El bailarín de la muerte (15 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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¿Le disparo?

¿Sí? ¿No?

Negativo, soldado. Quédate con tu objetivo.

Disparó otra vez. La explosión desgarró otro pequeño pedazo en un costado del avión.

Calma. Otro disparo. El golpe en el hombro, el dulce olor de la pólvora quemada. Una ventanilla en la cabina explotó.

Éste fue el disparo que lo consiguió.

De repente ahí estaba la Mujer abriéndose camino por la puerta de la oficina, luchando con el joven policía rubio que trataba de detenerla.

Sin objetivo aún. Déjala venir.

Apretó. Otra bala se incrustó en el motor.

La Mujer, con cara de horror, se liberó y corrió escaleras abajo hacia el hangar para cerrar sus puertas y proteger a su hijo.

Carga otra vez.

Posó la retícula en el pecho de la Mujer cuando llegó al campo y comenzaba a correr.

Stephen calculó automáticamente que tendría una desviación de 10 cms. Movió el fusil por delante de ella y apretó el gatillo. Disparó justo cuando el policía rubio la empujaba y ambos cayeron en un pequeño bache en el suelo. Un fallo. Y tenían suficiente resguardo como para impedirle que les cosiera las espaldas a balazos.

Se acercan, soldado. Te rodean.

Sí, señor. Comprendido.

Stephen observó las pistas. Habían aparecido otros policías. Estaban reptando hacia sus coches. Un coche patrulla se dirigía directamente hacia él y estaba sólo a cincuenta metros. Stephen empleó un tiro para destruir el del motor. Una humareda empezó a salir de la parte delantera y el coche se detuvo.

Permanece en calma, se dijo.

Estamos preparados para evacuar. Sólo necesitamos otro disparo exacto.

Oyó varios tiros de pistola. Volvió a mirar a la pelirroja. Estaba en posición de combate, apuntando la voluminosa pistola en su dirección, buscando el chispazo de la boca de su fusil. El sonido del disparo no le serviría a ella de nada, por supuesto; por eso Stephen nunca usaba silenciadores. Los sonidos fuertes son tan difíciles de localizar como los débiles.

La policía pelirroja se mantenía de pie y entrecerraba los ojos.

Stephen accionó el cerrojo del Model 40.

*****

Amelia Sachs vio un leve resplandor y supo dónde estaba el Bailarín de la Muerte.

Entre un pequeño grupo de árboles, a trescientos metros. La mira telescópica de Stephen captó el reflejo de las pálidas nubes que estaban sobre su cabeza.

—Por allí —gritó Sachs a dos policías del condado, acurrucados en su coche.

Los policías subieron al coche patrulla y lo pusieron en marcha. Se dirigieron a un hangar que había cerca para rodear al francotirador.

—Sachs —la llamó Rhyme a través de los auriculares—. Qué está…

—Por Dios, Rhyme, está en el campo, disparando contra el avión.

—¿Qué?

—Percey está tratando de llegar al hangar. Está tirando con balas explosivas. Está tirando para hacerla salir.

—Quédate agachada, Sachs. Si Percey va a matarse, déjala. ¡Pero tú quédate agachada!

Sachs sudaba profusamente, sus manos temblaban, su corazón palpitaba. Sintió un escalofrío de pánico que le recorría su columna.

—¡Percey! —gritó Sachs.

La mujer se había liberado de Jerry Banks y se había puesto de pie. Corría hacia la puerta del hangar.

—¡No!

Oh, diablos.

Los ojos de Sachs estaban fijos en el lugar en que había visto el reflejo del telescopio del Bailarín.

Demasiado lejos, está demasiado lejos, pensó. No puedo darle a nada a esa distancia.

Si te quedas tranquila, puedes conseguirlo. Te quedan todavía once balas. No hay viento. La trayectoria es el único problema. Apunta hacia arriba y aprieta el gatillo.

