Mientras continuaba con los procedimientos establecidos para iniciar el vuelo, Percey se sorprendió por el sonido de una fuerte respiración a su lado.
—Vaya —dijo Brad cuando
King
decidió que no había explosivos en su entrepierna y siguió con su registro del interior del avión.
Hacía poco Rhyme había llamado a Percey para decirle que él y Amelia Sachs habían examinado las juntas y los tubos, pero no habían encontrado semejanzas con el látex descubierto en la escena de la catástrofe de Chicago. Rhyme suponía que el Bailarín podría haber usado goma para sellar los explosivos para que los perros no los detectaran por el olor. Por eso hizo que Percey y Brad descendieran unos minutos mientras los artificieros inspeccionaban todo el avión, por dentro y por fuera, con aparatos hipersensibles, en búsqueda de un temporizador.
No encontraron nada.
Cuando el avión saliera del hangar, la pista estaría vigilada por patrulleros de uniforme. Fred Dellray había contactado con la FAA para acordar que el plan de vuelo se mantuviera en secreto, con el propósito de que el Bailarín ignorara el destino del avión, si es que sabía que Percey lo pilotaba. El agente también había contactado con las oficinas del FBI en cada una de las ciudades de destino para que auxiliares tácticos estuvieran en la pista cuando se entregaba la carga.
En aquel momento, con los motores encendidos, Brad en el asiento de copiloto y Roland Bell en uno de los dos asientos para pasajeros, Percey Clay comunicó con la torre de control.
—Lear Seis Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
de Hudson Air. Listo para carretear.
—Bien, Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
. Autorizado pista de rodaje cero nueve a la derecha.
Un toque al acelerador y el esbelto avión se movió hacia la pista, deslizándose por un luminoso crepúsculo primaveral. Percey conducía. Los copilotos tienen autorización para volar pero sólo el piloto puede mover el avión en tierra.
—¿Te diviertes, oficial? —le preguntó Percey a Bell.
—Un poco —respondió, y miró sombrío por la gran ventana redonda—. Sabes, se puede ver hasta abajo. Quiero decir que las ventanas son muy grandes. ¿Por qué las hacen así?
—En los aviones de línea intentan que no te des cuenta que de estás volando —rió Percey—, con películas, comida, ventanas pequeñas. ¿Dónde está la diversión? ¿Por qué harán eso?
—Puedo imaginar una o dos razones —dijo Bell mientras mascaba chicle enérgicamente. Cerró la cortina.
Percey escudriñaba la pista. Miraba hacia derecha e izquierda, siempre vigilante.
—Haré el
briefing
ahora —le dijo a Brad—, ¿de acuerdo?
—Sí, señora.
—Este es un despegue sin paradas en pista con flaps a 15 grados —siguió Percey—. Aceleraré los motores. Tú chequearás la velocidad, ochenta nudos, hacemos una comprobación adicional, V uno, rotamos, V dos y aceleración positiva. Yo daré la orden de subir el tren de aterrizaje y tú lo accionarás. ¿Entendido?
—Velocidad, ochenta nudos, V uno, rotar, V dos, aceleración positiva. Tren arriba.
—Bien. Tú controlarás todos los instrumentos y el panel de mandos. Bueno, si se enciende una luz roja o hay un mal funcionamiento antes de V uno, grita «abortar» con voz alta y clara, y tomaré la decisión de seguir o no. Si se produce una avería durante o después de V uno, seguiremos con el despegue y trataremos la situación como si fuera una emergencia durante el vuelo. Continuaremos como está establecido y tú pedirás pista libre para el retorno inmediato al aeropuerto.
—Comprendido.
—Bien. A ver si volamos un poco… ¿Listo, Roland?
—Estoy listo. Y espero que también lo estés tú. No dejes que se caiga tu caramelo.
Percey rió otra vez. Su niñera de Richmond solía usar esa expresión. Significaba «no falles».
Aceleró los motores un poco más, acercándose al límite del recalentamiento. Con un sonido chirriante, el Learjet salió hacia delante. Siguieron en posición de espera, en el lugar que el asesino había colocado la bomba en el avión de Ed. Percey miró por la ventana y vio dos policías de guardia.
—Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
—oyeron por la radio desde el control de tierra—, acérquese y deténgase en la pista cinco izquierda.
—
Foxtrot Bravo
. Me detengo en cero cinco izquierda.
Se dirigieron a la pista.
El Lear poseía un punto de gravedad bajo; sin embargo, cuando Percey Clay se sentaba en el asiento del piloto, ya fuera en tierra o en el aire, sentía que se hallaba muy por encima de todos. Era un lugar que otorgaba mucho poder. Todas las decisiones serían suyas y se cumplirían sin ser cuestionadas. La absoluta responsabilidad recaía sobre sus hombros. Era el capitán.
Observó los instrumentos.
—Flaps quince, quince, verde —dijo, repitiendo los grados.
