Sachs soltó su camisa.
—¡Eres tú!
—Me has dado un susto de muerte. ¿Qué…?
—¡Estás bien! —dijo Sachs.
—Sólo me dormí un rato. ¿Qué pasa?
—Jodie es el Bailarín. Rhyme acaba de llamar.
—¿Qué? ¿Cómo?
—No lo sé —Sachs miró a su alrededor y se estremeció de miedo—. ¿Dónde están los guardias?
El salón estaba vacío.
Entonces reconoció el olor que le había preocupado. ¡Era sangre! Un olor a cobre caliente. Y supo que todos los guardias estaban muertos. Alargó la mano para recoger su arma, que estaba sobre el suelo. Frunció el ceño cuando miró el extremo de la culata; donde debería haber estado el cargador había un hueco vacío. Cogió la pistola.
—¡No!
—¿Qué? —preguntó Bell.
—Mi cargador. Ha desaparecido —Se tocó el cinturón. También habían desaparecido los dos cargadores de repuesto.
Bell sacó sus armas, un Glock y una Browning; tampoco tenían sus cargadores. Los tambores de las armas estaban vacíos.
—¡En el coche! —tartamudeó Sachs—. Apuesto a que lo hizo en el coche. Estaba sentado en medio de los dos. Se movía sin parar, chocaba contra nosotros.
—Vi un estuche de armas en el salón —dijo Bell—. Un par de rifles de caza.
Sachs lo recordó también.
—Allí —señaló. Casi no lo podían ver en la penumbra del amanecer. Bell miró a su alrededor y se dirigió hacia él de cuclillas, mientras Sachs corría al dormitorio de Percey y examinaba el interior. La mujer estaba dormida sobre la cama.
Volvió al pasillo, abrió la navaja y se agachó. Entrecerró los ojos. Bell regresó un instante después.
—Se los han llevado. No quedan rifles. Tampoco hay municiones para nuestras pistolas.
—Despertemos a Percey y salgamos de aquí.
Oyeron unas pisadas no muy lejanas y el sonido del seguro de un rifle semiautomático.
Sachs cogió a Bell del cuello y lo empujó al suelo.
El disparo los dejó sordos y la bala rompió la barrera del sonido directamente sobre sus cabezas. Sachs olió a pelo quemado. Jodie debía contar con un gran arsenal en aquellos momentos, todas las armas de los inspectores, pero sin embargo, utilizaba el rifle de caza.
Corrieron hacia la puerta de Percey, que se abrió justo cuando llegaban.
—¡Dios mío! ¿Qué…? —salió gritando la aviadora.
El empujón que Bell le dio con todo su cuerpo la lanzó otra vez dentro de su cuarto. Sachs entró tras ellos cerrando la puerta de un golpe, echó el cerrojo y corrió hacia la ventana.
—Venid, venid… —les apremió.
Bell levantó del suelo a una sorprendida Percey Clay y la arrastró hacia la ventana mientras varios cartuchos de gran calibre, de los que se usaban en la caza del ciervo, atravesaban la puerta alrededor de la cerradura.
Ninguno se volvió para ver si el Bailarín había tenido éxito. Saltaron por la ventana hacia el amanecer y corrieron, corrieron, corrieron por la hierba cubierta de rocío.
Sachs se detuvo a orillas del lago. La niebla, teñida de rojo y rosa, flotaba en fantasmales jirones sobre el agua quieta y gris.
—Seguid —les gritó a Bell y a Percey—. Hacia esos árboles.
Señalaba hacia el refugio más cercano: una ancha banda de árboles al final de un campo al otro lado del lago. Estaba a más de cien metros de distancia, pero era el escondite más próximo.
Sachs volvió la vista hacia el edificio. No había señales de Jodie. Se puso de cuclillas al lado del cuerpo de uno de los inspectores. La funda de su pistola estaba vacía, naturalmente, y también faltaban los cargadores. Ya se imaginaba que Jodie se habría llevado esas armas, pero confiaba en encontrar algo en lo que el asesino no hubiera pensado.