Observó cómo varias hojas se levantaban cuando el Bailarín disparó otra vez.

Un momento después una bala pasó a centímetros de su cara. Sintió la onda de choque y oyó el ruido cuando el proyectil, que duplicaba la velocidad del sonido, quemó el aire a su alrededor.

Emitió un débil gemido y se tiró sobre el vientre, amedrentada.

¡No! Tenías una ocasión de disparar. Antes que el Bailarín volviera a cargar. Pero ahora es demasiado tarde. Ya ha vuelto a recargar.

Miró rápido hacia arriba, levantó la pistola y luego perdió el valor. Con la cabeza gacha, apuntando la Glock con descuido hacia los árboles, disparó cinco veces.

Pero era lo mismo que estuviera tirando contra dianas.

Vamos, muchacha. Levántate. Apunta y dispara. Te quedan seis balas y dos cargadores en el cinturón.

Pero el recuerdo del disparo tan cercano la mantenía clavada en el suelo.

¡Hazlo! se dijo con rabia.

Pero no podía.

Todo lo que Sachs tuvo el valor de hacer fue levantar la cabeza unos centímetros, lo suficiente como para ver a Percey Clay que corría hacia la puerta del hangar justo cuando Jerry Banks la alcanzaba. El joven detective la tiró al suelo detrás de un generador. Casi simultáneamente con el tremendo estruendo del fusil del Bailarín de la Muerte llegó el insoportable
crac
de la bala que hirió a Banks, quien giró como un borracho mientras la sangre lo envolvía en una nube.

Y en su cara apareció primero una mirada de sorpresa, luego de desconcierto y luego de nada en absoluto mientras caía sobre el húmedo cemento.

Capítulo 12: Hora 5 de 45

—¿Y bien? —preguntó Rhyme.

Lon Sellitto cerró su teléfono móvil.

—Todavía no saben nada.

Se quedó mirando por la ventana de la casa de Rhyme y sus dedos golpeaban compulsivamente los cristales. Los halcones habían vuelto a la cornisa, pero seguían vigilando Central Park y prestaban poca atención al ruido, lo que no era característico de estas aves.

Rhyme nunca había visto al detective tan conmocionado. Su rostro rechoncho, cubierto de sudor, estaba muy pálido. Como el legendario investigador de homicidios, Sellitto habitualmente no se conmovía con nada. Tanto si estaba consolando a las familias de las víctimas o destruyendo sin piedad las coartadas de un sospechoso, siempre se concentraba en su trabajo. Pero en aquel momento sus pensamientos se hallaban muy lejos, con Jerry Banks, en la sala de operaciones de un hospital de Westchester, donde quizá se estuviera muriendo. Eran las tres de la tarde y hacía una hora Banks que había ingresado en la sala de cirugía.

Sellitto, Sachs, Rhyme y Cooper se encontraban en el laboratorio, en la planta baja del domicilio del criminalista. Dellray se había ido para asegurarse de que la casa para los testigos estuviese lista y para controlar al nuevo guardaespaldas que proporcionaba el NYPD para remplazar a Banks.

En el aeropuerto habían metido al detective herido en una ambulancia, la misma que contenía el cadáver, sin manos, del pintor. Earl, el asistente sanitario, había dejado de hacer el gilipollas durante un rato y trabajó esforzadamente para detener la torrencial hemorragia de Banks. Luego llevó al detective, pálido e inconsciente, al centro asistencial, distante varios kilómetros.

Unos agentes del FBI de White Plains condujeron en un vehículo blindado a Percey y a Hale hacia el sur, a Manhattan, utilizando técnicas de conducción evasivas. Sachs examinó las nuevas escenas de crimen: el nido del francotirador, la furgoneta del pintor y el vehículo usado por el Bailarín para huir, una furgoneta para el transporte de productos alimenticios. La encontraron cerca del lugar en el que mató al pintor y donde suponían que había ocultado el coche en que había llegado a Westchester.