Para más redundancia, Brad repitió:
—Flaps quince, quince, verde.
—Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
, colóquese en posición —indicó Control de Tráfico Aéreo—. Pista libre para despegue, cinco izquierda.
—Cinco izquierda,
Foxtrot Bravo
. Pista libre para despegue.
—Presurización, normal. —Brad acabó con los preparativos previos—. La selección de temperatura está en automático. Luces exteriores encendidas. La ignición, encendido y las luces estroboscópicas, por tu lado.
Percey examinó esos controles:
—Ignición, encendido y luces estroboscópicas en marcha —dijo.
Puso al Lear sobre la pista, enderezó la proa y se colocó en paralelo a la línea central. Echó un vistazo a la brújula.
—Todos los controles e indicadores a cero cinco. Pista cinco izquierda. Doy potencia de despegue.
Empujó el acelerador y comenzaron a correr por el medio de la franja de hormigón. Sintió que la mano de Brad cogía el acelerador justo debajo de la suya.
—Potencia de despegue.
—Aumenta la velocidad —dijo luego Brad, cuando los indicadores empezaron a subir, veinte nudos, cuarenta…
Con el acelerador a fondo, el avión salió disparado. Percey escuchó un gemido de Roland Bell y reprimió una sonrisa.
Cincuenta nudos, sesenta, setenta…
—Ochenta nudos —exclamó Brad.
—Correcto —confirmó Percey después de una mirada al indicador de velocidad.
—V uno —anunció Brad—. Rotar.
Percey retiró la mano derecha del acelerador y cogió la palanca de control. Inestable hasta aquel momento, la palanca se puso firme con la resistencia del aire. La movió hacia atrás, rotando el Lear hacia arriba buscando la inclinación estándar de siete grados y medio. Los motores siguieron rugiendo a la vez, y entonces Percey aumentó la presión hacia atrás, hasta alcanzar los diez grados.
—Aceleración positiva —exclamó Brad.
—Arriba tren de aterrizaje. Arriba flaps.
Por los auriculares llegó la voz de Control de Tráfico Aéreo:
—Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
, gire a la izquierda y diríjase a dos ocho cero. Comuníquese con el control de despegue.
—Dos ocho cero, Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
. Gracias, señor.
—Buenas noches.
Tiró un poco más de la palanca de mandos: once grados, doce, catorce… Dejó las constantes de los motores a nivel de despegue, es decir, un poco más alto que lo normal, durante unos minutos. Escuchó el dulce rumor de los turboventiladores detrás.
Y en aquella delgada punta de metal, Percey Clay se sintió ella misma. Volaba hacia el corazón del cielo y dejaba atrás lo irritante, lo pesado, lo doloroso. Dejaba atrás la muerte de Ed y la de Brit, y hasta a aquel hombre terrible, el diabólico Bailarín. Todo lo que la había herido, toda la incertidumbre, todo lo feo quedaban en tierra, muy lejos. Percey se sentía libre. Parecía injusto que pudiera escapar de aquellos pesos que la ahogaban con tanta facilidad, pero así era. Porque la Percey Clay que se sentaba en el asiento izquierdo del Lear N695FB no era Percey Clay, la chica cuyo único atractivo eran los dólares amasados por su padre en la industria del tabaco. No era lo que la llamaban sus compañeras de clase, ni la muchacha que desentonaba en los bailes, rodeada de esplendorosas rubias que la saludaban con sonrisas agradables y captaban todos los detalles de su atuendo y apariencia para dedicarse a cotillear más tarde.
Esa no era la verdadera Percey Clay.
La verdadera era ésta.
Le llegó otro gemido ahogado proveniente de Roland Bell. Debía de haber echado una mirada por la ventana durante el proceso.
—Mamaroneck Control, Lear Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
con vosotros en setecientos.
—Buenas noches,
Foxtrot Bravo
. Subid y mantened mil ochocientos.
Entonces comenzaron con las tareas rutinarias como poner la radio en las frecuencias VOR
[50]
que le guiarían hasta Chicago con tanta puntería como la flecha de un samurái.
A los mil ochocientos metros rompieron la barrera de nubes y salieron a un cielo tan espectacular como los demás crepúsculos que Percey había visto. No era una persona a la que le gustara estar al aire libre, pero nunca se cansaba de mirar los cielos hermosos. Se permitió un solo pensamiento sentimental: hubiera estado bien que lo último que Ed hubiese visto fuera tan hermoso como aquella vista.
—Todo tuyo —dijo a seis mil cuatrocientos metros.
—Lo tengo —le respondió Brad.
—¿Un café?
—Sí, gracias.
Percey se dirigió al fondo del avión, sirvió tres tazas, le llevó tina a Brad y luego se sentó al lado de Roland Bell, quien cogió la suya con manos temblorosas.
—¿Cómo lo estás pasando? —le preguntó.
