor histórico y gran eficacia narrativa la turbamulta de guerras, pillajes y choques sangrientos; pero tras el fragor de cada batalla, el lector puede descubrir el palpitar íntimo de los personajes, la cruel incertidumbre ante sus destinos y la ambigua sensación de sentirse, a la vez, protagonistas y juguetes de los vaivenes de la Historia
Pamela Sargent
Gengis Kan
El soberano del cielo
ePUB v1.0
Mezki29.08.12
Título original:
El título del libro
Pamela Sargent, mayo-1994.
Traducción: Mirta Rosemberg
Editor original: Mezki (v1.0)
ePub base v2.0
Para Joseph Elder.
Hoelun dijo: "Cabalga en el viento, corriendo por su vida.
Yo grito su nombre, pero él no me escucha".
En la ribera norte del río Onon, un bosquecillo de sauces y abetos se rizaba por el calor. Hoelun aferró las riendas del caballo que tiraba de su carro cubierto. La tierra verde, suavemente ondulada y coloreada de flores silvestres, muy pronto estaría parda y reseca. La primavera y el principio del verano no eran más que un breve respiro entre los vientos helados del invierno y el calor abrasador de mediados del verano.
La túnica y los pantalones de cuero de Hoelun yacían a su lado, debajo del tocado cuadrado, hecho con madera de abedul y adornado con plumas, que había usado en su boda. Sólo llevaba puesta una corta camisa de lana; se había quitado las otras prendas esa misma mañana, más temprano. Su hogar estaba bajo el techo curvo de su carro de madera de dos ruedas: el esqueleto y los paneles de fieltro del yurt que levantaría en el campamento de su esposo, los baúles que contenían sus cazos, ropas, fogón, joyas y tapetes, la cama en la que se acostarían.
Yeke Chiledu cabalgaba a su lado, con la espalda erguida bajo su aljaba. Llevaba el arco dentro de la caja laqueada que pendía de su cinturón; sus piernas cortas, enfundadas en los pantalones, apretaban los flancos de su caballo castaño.
Aunque a los catorce años Hoelun ya sabía que contraería matrimonio en poco tiempo, su boda había caído sobre ella tan repentinamente como una tormenta de verano. Un mes atrás, Chiledu había llegado a los Olkhunugud a buscar esposa y había visto a Hoelun fuera del yurt de su madre. Esa misma noche, habló con el padre de la muchacha de los regalos que ofrecería por ella; antes de que volviera a haber luna llena Hoelun sería la esposa de Chiledu.
Chiledu volvió la cabeza, y las líneas que rodeaban sus pequeños ojos negros se acentuaron cuando sonrió.
—Deberías cubrirte —le dijo, acentuando las palabras como solían hacerlo los de su pueblo, los Merkit.
—Hace demasiado calor.
Chiledu frunció el entrecejo. Ella debía ponerse las ropas si él se lo ordenaba. El joven soltó una carcajada.
—Eres bella, Hoelun.
Ella se sonrojó, deseando que él le dijera más cosas, recordando todas las palabras que había empleado para elogiar sus ojos pardos con reflejos dorados, su nariz pequeña, su espeso cabello trenzado y su pálida piel cobriza. Ella había cerrado los ojos durante la primera noche que pasaron juntos, incapaz de dejar de pensar en las yeguas de su padre y en la manera en que las montaba el semental. La rápida penetración de Chiledu le había causado dolor; él había gemido, se había estremecido y había salido de ella, para quedarse dormido a su lado un momento más tarde. La noche siguiente había sido casi igual; ella había esperado más.
Chiledu se volvió y escrutó el horizonte.
Avanzaban lentamente hacia el estrecho curso del Onon. El río era poco profundo aquí, casi como un arroyuelo; podrían cruzarlo con facilidad.
Hoelun tiró de las riendas; el carro se detuvo. Desató el caballo de reserva de la parte de atrás del carro y lo condujo hacia el agua. Largos dedos de sauces y abetos llegaban casi al borde de la ribera opuesta; a la distancia, un macizo brotaba abruptamente de la tierra. Tengri, el cielo, era un enorme yurt bajo el que algunas partes de Erugen, la tierra, se elevaban hacia el techo. Las montañas, con pinos y alerces que canturreaban y suspiraban siempre que el viento los mecía, eran los lugares de los espíritus, de las voces que podían susurrar a los chamanes, de los espectros capaces de entrar en el cuerpo de los animales para proteger a un hombre o provocar su muerte. La delgada corriente del Onon borbollaba como si fluyese sobre rocas; el agua que corría también albergaba espíritus.
Una sombra se movió bajo los árboles, frente a Hoelun; una ramita se quebró. Ella miró en la dirección de donde provenía el ruido y vio a un hombre con un halcón posado en la muñeca. El extraño se inclinó en su caballo; sus hombros eran anchos bajo la chaqueta larga y abierta, y sus ojos oblicuos pero también largos y extrañamente pálidos, diferentes de todos los ojos que la joven había visto. Trató de gritar; la voz murió en su garganta. El hombre desapareció repentinamente entre los árboles.
Se había roto el hechizo de esos ojos extraños.
—¡Chiledu! —gritó ella mientras tiraba del caballo—. ¡Esposo!
Chiledu ni siquiera había advertido la presencia del extraño; Hoelun se preguntó cuánto tiempo los habría estado observando el cazador.
—¡Ven rápido!
Él corrió hacia su caballo, olvidando la presa que había estado persiguiendo. Ella tuvo un atisbo del extraño que cabalgaba sobre una loma antes de que los árboles volvieran a ocultarlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Chiledu cuando se acercó.
