El bailarín de la muerte (44 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Un frente de alta presión está pasando por Denver en este momento. Los vientos de proa van de quince a cuarenta nudos a tres mil metros y aumentan a sesenta o setenta nudos a siete mil.

—Vaya —murmuró Brad y luego volvió a sus cálculos. Después de un instante, dijo—: Nos quedaremos sin combustible a noventa kilómetros de Denver.

—¿Puedes aterrizar en la carretera? —preguntó Bell.

—En una gran bola de fuego —contestó Percey.


Foxtrot Bravo
—preguntó Control—, ¿listo para recibir las frecuencias VOR?

Mientras Brad anotaba aquella información, Percey se estiró y apoyó la cabeza contra la parte posterior del asiento. El gesto le pareció familiar y recordó que había visto a Lincoln Rhyme hacer lo mismo en su complicada cama. Pensó en el pequeño discurso que le había soltado. Había sido sincera, por supuesto, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que sus palabras contenían tanta verdad. Ambos dependían extraordinariamente de frágiles piezas de metal y plástico.

Y quizá estaba a punto de morir por aquella causa.

El destino es un cazador…

A noventa kilómetros de Denver. ¿Qué podían hacer?

¿Por qué su mente no era tan rápida como la de Rhyme? ¿No había nada que pudiera inventar para conservar combustible?

Si volaba más alto gastaba menos gasolina.

También si volaba con menos peso. ¿Podrían tirar algo del avión?

¿La carga? La remesa de U.S. Medical pesaba exactamente doscientos quince kilos. Si la arrojaba ganaría algunos kilómetros.

Pero mientras pensaba, Percey supo que nunca lo haría. Si había alguna posibilidad de salvar el vuelo y de salvar a la Compañía, se agarraría a ella como a un clavo ardiendo.

Vamos, Lincoln Rhyme, pensó, dame una idea. Dame… Se imaginó su cuarto, se vio sentada a su lado, recordó el halcón macho posado con arrogancia en el alféizar de la ventana.

—Brad —preguntó bruscamente—, ¿cuál es nuestro cálculo de vuelo sin motor?

—¿De un Lear 35A? No tengo ni idea.

Percey había pilotado un planeador Schweizer 2-32. El primer prototipo se construyó en 1962 y había establecido el modelo para ese tipo de aparatos desde entonces. Su velocidad de descenso era de unos milagrosos treinta y seis metros por minuto. Pesaba cerca de seiscientos kilos. El Lear en el que volaban pesaba seis mil trescientos kilos.

Sin embargo, los aviones planean, cualquier avión lo hace. Recordó el incidente, ocurrido hacía unos años, del Air Canadá 767: los pilotos todavía hablaban de ello. El jumbo jet se había quedado sin combustible debido a una combinación de error informático y humano. Los dos motores se detuvieron a doce mil metros de altura y el avión se convirtió en un planeador de 143 toneladas. Logró aterrizar sin una víctima.

—Bueno, pensemos. ¿Cuál sería la velocidad de descenso con los motores detenidos?

—Creo que podríamos mantenerla a setecientos metros.

Lo que significaba una caída en picado de cincuenta kilómetros por hora.

—Ahora, calcula: ¿cuándo nos quedaríamos sin combustible si quemamos gasolina para subir a diecisiete mil metros?

—¿Diecisiete mil? —preguntó Brad sorprendido.

—Roger.

Brad hizo el cálculo.

—La subida máxima es de mil trescientos pies por minuto; quemaríamos mucha gasolina, pero después de diez mil seiscientos metros también ahorraríamos mucha. Podríamos recortar…

—¿Volar con un solo motor?

—Claro que sí. Podríamos hacerlo. —Hizo más cuentas—. Con ese procedimiento, nos quedaríamos sin combustible a ciento treinta kilómetros de Denver. Pero, por supuesto, estaríamos a mucha altura.

Percey Clay, sobresaliente en matemáticas y física, capaz de realizar mentalmente los más complicados cálculos, vio pasar los números por su cabeza. Apagar el motor a dieciséis mil metros, velocidad de descenso de setecientos metros… podrían cubrir un poco más de ciento treinta kilómetros antes de tocar tierra. Quizá más, si los vientos fueran propicios.

Brad, con la ayuda de la calculadora y de sus rápidos dedos, sacó la misma conclusión.

—Estaremos en el límite.

Dios no da nada por seguro.

—Control de Chicago —dijo Percey—. Lear
Foxtrot Bravo
solicita permiso inmediato para subir a dieciséis mil metros.

A veces hay que arriesgarse…

—¿Eh?, dilo otra vez,
Foxtrot Bravo
.

—Necesitamos subir más. A dieciséis mil metros.

La voz del controlador de Control de Tráfico Aéreo los interrumpió:


Foxtrot Bravo
, eres un Lear tres cinco, ¿correcto?

—Sí.