Es un ser
humano
, Rhym…
Al revisar el cuerpo frío, encontró lo que estaba buscando. Levantó el extremo de los pantalones del inspector y sacó el arma suplementaria de la funda, sujeta al tobillo del policía. Era una pequeña pistola, un minúsculo revólver Colt de cinco tiros con un tambor de cinco centímetros.
Miró hacia el edificio justo cuando la cara de Jodie aparecía en la ventana. Vio entonces cómo levantó el rifle de caza y fue en ese momento cuando Sachs se dio la vuelta y disparó. El cristal se rompió a escasos centímetros de la cabeza de Jodie, que retrocedió tambaleándose.
Luego Amelia corrió alrededor del lago, detrás de Bell y Percey; iban muy rápido, haciendo eses sobre la hierba cubierta de rocío.
Se habían alejado casi cien metros de la casa antes de escuchar el primer tiro. Produjo un sonido estridente que retumbó en los árboles y levantó un poco de tierra al lado del pie de Percey.
—Abajo —gritó Sachs—. Ahí —dijo, señalando un hueco en la tierra.
Se tiraron al suelo justo cuando el Bailarín disparaba otra vez. Si Bell hubiera estado de pie, el disparo le hubiese dado directamente en el medio de los omóplatos.
Se encontraban aún a quince metros del bosquecillo más cercano, donde seguramente encontrarían protección. Pero tratar de llegar hasta allí en aquel momento equivalía a un suicidio. Jodie parecía tan buen tirador como lo había sido Stephen Kall.
Sachs levantó la cabeza por un momento. No vio nada pero escuchó una explosión. Un instante después una bala pasó por el aire a su lado. Sintió el mismo terror paralizante que en el aeropuerto. Apretó la cara contra la fresca hierba de primavera, mojada por el rocío y su sudor. Le temblaron las manos.
Bell levantó la cabeza para echar un rápido vistazo y la dejó caer de nuevo.
Otro tiro. La tierra saltó a centímetros de su cara.
—Creo que lo vi —dijo el detective, con su fuerte acento—. Está en un matorral a la derecha de la casa. Sobre esa colina.
Sachs hizo tres respiraciones rápidas; después rodó un metro y medio a la derecha, levantó la cabeza con rapidez y la escondió de nuevo.
Jodie optó por no disparar esa vez, pero Sachs pudo verlo bien. Bell tenía razón: el asesino estaba a un costado de la colina y les apuntaba con el rifle de mira telescópica desde allí; pudo ver incluso el débil destello de la mira. Jodie no les podía dar si se mantenían tumbados, sin embargo, para lograrlo lo único que tenía que hacer era subir la colina. Desde la cima podría disparar hacia el pozo donde estaban en ese momento: una perfecta zona de muerte.
Pasaron cinco minutos sin que disparase un tiro. Debería de estar escalando la colina, con mucha cautela: sabía que Sachs estaba armada y había comprobado que disparaba bien. ¿Podrían aguantar hasta que llegara el helicóptero de SWAT?
Sachs cerró con fuerza los ojos y olió la tierra y la hierba.
Pensó en Lincoln Rhyme.
Tú lo conoces mejor que nadie, Sachs…
No conoces bien a un criminal hasta que no has caminado por donde él caminó, hasta que no hayas limpiado su mal…
Pero Rhyme, pensó, éste no es Stephen Kall. Jodie no es el asesino que conozco. Las que examiné, no son las escenas de sus crímenes. No fue su mente la que vislumbré…
Buscó una parte baja del terreno que los pudiera conducir ilesos hasta los árboles, pero no encontró nada. Si se movían un metro y medio en cualquier dirección, presentarían un blanco perfecto.