—Vi a un hombre allí, bajo los árboles. —Hoelun señaló—. Se alejó a caballo. Será mejor que vayas tras él y veas…
—¿Y dejarte sin protección?
—Estaba solo —dijo ella.
—Tal vez desee que yo lo siga. Podría tener amigos cerca. Abreva los caballos, y después seguiremos adelante.
Cruzaron el Onon y avanzaron hacia el noroeste. Chiledu cabalgaba delante del carro. Hoelun rozó levemente el flanco de su caballo con el látigo. La tierra se ondulaba en colinas, haciendo más lento su avance.
El carro rechinó cuando ascendió por una loma cubierta de hierba. El extraño no los había saludado ni había alzado las manos para indicar que no deseaba hacerles daño, pero tal vez no había querido provocar a Chiledu mirando directamente a su esposa, por ir ésta casi desnuda.
Semejantes pensamientos no hacían que su miedo disminuyese. Clanes de mongoles merodeaban en las tierras del sur, y ella sabía que eran enemigos de los Merkit; Chiledu le había hablado de sus incursiones. El resentimiento se apretó en su garganta. Si Chiledu no hubiera mandado a sus hombres al campamento inmediatamente después de la boda, ahora ellos estarían a su lado y Hoelun no estaría preocupada por el extraño cazador. Él debería haber sido más precavido en vez de creer que podría cuidar de su esposa sin la ayuda de nadie.
—Tendrías que haber ido tras él —masculló Hoelun—, y tendrías que haberle clavado una flecha en la espalda.
Chiledu permaneció en silencio. El sol pendía sobre sus cabezas; Hoelun pensó en los sauces ya lejanos, bajo cuya fresca sombra podrían haber descansado.
Espoleó su caballo y entonces oyó el distante tronar de cascos. Miró hacia atrás. Tres jinetes avanzaban hacia ellos desde el sur. Una loma los ocultó por un momento, luego reaparecieron.
Chiledu se alzó en los estribos, después galopó hacia una colina cercana, tratando de alejar a los hombres de ella. Hoelun azotó el caballo y el carro se tambaleó y osciló cuando el animal se lanzó a trotar. Los tres hombres pasaron al galope junto a ella, en pos de Chiledu; ella reconoció al extraño. Él le sonrió, sus ojos verdosos llenos de una alegría salvaje.
Chiledu no podría haberla llevado en su caballo; el peso excesivo habría garantizado su captura. La única oportunidad que tenía era que sus perseguidores no lo alcanzaran. Hoelun tembló de furia ante su impotencia. Su esposo le había fallado. Tal vez eso significaba que merecía perderla.
Súbitamente, Chiledu emergió de detrás de una colina; volvía al galope. Ella se puso tensa; después, cuando él se acercó al carro, se levantó.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó, mientras el caballo castaño patinaba y se detenía—. Vi sus caras cuando pasaron a mi lado… están decididos a matarte.
El joven jadeó, sin aliento.
—No puedo dejarte aquí.
—Morirás si no lo haces. Vete… siempre puedes encontrar otra esposa. —Sus palabras fueron más amargas de lo que ella pretendía—. Puedes llamarla Hoelun en mi memoria… ¡Ahora salva tu vida!
Él vaciló. Los tres extraños aparecieron en la cima de la colina.
—Escúchame…
¿Cómo podía convencerlo Hoelun de que se salvara? Se quitó la camisa y se la arrojó a Chiledu.
—Llévate esto como recuerdo, para que nunca olvides mi olor. Ve con los tuyos y vuelve a buscarme más tarde con tus hombres.
Chiledu apretó la prenda contra su mejilla.
—Volveré por ti, Hoelun, te lo prometo.
—¡Vete ya!
Los tres extraños se acercaron a ella; soltando alaridos, rodearon el carro. Por un momento, Hoelun pensó que dejarían escapar a Chiledu, pero cabalgaron tras su esposo. Los siguió con la vista hasta que sólo divisó cuatro minúsculas nubes de polvo en el horizonte.
Hoelun se dejó caer en el asiento del carro. A pesar de la valiente promesa que le hiciera Chiledu, no era probable que los suyos se molestaran por el robo de una esposa. Los Merkit esperarían antes de vengarse de la ofensa. Para entonces, Chiledu ya tendría otra esposa que lo consolara.
Todavía estaba desnuda, salvo por las botas de piel de buey. Cogió su túnica, se la puso y ató los lazos en la cintura. Aunque huyera en el caballo de recambio, no sabría dónde hallar refugio. Tenía el arco a su lado, pero no intentó cogerlo; no ganaría nada obligando a los extraños a matarla. Los pálidos ojos del cazador le habían revelado que él la quería con vida.
Los tres extraños volvieron cabalgando por la ribera del río en dirección al lugar donde estaba el carro de Hoelun. Chiledu había conseguido huir. Si estuviera muerto, ellos traerían su caballo y sus armas, y tal vez su cabeza como trofeo.
Los tres se acercaron trotando. Incapaz de controlarse, Hoelun rompió a llorar. El hombre de ojos pálidos soltó una carcajada. Aquella risa la enfureció. Cuando él desmontó de un salto, Hoelun lo azotó con el látigo. Él se lo arrebató, y a punto estuvo de arrojar a la joven a tierra, después, subió al carro.
—Llora todo lo que quieras —dijo el hombre—. Las lágrimas no te servirán de nada.— La sentó de un empujón y le arrebató las riendas de las manos.