—El techo máximo de operación es de trece mil metros.

—Afirmativo, pero necesitamos volar más alto.

—¿Habéis controlado las juntas hace poco?

Se refería a las juntas de puertas y ventanas que sellaban el avión y que le impedían explotar.

—Están bien —dijo Percey, sin mencionar que el
Foxtrot Bravo
había recibido unos cuantos disparos que le agujerearon el fuselaje y que lo acababan de reparar esa tarde.

—Tenéis permiso para ir a dieciséis mil metros,
Foxtrot Bravo
—respondió Control de Tráfico Aéreo.

Y Percey dijo entonces algo que pocos pilotos de Lear pueden decir:

—Roger, subimos de tres mil a dieciséis mil metros.

—De acuerdo —dijo Brad, plácidamente.

Percey hizo girar el avión y comenzó a subir.

Volaron hacia arriba.

Todas las estrellas de la noche…

—Dieciséis mil metros —anunció Brad diez minutos después.

Se nivelaron. A Percey le parecía que podía oír de verdad el quejido de las junturas del avión. Recordó las características de la gran altitud. Si la ventana que Ron había reemplazado explotaba, o reventaba alguna junta, si no se destrozaba el avión, la hipoxia mataría a los tripulantes en cuestión de cinco segundos. Aun cuando se pusieran máscaras, la diferencia de presión haría que les hirviera la sangre.

—Aumenta la presión de la cabina a diez mil pies.

—Presión a diez mil —dijo Brad. Eso al menos aliviaría al frágil fuselaje de la terrible presión externa—. Es una buena idea. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Ingeni…

—No lo sé —respondió Percey—. Apaguemos el motor número dos. Suelto el acelerador, apago el auto-acelerador.

—Suelto, apagado —repitió Brad como un eco.

—Bombas de combustible e ignición, apagados.

—Bombas e ignición, apagados.

Percey sintió un leve viraje cuando desapareció el impulso del motor derecho y lo compensó con un pequeño ajuste del timón. No necesitó demasiado. Como los reactores estaban montados en la parte posterior del fuselaje y no en las alas, el que se perdiera una fuente de energía no afectó mucho la estabilidad de la aeronave.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Brad.

—Me tomaré una taza de café —dijo Percey y se levantó del asiento como un niño revoltoso que se tira de un árbol—. Eh, Roland, ¿no quieres uno tú también?

*****

Durante unos insoportables cuarenta minutos no hubo más que silencio en el cuarto de Rhyme. No sonó ningún móvil. No entró ningún fax. Ninguna voz de ordenador anunció: «Tiene un mensaje».

Luego, por fin, el teléfono de Dellray sonó. Asintió mientras hablaba, pero Rhyme intuyó que las noticias no eran buenas. El agente cerró el móvil.

—¿Cumberland?

Dellray asintió.

—La pifiamos. Kall no ha estado allí desde hace años. Los lugareños todavía hablan de cuando el chico ató a su padrastro y dejó que se lo comieran los gusanos. Es una especie de leyenda. Pero no tiene familia en la zona. Y nadie sabe nada ni está dispuesto a hablar.

Fue entonces cuando sonó el móvil de Sellitto.

—¿Sí?

Una pista, rezó Rhyme, por favor, que sea una pista. Miró la cara redonda y el gesto estoico del policía cuando cerró el teléfono.

—Era Roland Bell —dijo—. Quería que supiéramos que acaban de quedarse sin combustible.

Capítulo 34: Hora 38 de 45

Tres timbres de tres alarmas diferentes sonaron simultáneamente.

Indicaban que se acababa el combustible, que la presión de aceite era baja y que en el motor la temperatura era baja. Percey trató de ajustar levemente el equilibrio de la aeronave, para ver si podía arañar un poco más de gasolina, pero los tanques estaban completamente secos.

Con un ligero martilleo, el motor número uno dejó de toser quedando en silencio. También la cabina quedó completamente a oscuras. Negra como un pozo.

Oh, no…

Percey no podía ver ni un instrumento, ni una palanca de mandos, ni un interruptor. Lo único que la salvaba de caer en el vértigo del vuelo a ciegas era la débil franja de luz que indicaba la presencia de Denver frente a ellos, pero a una gran distancia.

—¿Qué pasa? —preguntó Brad.

—Dios, me olvidé de los generadores.

Los motores hacen funcionar a los generadores. Si no hay motores, no hay electricidad.

—Deja caer el RAT
[55]
—ordenó Percey.

Brad buscó en la oscuridad el control y lo encontró. Tiró de la palanca y la turbina de aire descendió, colocándose debajo del avión. Se trataba de una pequeña hélice conectada a un generador. La corriente de aire impulsa la hélice, que comunica energía al generador para los controles y las luces, pero no para los flaps, el tren de aterrizaje o los frenos.

Segundos después volvieron algunas de las luces.

