El bailarín de la muerte (42 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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Y tenía que matar a Lincoln el Gusano porque… lo comerían los gusanos si no lo hacía.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

¿Me estás escuchando, soldado? ¿Me escuchas?

Era todo lo que quedaba por hacer.

Luego partiría. Volvería a Virginia Occidental. De regreso a las colinas.

Lincoln, muerto.

Jodie, muerto.

Tengo que matar tengo que matar tengo que matar…

No había nada que lo retuviera en la ciudad.

En cuanto a la Mujer…

Miró su reloj. Eran pasadas las siete de la tarde. Bueno, probablemente ya estaría muerta.

*****

—Es blindado.

—¿También contra esas balas? —preguntó Jodie—. ¡Dijiste que traspasaban todo!

Dellray le aseguró que era efectivo. El chaleco consistía en un grueso tejido Kevlar
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sobre una plancha de acero. Pesaba casi veinte kilos y Rhyme no conocía a ningún policía de la calle que usara un chaleco como aquel.

—¿Pero qué pasa si me dispara a la cabeza?

—Quiere matarme a mí más de lo que quiere matarte a ti —dijo Rhyme.

—¿Y cómo va a saber que estoy aquí?

—¿Cómo crees tú, cabrón? —le espetó Dellray—. Se lo voy a decir.

El agente le abrochó el chaleco y le puso encima una cazadora. Jodie se había dado una ducha, no sin protestar, y también le proporcionaron una muda limpia. La amplia chaqueta de color azul marino que cubría el chaleco antibalas le quedaba un poco grande, pero hacía que pareciera musculoso. Se miró en el espejo, y al ver su aspecto atildado y con ropa nueva, sonrió por primera vez desde que estaba allí.

—Vale —dijo Sellitto a los dos agentes secretos—, llevadlo al centro de la ciudad.

Los oficiales lo escoltaron hacia la salida.

Después de que partiera, Dellray miró a Rhyme, que asintió con la cabeza. El agente suspiró y abrió su móvil. Hizo una llamada a Hudson Air Charters, donde otro agente esperaba para coger el teléfono. El grupo técnico del FBI había encontrado un micrófono en un cajetín cerca del aeropuerto, conectado con la línea de Hudson Air. Los agentes, sin embargo, no lo habían quitado; en realidad, ante la insistencia de Rhyme, habían controlado que estuviera en funcionamiento y habían cambiado las pilas. El criminalista confiaba en aquel dispositivo para montar la nueva trampa.

En el altavoz se escuchó el timbre de llamada y luego un clic.

—Agente Móndale —contestó una voz de barítono. No era su verdadero nombre y hablaba de acuerdo a un guión escrito previamente.

—Móndale —dijo Dellray, con toda la inocencia del mundo—. Aquí el agente Wilson, estamos en la casa de Lincoln (no dijo Rhyme porque el Bailarín lo conocía como Lincoln). ¿Cómo está el aeropuerto?

—Todavía bajo custodia.

—Bien. Escucha, tengo una pregunta. Tenemos a un informante que trabaja para nosotros, Joe D'Oforio.

—Es el que…

—Correcto.

—… lo delató. ¿Trabajáis con él?

—Sí —dijo «Wilson», conocido también como Fred Dellray—. Es un cabrón, pero está cooperando. Lo vamos a llevar al lugar en que vive y luego lo traeremos de vuelta.

—¿De vuelta adonde? ¿A casa de Lincoln?

—Así es. Echa de menos sus pildoras.

—¿Por qué mierda lo hacéis?

—Tenemos un trato. Denunció a este asesino y Lincoln aceptó que fuera a buscar lo que necesita. Hay que llevarlo a la vieja estación del metro… De todos modos, no iremos en convoy. Llevaremos un solo coche. Te llamo porque necesitamos un buen conductor. Tú trabajaste con uno que te gustó, ¿verdad?

—¿Un conductor?

—El del caso Gambino.

—Oh, sí… Déjame pensar.

Alargaron la conversación. Como siempre, a Rhyme le impresionó la actuación de Dellray. Podía representar a quien quisiera.

El falso agente Móndale, que también merecía un premio como actor secundario, dijo:

—Ya me acuerdo. Tony Glidden. No, Tommy. El chico rubio.

—Ése es. Quiero que venga. ¿Anda por ahí?

—No. Está en Filadelfia. En ese asunto de robo de coches.

—Filadelfia está muy lejos. Salimos en veinte minutos. No podemos esperar más. Bueno, conduciré yo mismo entonces. Pero ese Tommy…

—¡El muy jodido sí que sabe conducir un coche! Puede eludir en apenas dos manzanas a cualquiera que lo siga. Es sorprendente.

—Nos haría falta ahora. Vale, gracias, Móndale.

—Te veré después.

Rhyme guiñó un ojo, el equivalente a un aplauso en un tetrapléjico. Dellray colgó y emitió un largo y lento suspiro.

—Ya veremos qué pasa.