Bueno, en cualquier momento presentarían ese blanco perfecto, en cuanto Jodie llegara a la cima de la colina.
Entonces se le ocurrió una cosa: que las escenas de crímenes que había examinado realmente eran del Bailarín. Puede que no hubiera sido el que disparó la bala que mató a Brit Hale o el que colocó la bomba en el avión de Ed Carney, o empuñó el cuchillo que mató a John Innelman en el sótano del edificio de oficinas.
Pero Jodie
era
un criminal.
Entra en su mente, Sachs, escuchó que le decía Lincoln Rhyme.
Su,
mi
, arma más mortífera es el engaño.
—Vosotros dos —gritó Sachs, mirando alrededor—. Ahí.
Señaló un barranco poco pronunciado.
Bell la miró. Sachs se dio cuenta de que él también quería atrapar al Bailarín desesperadamente. Pero con la mirada Amelia le dejó bien claro que el asesino era su presa, de ella solamente. Sin discusión y sin debate. Rhyme le había proporcionado aquella oportunidad y nada ni nadie en el mundo podría detenerla. Haría lo que tenía que hacer.
El detective asintió solemnemente y arrastró a Percey a una grieta poco profunda en el suelo.
Sachs examinó la pistola. Le quedaban cuatro balas.
Muchas.
Más que suficientes…
Si estoy en lo cierto.
¿Lo estoy? Se preguntó, con la cara contra la mojada y fragante hierba. Y decidió que sí, que estaba en lo cierto… Un ataque frontal no entraba dentro de los planes del Bailarín.
Engaño
.
Y era justo lo que iba a probar con él.
—Quedaos agachados. Pase lo que pase, quedaos agachados. —Se levantó apoyándose en las manos y rodillas y miró por el borde. Se ponía a punto, se preparaba. Respiró lentamente.
—Es un disparo de cien metros, Amelia —susurró Bell—. ¿Lo podrás hacer con esa arma tan pequeña?
Sachs lo ignoró.
—Amelia —dijo Percey. La aviadora clavó los ojos en los suyos y durante un momento las mujeres compartieron una sonrisa.
—Bajad las cabezas —ordenó Sachs y Percey obedeció, acurrucándose en la hierba.
Amelia Sachs se puso de pie.
No se agachó, no se puso de costado para presentar un blanco más estrecho. Se limitó a adoptar la postura que le era tan familiar, con las dos manos en la pistola, haciendo puntería. Frente a ella estaban la casa, el lago, la figura agachada que subía por la colina y que dirigía hacia ella la mira telescópica.
En su mano, la pequeña pistola pesaba lo que un vaso de whisky.
Apuntó al reflejo de la mira telescópica, a tanta distancia como la extensión de una cancha de fútbol.
El sudor y la niebla bañaban su cara.
Respira, respira.
Tomate tu tiempo.
Espera…
Un escalofrío le recorrió la espalda, los brazos y manos. Se empeñó en alejar el pánico.
Respira…
Escucha, escucha.
Respira…
¡Ahora!
Giró en redondo y cayó de rodillas cuando el rifle, que asomaba sobre el monte de árboles que tenía atrás, a una distancia de quince metros, disparó. La bala atravesó el aire justo sobre la cabeza de Sachs.
La chica se encontró mirando la cara asombrada de Jodie, con el rifle de caza todavía contra su mejilla. El asesino se dio cuenta de que después de todo, no la había engañado. Ella había descubierto su táctica: la manera en que había disparado algunos tiros desde el lago, cómo arrastró luego a uno de los guardias colina arriba y lo apuntaló allí con uno de los rifles de caza para mantenerlos inmóviles, mientras él corría alrededor del lago para sorprenderlos por atrás.
Engaño…
Durante un momento ninguno de los dos se movió.
El aire estaba completamente inmóvil. No flotaban jirones de niebla, no había árboles o hierbas que se doblaran por el viento.