—No es que tenga miedo a volar, es que me pongo —su cara se ensombreció— bueno, nervioso como un… —Quizá había mil comparaciones posibles, pero no tuvo ánimo para emplear ninguna—. Sólo nervioso —concluyó.
—Echa una mirada —le pidió Percey, señalando la ventanilla de la cabina del piloto.
Ron se echó hacia adelante y miró por la ventanilla. Percey observó su cara iluminándose por la sorpresa que le produjo ver la magnificencia del crepúsculo.
—Bueno, qué extraordinario… —silbó animado—. Me pareció muy bueno el despegue.
—Es un aparato muy eficiente. ¿Has oído hablar de Brooke Knapp?
—Creo que no.
—Era una empresaria de California. Estableció un récord de vuelo alrededor del mundo con un Lear 35A, como en el que volamos ahora. Le llevó poco más de cincuenta horas. Algún día batiré ese récord.
—No dudo de que lo harás —ahora Ron estaba más tranquilo. Miró los controles—. Parece terriblemente complicado.
Percey tomó un sorbo de café.
—Tiene un truco esto de volar que no le contamos a la gente. Una especie de secreto profesional. Es mucho más simple de lo que piensas.
—¿Cuál es ese truco?
—Bueno, mira hacia fuera. ¿Ves esas luces de color en la punta de las alas?
Ron no quería mirar pero lo hizo.
—Sí, las veo.
—Hay una en la cola también.
—Hum, hum. Recuerdo haberla visto, me parece.
—Lo único que tenemos que hacer es mantener el avión entre esas luces y todo saldrá bien.
—Entre… —Le llevó un instante comprender la broma. Miró el rostro inexpresivo de Percey y luego sonrió—. ¿Te has burlado de muchos con ese chiste?
—De unos cuantos.
Pero la broma no lo divirtió realmente. Sus ojos seguían clavados en la alfombra. Después de un largo silencio, Percey dijo:
—Brit Hale podría haberse negado a testificar, Roland. Conocía los riesgos.
—No, no los conocía —respondió Bell—. No. Nos apoyó en lo que estábamos preparando sin saber gran cosa. Yo tendría que haberlo pensado mejor. Tendría que haberme dado cuenta de lo que pasaba con los camiones de bomberos. Debería haber adivinado que el asesino llegaría a vuestros dormitorios. Os tendría que haber llevado al sótano o a otro lugar. Y también podría haber disparado mejor.
Bell parecía tan desanimado que a Percey no se le ocurrió nada que decirle. Apoyó la mano sobre su antebrazo. Parecía delgado, pero era muy fuerte.
Ron rió suavemente.
—¿Quieres saber una cosa? —Ron río suavemente.
—¿Qué?
—Esta es la primera vez desde que te conozco que pareces un poco relajada.
—Es el único lugar en que me siento en casa —dijo Percey.
—Volamos a trescientos veinte kilómetros por hora a mil quinientos metros de altura y te sientes segura —suspiró Bell.
—No, vamos a seiscientos cuarenta kilómetros por hora, a una altura de seis mil metros.
—Vale. Gracias por compartirlo conmigo.
—Hay un antiguo refrán de pilotos —dijo Percey—: «San Pedro no cuenta el tiempo que pasas volando, y duplica las horas que pasas en tierra».
—¡Qué gracioso! —exclamó Bell—. Mi tío decía algo parecido también, sólo que él se refería a la pesca. Prefiero mil veces su versión a la tuya. No te lo tomes como algo personal.
Gusanos…
Stephen Kall, bañado en sudor, estaba en un cuarto de baño mugriento en la parte de atrás de un restaurante cubano-chino.
Se restregaba como si la salvación de su alma dependiera de ello.
Los gusanos lo mordisqueaban, lo comían, lo cubrían…
Quítalos… ¡Quítalos!
Soldado…
Señor, estoy ocupado, señor.
Sol…
Frota, frota, frota.
Lincoln el Gusano me persigue.
Siempre que Lincoln el Gusano se acerca, aparecen ellos.
¡Fuera!
Movió el cepillo hacia atrás y hacia delante hasta que las cutículas sangraron.
Soldado, esa sangre es una prueba. No puedes…
¡Fuera!
Se secó las manos y después cogió el estuche de la guitarra y la bolsa de libros. Entró al salón del restaurante.
Soldado, tus guantes…
Los clientes, alarmados, miraron sus manos ensangrentadas y su expresión enloquecida.
—Gusanos —musitó, como única explicación para todo el restaurante—, jodidos gusanos —luego salió a la calle.
Caminó deprisa por la acera y procuró calmarse. Pensó en lo que le quedaba por hacer. Tenía que matar a Jodie, por supuesto.
Tengo que matarlo tengo que matarlo tengo que matarlo… No porque me haya traicionado, sino por haberle proporcionado tanta información…
¿Por qué mierda lo haces, soldado?