—Es la tercera vez que le preparamos un cebo —comentó Sellito con optimismo—. Esta vez va la vencida.

Lincoln Rhyme no creía que aquella ley se cumpliera en todos los casos, pero dijo:

—Esperemos.

*****

Sentado en un coche robado no muy lejos de la estación de metro de Jodie, Stephen Kall observaba un sedán del gobierno que estaba aparcando.

Jodie y dos policías uniformados salieron y miraron hacia los tejados. El vagabundo corrió hacia la estación y cinco minutos después volvió al coche con dos paquetes bajo el brazo.

Stephen pudo ver que no había agentes de apoyo ni coches escolta. Lo que había escuchado por el teléfono intervenido era cierto. El sedán se introdujo en el tráfico y Stephen lo siguió, pensando que no había lugar del mundo como Manhattan para perseguir a alguien sin ser visto. No hubiese podido hacer lo mismo en Iowa o Virginia.

El coche sin identificación iba rápido, pero Stephen era buen conductor y le siguió mientras se dirigían hacia el norte. El sedán aminoró la marcha al llegar a Central Park, y pasó por delante de una casa en la calle Setenta. A la entrada había dos hombres que llevaban ropa de calle pero que obviamente eran policías. Se hicieron entre ellos y el conductor del coche, una seña que probablemente indicaba que todo iba bien.

De manera que ésa es la casa de Lincoln el Gusano.

El coche siguió hacia el norte. Stephen también hizo lo mismo, pero segundos después, de repente, aparcó y salió del vehículo. Corrió hacia los árboles llevando el estuche de guitarra. Sabía que habría algo de vigilancia alrededor del piso por lo que se movió despacio.

Como un ciervo, soldado.

Sí, señor.

Desapareció detrás de un seto y se arrastró hacia la casa. Encontró un buen refugio en un saliente de piedra bajo un lilo en flor. Abrió el estuche. El coche donde iba Jodie, que en aquel momento se dirigía rumbo al sur, paró frente a la casa. Habían realizado una práctica evasiva estándar, se dijo Stephen, ya que habían girado de improviso en medio del tráfico, retomando el carril hacia el edificio indicado.

Stephen observó cómo los dos policías salían del coche, miraban a su alrededor y escoltaban al asustado Jodie a lo largo de la acera.

Sacó el telémetro de la funda y apuntó con cuidado hacia la espalda del traidor.

De repente, un coche negro pasó por la calle y Jodie se asustó. Presa del pánico, se alejó de los policías y corrió hacia un callejón que estaba a un costado del edificio.

Sus escoltas se dieron la vuelta, llevaron las manos a las pistolas y miraron el coche que había asustado a Jodie. Vieron que en él iba un cuarteto de chicas latinas y se dieron cuenta de que era una falsa alarma. Rieron. Uno de ellos llamó a Jodie.

Pero en aquel momento a Stephen no le interesaba el hombrecillo. No podía matar a los dos, al Gusano y a Jodie, y era a Lincoln al que tenía que matar entonces. Casi lo podía saborear. Era un apetito, una necesidad tan grande como la que tenía de lavarse las manos.

Disparar contra el rostro en la ventana, matar al gusano.

Tengo que tengo que tengo que…

Miraba a través del telémetro y escudriñaba con ansia las ventanas del edificio. Y allí estaba Lincoln el Gusano.

Un estremecimiento le recorrió todo su cuerpo.

Como la chispa que sintió cuando su pierna rozó la de Jodie… sólo que mil veces más intensa. Jadeó de excitación.

Por alguna razón, no le sorprendió en absoluto que el Gusano estuviera inválido. En realidad, eso fue lo que indicó que el hombre bien parecido que se sentaba en una moderna silla de ruedas motorizada era Lincoln. Porque Stephen estaba convencido de que el hombre que lo cogiera debería ser extraordinario, alguien a quien no lo distrajeran las rutinas cotidianas. Alguien cuya esencia fuera su mente.

Los gusanos podían reptar encima suyo todo el día y él no los sentiría nunca. Podían deslizarse bajo su piel y nunca lo sabría. Era inmune. Y Stephen lo odiaba todavía más a causa de su invulnerabilidad.

De manera que el rostro en la ventana durante el asesinato en Washington, D.C. no había sido el de Lincoln.

¿O sí?

¡Deja de pensar en ello! ¡Para! Si no lo haces te atraparán los gusanos.

Las balas explosivas estaban en el cargador. Puso una en la recámara y observó de nuevo la habitación.

Lincoln el Gusano hablaba con alguien a quien Stephen no podía ver. El cuarto, en la primera planta, parecía ser un laboratorio. Vio la pantalla de un ordenador y otros equipos.

Enroló el portafusil alrededor del brazo y soldó la culata del fusil contra su mejilla. Era una noche fresca y húmeda. El aire pesado sostendría con facilidad la bala explosiva. No había necesidad de rectificar; el objetivo estaba a sólo setenta metros. Saca el seguro, respira, respira…

Intenta un disparo a la cabeza. Será fácil desde aquí.

