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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (9 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Se fue —murmuró Percey—. Dejó el empleo. Se va a trabajar con los malditos helicópteros.

Hale la miró conmocionado:

—¿Hoy?

Ella asintió.

—Está asustado, Percey —siguió Talbot—. Todos saben que fue una bomba. La policía no dice nada pero todos saben lo que sucedió. Están nerviosos. Estuve hablando con John Ringle…

—¿Johnny? —Era un piloto joven que habían contratado el año pasado—. ¿No se irá también?

—Acaba de preguntarme si no vamos a cerrar por un tiempo. Hasta que todo esto se aclare.

—No, no vamos a cerrar —dijo Percey firmemente—. No vamos a cancelar ni un solo maldito contrato. Se trabaja como siempre. Y si alguien llama diciendo que está enfermo, lo despides.

—Percey…

Talbot era adusto, pero todos sabían en la compañía que se le convencía con facilidad.

—Está bien —gruñó Percey—. Yo los despediré.

—Mira, yo mismo puedo hacer casi todo el trabajo con el
Foxtrot Bravo
—dijo Talbot, que era también mecánico de estructuras titulado.

—Haz lo que puedas. Pero mira, procura encontrar otro mecánico —le dijo la chica—. Hablaremos más tarde.

Colgó.

—No lo puedo creer —dijo Hale—. Se fue.

El piloto estaba anonadado.

Percey estaba furiosa. La gente se estaba escaqueando y ése era el peor pecado que existía. La Compañía se moría y ella no tenía ni idea de cómo salvarla.

Percey Clay no tenía espíritu de invención para dirigir un negocio.

Espíritu de invención…

Era una expresión que había oído cuando era piloto de combate. Elaborada por un aviador de la marina, un almirante, se refería a los talentos esotéricos y no aprendidos de un piloto nato.

Bueno, con seguridad Percey poseía espíritu de invención en lo referente a volar. Se subía a cualquier tipo de aeronave, la hubiera o no pilotado previamente, y bajo cualquier condición climática, VFR
[23]
o IFR
[24]
, de día o de noche. Podía pilotar una aeronave de forma impecable y colocarla en ese lugar mágico que los pilotos anhelan, exactamente «a mil después de los números», a mil pies de la pista de aterrizaje pasando la blanca numeración de la cabecera. Hidroaviones, biplanos, Hércules, 737, Migs: se sentía en casa en cualquier cabina.

Pero ése era el único campo en el que se desplegaba todo el espíritu de invención que poseía Percey Rachael Clay.

No poseía ninguno para las relaciones familiares, seguro. Su padre, de extracción social elevada, había rehusado hablarle durante años, de hecho, la había desheredado cuando dejó de acudir a clases en su alma máter, la Universidad de Virginia, para asistir a la escuela de aviación de la Tecnológica de Virginia. (Aun cuando le había dicho que su partida de Charlottesville, donde está la Universidad, era inevitable, dado que en su primer trimestre había dejado inconsciente de un puñetazo a la presidenta de una hermandad de estudiantes, después de que la esbelta rubia comentara en un susurro muy audible que «aquella enana de jardín» haría mejor en ingresar a la escuela de agricultura antes que en su elitista hermandad).

Tampoco se había adaptado muy bien al ejército. Sus magníficos ejercicios de vuelo no compensaban su desafortunada tendencia a decir lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Y no tenía habilidades para dirigir su propia compañía de charter, de la que era presidente. Le desconcertaba que Hudson Air tuviera tanto trabajo y sin embargo estuviera siempre al borde de la bancarrota. Al igual que Ed y Brit Hale y otros pilotos de la nómina, Percey estaba trabajando continuamente (una razón por la cual evitaba las aerolíneas regulares era la estúpida reglamentación de la FAA que impedía a los pilotos comerciales volar más de ochenta horas al mes). Entonces, ¿por qué estaban constantemente en números rojos? Si no hubiera sido por la capacidad de captar clientes del encantador Ed y la de recortar gastos y hacer juegos malabares con los acreedores del gruñón Ron Talbot, en los últimos dos años no hubieran sobrevivido.

La Compañía casi había desaparecido el mes anterior, pero Ed había logrado hacerse con el contrato de U.S. Medical. La cadena hospitalaria ganaba una cantidad asombrosa de dinero haciendo transplantes, un negocio que abarcaba mucho más, según supo Percey, que corazones y riñones. El problema más importante era hacer llegar el órgano donado al receptor apropiado a las pocas horas de ser extraído. A menudo los órganos se transportaban en vuelos comerciales (se llevaban en refrigeradores en la cabina), pero su transporte se regía por la programación y las rutas de la aerolínea comercial. Hudson Air no tenía esas restricciones. La Compañía acordó dedicar un avión a U.S. Medical. Volaría por una ruta en sentido contrario a los husos horarios a través de la Costa Este y del Medio Oeste, hacia seis u ocho de las sedes de la empresa, llevando los órganos a donde se necesitaran. Con lluvia, nieve, turbulencias, condiciones mínimas: mientras el aeropuerto estuviera abierto y fuera legal volar, Hudson Air entregaría su carga a tiempo.