Luego Sachs se apresuró a volver a Manhattan con las pruebas.

—¿Qué tenemos? —le preguntó Rhyme a ella y a Cooper—. ¿Algunos proyectiles de fusil?

Mientras jugueteaba con una uña deteriorada y sangrienta, Sachs explicó:

—No quedó nada de ellos. Eran balas explosivas.

Parecía muy asustada y sus ojos se movían como los de un pájaro.

—Ese es el Bailarín. No solo es mortal sino que sus pruebas materiales se autodestruyen.

Sachs señaló una bolsa plástica:

—Aquí está lo que queda de una bala. Lo raspé de un muro.

Cooper desparramó el contenido en una cubeta de examen de porcelana y lo movió.

—Tienen la punta de cerámica. Los chalecos antibala no sirven.

—Es un gilipollas de mucho cuidado —comentó Sellitto.

—Oh, el Bailarín conoce sus herramientas —dijo Rhyme.

Se produjo un movimiento en la puerta y Thom hizo pasar al laboratorio a dos agentes del FBI. Detrás de ellos venían Percey Clay y Brit Hale.

—¿Cómo está? —preguntó Percey a Sellitto. Sus ojos oscuros vagaron por el cuarto, percibieron la frialdad con que se la recibía. No pareció inquieta—. Me refiero a Jerry.

Sellitto no contestó.

—Todavía está en la sala de operaciones —dijo Rhyme.

La cara de Percey mostró preocupación. Su pelo estaba más enmarañado que por la mañana.

—Espero que se ponga bien.

Amelia Sachs se volvió hacia Percey y dijo fríamente:

—¿Cómo?

—Dije que espero que se ponga bien.

—¿Que tú esperas qué? —La policía la dominó con su altura y se le acercó. La mujer más baja se mantuvo firme. Sachs continuó—: Un poco tarde para eso, ¿verdad?

—¿Cuál es tu problema?

—Eso es lo que yo debo preguntarte a ti. Tú hiciste que lo hirieran.

—Vamos, oficial —dijo Sellitto.

—Yo no le pedí que corriera detrás de mí —replicó Percey muy tranquila.

—Estarías muerta si no fuera por él.

—Quizá. No lo sabemos. Lo siento si lo hirieron. Yo…

—¿Y cuánto lo sientes?

—Amelia —dijo Rhyme con aspereza.

—No, quiero saber cuánto lo sientes. ¿Lo sientes suficientemente como para dar sangre? ¿Para llevarlo en una silla de ruedas si no puede caminar? ¿Para pronunciar el discurso del día de su funeral si muere?

—Sachs, sosiégate —le espetó Rhyme—. No es culpa suya.

Sachs se golpeó la cadera con las manos, que terminaban en unas uñas comidas:

—¿No lo es?

—El Bailarín se nos anticipó.

Sachs siguió mirando los ojos oscuros de Percey:

—Jerry te custodiaba. Cuándo corriste hacia la línea de fuego, ¿qué esperabas que hiciera?

—Bueno, no lo pensé, ¿vale? Sólo reaccioné.

—Dios.

—Eh, oficial —dijo Hale—, quizá tú reacciones con mucha más frialdad cuando estás bajo presión que nosotros. Pero no estamos acostumbrados a que se nos dispare.

—Entonces ella se debería haber quedado agachada en la oficina. Donde le dije que se quedara.

En la voz de Percey apareció un leve temblor cuando explicó:

—Vi que mi avión estaba en peligro. Reaccioné. Quizá para ti eso sería como ver que hieren a tu compañero.

—Hizo lo que cualquier piloto hubiera hecho —dijo Hale.

—Exactamente —proclamó Rhyme—. Es lo que estoy diciendo, Sachs. Es la forma en que trabaja el Bailarín.

Pero Amelia Sachs no iba a abandonar su presa.