Sachs esbozó una sonrisa mientras levantaba la pistola con ambas manos.
Desesperado, el Bailarín hizo que el rifle para ciervos escupiera el casquillo y colocó otro cartucho. Cuando levantaba el arma de nuevo hasta su mejilla, Sachs disparó. Dos tiros.
Ambos dieron en el objetivo. Sachs lo vio volar hacia atrás; el rifle saltó por el aire como el bastón de una
majorette
.
—¡Quédate con ella, Detective! —le gritó Sachs a Bell y corrió hacia Jodie.
Lo encontró en la hierba, tumbado de espaldas.
Una de las balas había destrozado su hombro izquierdo. La otra había dado de lleno en la mira telescópica incrustando metal y cristales en el ojo derecho del hombre. Su rostro era una masa sanguinolenta.
Sachs levantó su pequeña pistola, hizo mucha presión sobre el gatillo y apretó el cañón contra su cabeza.
Lo registró. Encontró una sola Glock y un cuchillo de carburo en el bolsillo. No tenía más armas.
—Está limpio —gritó.
Cuando se puso de pie y sacó las esposas del estuche, el Bailarín tosió y escupió. Se limpió la sangre de su ojo sano; luego levantó la cabeza y miró hacia el campo hasta que localizó a Percey Clay que se incorporaba lentamente y miraba a su atacante.
Jodie pareció estremecerse cuando la vio. Tosió de nuevo y emitió un profundo gemido. Sorprendió a Sachs cuando le empujó la pierna con el brazo sano. Estaba malherido, quizá mortalmente, y tenía poca fuerza. Resultó un gesto curioso, como si apartara del camino un pequinés irritante.
Sachs retrocedió y mantuvo el arma apuntándole directamente al pecho.
Pero Amelia Sachs ya no era del menor interés para el Bailarín de la Muerte. Tampoco le preocupaban sus heridas ni el terrible dolor que le producían. En su mente cabía sólo una cosa. Con un esfuerzo sobrehumano rodó poniéndose boca abajo; gimiendo y arañando la tierra, comenzó a arrastrarse hacia Percey Clay, hacia la mujer que tenía que matar porque le habían contratado para ello.
Bell se unió a Sachs, que le pasó la Glock y juntos apuntaron al Bailarín. Podrían haberlo detenido, incluso matado, fácilmente. Pero se quedaron paralizados, observando a ese hombre patético, concentrado con tanta desesperación en su tarea que no parecía darse cuenta de que su cara y su hombro estaban destruidos.
Se movió todavía unos centímetros más e hizo una pausa para coger una afilada roca del tamaño de un pomelo. Y siguió acercándose a su presa. No dijo una palabra, empapado de sangre y sudor, su cara una máscara de agonía. Hasta Percey, que poseía todas las razones para odiar a aquel hombre, para arrebatarle la pistola a Sachs de la mano y terminar allí con la vida del asesino, hasta Percey parecía hipnotizada al observar su esfuerzo inútil por terminar lo que había empezado.
—Ya es suficiente —dijo Sachs al fin. Se inclinó y le quitó la piedra.
—No —jadeó Jodie—. No…
Sachs le puso las esposas.
El Bailarín de la Muerte emitió un aullido terrorífico, que podía deberse al dolor de sus heridas pero que parecía más bien producto de una pérdida y de un fracaso insoportables, y dejó caer la cabeza sobre el suelo.
Se quedó quieto. El trío permaneció de pie a su lado, observando como la sangre empapaba la hierba y las inocentes flores silvestres. Enseguida el vibrante canto de los somorgujos quedó ahogado por el
chop, chop, chop
de un helicóptero que sobrevolaba los árboles. Sachs se fijó en que Percey Clay desviaba inmediatamente la atención del hombre que le había causado tanta pena; la aviadora observó embelesada cómo la voluminosa aeronave descendía por el cielo brumoso y aterrizaba ágilmente en la hierba.