Respira…

Inhala, exhala, inhala, exhala.

Miró por la retícula y la centró en la oreja de Lincoln el Gusano que observaba la pantalla del ordenador.

Empezó a ejercer presión sobre el gatillo.

Respira. Era como el sexo, como un orgasmo, como tocar el cielo…

Aprieta.

Más.

Entonces Stephen lo vio.

Muy leve, una ligera arruga en la manga de Lincoln el Gusano. Pero no era una arruga. Era una distorsión.

Relajó el dedo que apretaba el gatillo y estudió la imagen por el telémetro durante un momento. Le dio más resolución, se fijó en los caracteres de la pantalla del ordenador: las letras estaban al revés.

¡Un espejo! Estaba apuntando a un espejo.

¡Era otra trampa!

Stephen cerró los ojos. Casi había descubierto su posición. Se sintió lleno de temor. Cubierto de gusanos, sofocado por gusanos. Miró a su alrededor. Sabía que debía haber una docena de agentes en el parque, con micrófonos para localizar su disparo. Le apuntarían con M-16 montados con telémetros Starlight y le matarían con un fuego cruzado.

Tenían luz verde para matar. No le darían la oportunidad de rendirse.

Rápidamente desmontó el telémetro con manos temblorosas y lo volvió a colocar, junto con el fusil, en el estuche de la guitarra. Luchó por contener las náuseas, el temor.

Soldado…

Señor, me retiro, señor.

Soldado, ¿qué vas a…?

¡Señor, que le follen, señor!

Se deslizó entre los árboles y llegó a un sendero. Caminó con aire despreocupado alrededor del prado, rumbo al este.

Oh, sí, ahora estaba más seguro que antes: tenía que matar a Lincoln el Gusano. Un nuevo plan. Necesitaba una hora o dos para pensar, para considerar lo que iba a hacer.

De repente salió del sendero y se detuvo entre los arbustos durante largo rato, escuchando, mirando a su alrededor. Les había preocupado tanto que sospechara si notaba que el parque estaba desierto que no habían cerrado las entradas.

Cometieron ese error…

Stephen vio un grupo de gente de su edad, yuppies por su aspecto, vestidos con sudaderas o ropa deportiva. Llevaban fundas de raquetas y mochilas y se dirigían al Upper East Side. Hablaban en voz alta mientras caminaban. Tenían el pelo mojado por las duchas que acababan de darse en un club atlético cercano.

Esperó a que terminaran de pasar y luego se incorporó a la marcha como si tomara parte del grupo. Le sonrió incluso a uno de ellos. Caminó con paso enérgico, balanceando de manera desenfadada el estuche de guitarra y los siguió hacia el túnel que llevaba al East Side.

Capítulo 32: Hora 34 de 45

El crepúsculo los rodeaba.

Percey Clay, sentada de nuevo en el asiento del lado izquierdo del Learjet, vio frente a ellos la corona de luces de Chicago.

El Centro de Informaciones del aeródromo indicó que descendieran a tres mil seiscientos metros.

—Comenzamos el descenso —anunció Percey, soltando el acelerador—. ATIS
[52]
.

Brad conectó su radio con el sistema automatizado de informaciones del aeropuerto y repitió en voz alta lo que la voz grabada decía.

—Control de Chicago. Whisky. Vientos dos cinco cero en tres. Temperatura quince grados. Altímetro treinta punto uno, uno.

Brad fijó el altímetro mientras Percey decía:

—Control de Chicago, aquí el Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
. Estamos aproximándonos a tres mil seiscientos metros. Rumbo dos ocho cero.

—Buenas noches,
Foxtrot Bravo
. Descended y manteneos a tres mil metros. Esperad los vectores de la pista veintisiete derecha.

—Roger. Descendemos y mantenemos a tres mil. Vectores, dos siete derecha. Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
.

Percey se negó a mirar hacia abajo. En algún lugar allá abajo estaba la tumba de su marido y su avión. No sabía si a él le habían dado pista libre para aterrizar en la veintisiete derecha del aeropuerto O'Hare, pero era probable que lo hubieran hecho y de ser así, la Torre de Control lo habría guiado exactamente por el mismo lugar por donde ella pasaba en aquel momento.

Quizá la hubiera llamado desde ese lugar…

¡No! No pienses en eso, se ordenó a sí misma. Pilota el avión.

—Brad —dijo con voz tranquila—, ésta será una aproximación visual a la pista veintisiete derecha. Controla la aproximación y anuncia todas las altitudes asignadas. Cuando lleguemos a la última fase, por favor, controla la velocidad, la altitud y la velocidad de descenso. Avísame si descendemos a más de tres mil metros por minuto. El go-around
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será de noventa y dos por ciento.

—Roger.

—Flaps a diez grados.

—Flaps, diez, diez, verde.

La radio crepitó:

—Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
, girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero, descended y mantened mil doscientos.

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