Percey miraba el indicador de velocidad vertical. Mostraba una velocidad normal de mil metros por minuto. Mucho más de lo que habían planeado. Descendían a una velocidad cercana a los ochenta kilómetros por hora.

¿Por qué? se preguntó Percey. ¿Por qué erramos tanto en el cálculo?

¡A causa del aire enrarecido de las alturas! Había calculado la velocidad del descenso sobre la base de una atmósfera más densa. En aquel momento, al revisar todos los datos, recordó que el aire de Denver también estaría enrarecido. Nunca había pilotado un planeador a más de dos mil metros de altura.

Tiró de la palanca de mandos para frenar el descenso. Disminuyó a seiscientos cincuenta metros por minuto, pero la velocidad disminuyó también. Con el aire tan ligero la velocidad de stall
[56]
era de casi trescientos nudos. La palanca empezó a vibrar y los controles no respondían bien. En un avión como aquel no se podía recuperar una velocidad stall con los motores sin funcionar.

El rincón del féretro…

Adelantó la palanca de mandos. Descendieron más rápido, pero la velocidad del avión aumentó. Durante casi ochenta kilómetros efectuó esa maniobra. El Control del Tráfico Aéreo les avisó de dónde eran más fuertes los vientos, y Percey trató de encontrar la combinación perfecta de altitud y rumbo: vientos que fueran lo suficientemente poderosos como para dar al Lear una altura óptima pero no tan fuertes como para que ralentizaran demasiado la velocidad.

Por fin, Percey, con los músculos doloridos por el esfuerzo que realizaba al controlar la aeronave por medio de la fuerza bruta, se secó el sudor de la cara y dijo:

—Llámalos, Brad.

—Centro de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
, a cinco mil ochocientos metros. Estamos a treinta y tres kilómetros del aeropuerto. Nuestra velocidad es de doscientos veinte nudos. Volamos sin motores y solicitamos vectores hacia la pista más larga disponible, adecuada a nuestro rumbo actual de dos cinco cero.


Foxtrot Bravo
. Os estábamos esperando. Altímetro treinta punto noventa y cinco. Girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero. Os damos vectores para la pista dos ocho izquierda. Tenéis tres mil metros para apañaros.

—De acuerdo, Denver.

Algo le preocupaba. Sentía de nuevo un nudo en el estómago. Como el que tenía cuando recordó aquella camioneta negra.

¿Qué le pasaba? ¿Se estaría volviendo supersticiosa?

Las tragedias llegan de tres en tres…

—Treinta kilómetros para aterrizar —dijo Brad—. Cuatro mil ochocientos metros de altura.


Foxtrot Bravo
, contacta Control de Denver —les dio la frecuencia de radio y luego añadió—: Han sido informados de vuestra situación. Buena suerte, señora. Estaremos pensando en vosotros.

—Buenas noches, Denver. Gracias.

Brad conectó la radio con la nueva frecuencia.

¿Qué estaba fallando?, caviló Percey otra vez. Hay algo en lo que no he pensado.

—Control de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco
Foxtrot Bravo
. Con vosotros a cuatro mil metros, a veinte kilómetros del aterrizaje.

—Os tenemos,
Foxtrot Bravo
. Acercaos rumbo dos cinco cero. Al parecer no funcionan los motores, ¿correcto?

—Somos el planeador más grande que hayáis visto, Denver.

—¿Con flaps y tren de aterrizaje?

—Sin flaps. Accionaremos manualmente el tren de aterrizaje.

—¿Queréis camiones?

Se refería a los vehículos de emergencia.

—Creemos que hay una bomba a bordo. Queremos todo lo que tengáis.

—De acuerdo.

Entonces, con un escalofrío de terror, se le ocurrió por fin: ¡la presión del aire!

—Control de Denver —preguntó— ¿cuánto marca el altímetro?

—Hum, tenemos tres cero punto nueve seis,
Foxtrot Bravo
.

Había subido dos milésimas de mercurio en el último minuto.

—¿Está subiendo?

—Afirmativo,
Foxtrot Bravo
. Hay un importante frente de altas presiones acercándose.

¡No! Aumentaría la presión ambiental alrededor de la bomba, lo que haría que el globo se encogiera, como si estuvieran a una altura menor a la real.

—Mierda —murmuró.

Brad la miró.

—¿Cómo estaba el mercurio en Mamaroneck? —dijo Percey.

El copiloto consultó la planilla.

—Veintinueve punto seis.

—Calcula mil quinientos metros de altitud a esa presión comparado con treinta y uno punto cero.

—¿Treinta y uno? Es muy alto.

—Allí es adónde vamos.

Brad la miró fijamente.

—Pero la bomba…

—Haz el cálculo —repitió Percey.

El joven empezó a hacer números con mano firme.

Suspiró, su primera manifestación visible de emoción.

—Mil quinientos metros en Mamaroneck equivalen a mil cuatrocientos aquí.

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