—En primer lugar, deberías haber estado en la casa de seguridad. Nunca deberías haber ido al aeropuerto.

—Eso fue culpa de Jerry —dijo Rhyme, más enfadado—. No tenía autoridad para cambiar la ruta.

Sachs miró a Sellitto, que había sido el compañero de Banks durante dos años. Pero aparentemente no iba a decir nada para defenderlo.

—Ha sido un placer —respondió secamente Percey Clay, dirigiéndose a la puerta—. Pero tengo que volver al aeropuerto.

—¿Qué? —Sachs casi se ahoga—. ¿Estás loca?

—Eso es imposible —dijo Sellitto, saliendo de su melancolía.

—Ya iba a ser muy difícil tratar de que mi avión estuviera equipado para el vuelo de mañana. Ahora tengo también que reparar los daños. Y ya que parece que todos los mecánicos titulados de Westchester son unos malditos cobardes, tendré que hacer el trabajo yo misma.

—Señora Clay —comenzó Sellitto—, no es una buena idea. Estará muy bien en la casa que le estamos preparando pero no hay manera de que podamos garantizar su seguridad en ningún otro lado. Quédese hasta el lunes y…

—Lunes —bramó Percey—. Oh, no. Usted no lo entiende. Voy a conducir ese avión mañana por la noche con el encargo de U.S. Medical.

—Usted no puede…

—Una pregunta —intervino la voz helada de Amelia Sachs—. ¿Podrías decirme exactamente a quién más quieres matar?

Percey dio un paso al frente.

—Maldición —exclamó—, perdí a mi marido y a uno de mis mejores hombres anoche. No voy a perder mi compañía también. No puedes decirme dónde puedo ir. No a menos que esté bajo arresto.

—Bien —dijo Sachs y en un instante colocó las esposas en las frágiles muñecas de la mujer—. Estás bajo arresto.

—Sachs —gritó Rhyme, enfurecido—. ¿Qué estás haciendo? Quítale las esposas. ¡Ahora!

Sachs se dio la vuelta para hacerle frente y le contestó:

—Eres un civil. ¡No me puedes ordenar que haga
nada
!


Yo sí
puedo —dijo Sellitto.

—No, no —dijo ella, inflexible—. Yo soy la que hago el arresto, detective. No puede obligarme a dejar de hacer una detención. Sólo el fiscal de distrito puede rechazar un caso.

—¿Qué estupideces son estas? —soltó Percey, en un tono bastante alto esta vez—. ¿Por qué me arrestas? ¿Por ser una testigo?

—La acusación es de imprudencia temeraria y si Jerry muere será de homicidio por negligencia. O quizá de asesinato.

Hale logró juntar un poco de valor y dijo:

—Mira. No me gusta la forma en que le has estado hablando todo el día. Si la arrestas, entonces vas a tener que arrestarme a mí también…

—Muy bien —dijo Sachs y luego le pidió a Sellitto—: Teniente, necesito sus esposas.

—Oficial, termine con esta tontería —gruñó Sellitto.

—Sachs. —Gritó Rhyme—. ¡No tenemos tiempo para esto! El Bailarín está allí afuera, planeando otro ataque ahora mismo.

—Si me arrestas —dijo Percey—, estaré afuera en dos horas.

—Entonces estarás muerta en dos horas y diez minutos. Y ése sería tu problema…

—Oficial —saltó Sellitto—, estás caminando al borde de un precipicio.

—Si no fuera por esa costumbre que tienes de llevar a otra gente contigo.

—Amelia —dijo Rhyme fríamente.

Ella giró para mirarlo. La mayoría de las veces la llamaba «Sachs»; y que usara en aquel momento precisamente su nombre de pila equivalía a una bofetada.

Las cadenas tintinearon en las muñecas huesudas de Percey. En la ventana el halcón movió las alas. Nadie dijo una palabra.

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