El primer mes iba a ser un período de prueba. Si funcionaba entonces conseguirían un contrato de dieciocho meses que constituiría la columna vertebral de la supervivencia de la Compañía.

Aparentemente, Ron había convencido al cliente para que les concediera una nueva oportunidad, pero si
Foxtrot Bravo
no estaba listo para el vuelo del día siguiente… Percey ni siquiera quería pensar en esa posibilidad.

Mientras viajaba en el coche policial por Central Park, Percey Clay miró los brotes del comienzo de la primavera. Ed había amado ese parque y con frecuencia había corrido en él. Solía hacer dos vueltas alrededor del lago y luego regresar a casa con un aspecto desaliñado y su pelo gris cayéndole en mechones alrededor de la cara. ¿Y yo? En aquellos momentos Percey rió tristemente y en silencio. Él la solía encontrar sentada, ensimismada en un diario de navegación o en un manual de reparaciones de un turboventilador, quizá fumando, quizá tomando un Wild Turkey. Y, con una sonrisa, Ed le hundía un dedo en las costillas preguntándole si le quedaba alguna otra cosa insalubre que hacer al mismo tiempo. Y mientas se reían, él le robaba un par de tragos de bourbon.

Entonces recordó cómo se inclinaba Ed y besaba su hombro. Cuando hacían el amor era ése el rincón donde ponía su cara, inclinado hacia delante y apretado contra su piel. Percey Clay creía que allí, donde su cuello se ensanchaba formando sus delicados hombros, quizá solo allí, era una mujer hermosa.

Ed…

Todas las estrellas de la noche…

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez, y miró el cielo gris. Ominoso. Estimó el techo a mil quinientos pies, los vientos 090 a quince nudos. Condiciones de turbulencia. Se removió en su asiento. Los fuertes dedos de Brit Hale rodeaban su brazo. Jerry Banks hablaba de un asunto. Ella no escuchaba.

Percey Clay tomó una decisión. Abrió el teléfono móvil otra vez.

Capítulo 8: Hora 3 de 45

La sirena gemía.

Lincoln Rhyme esperaba escuchar el efecto Doppler cuando el vehículo de emergencias pasara por allí. Pero justo frente a la puerta principal de su domicilio la sirena emitió un breve chirrido y quedó en silencio. Un momento después Thom introdujo a un hombre joven en el laboratorio de la primera planta. Coronado por un impactante corte de pelo militar, el policía del condado de Illinois llevaba un uniforme azul, probablemente inmaculado cuando se lo puso el día anterior, pero que en aquel momento estaba arrugado y veteado de hollín y suciedad. Se había pasado por la cara la máquina de afeitar, pero solo había logrado marcar unos leves surcos en su oscura barba, que contrastaba con su fino cabello rubio. Traía dos grandes bolsas de lona y una carpeta marrón. Rhyme se sintió más feliz al verlo que al ver a cualquier otra persona la semana anterior.

—¡La bomba! —gritó—. ¡Aquí está la bomba!

El oficial, sorprendido ante la extraña colección de policías de distinta procedencia, debía estar preguntándose dónde había caído cuando Cooper le quitó las bolsas y Sellitto garabateó una firma en el recibo y en la tarjeta que acreditaba la cadena de custodia. Se los puso de nuevo en la mano.

—Gracias, hasta pronto —dijo el detective, y volvió a la mesa de las pruebas.

Thom sonrió cortésmente al policía y lo despidió.

—Vamos, Sachs —gritó Rhyme—. ¡Deja de dar vueltas! ¿Qué tenemos?

Ella esbozó una sonrisa fría y caminó hacia la mesa de Cooper, donde el técnico estaba sacando el contenido de las bolsas.

¿Qué le pasaba hoy a esa chica? Una hora era tiempo suficiente para investigar una escena de crimen, si era eso lo que la preocupaba. Bueno, a él le gustaba que fuera peleona. El mismo Rhyme daba lo mejor de sí mismo en ese estado.

—Thom, ayúdanos con esto. La pizarra. Necesitamos hacer una lista de las pruebas. Haznos unos diagramas. «EC-1». El primer encabezamiento.

—¿E, hum, C?

—Escena de crimen —bramó el criminalista—. ¿Qué otra cosa puede ser? EC-1, Chicago.

En un caso reciente, Rhyme había usado el dorso de un ajado cartel del Metropolitan Museum para hacer un diagrama con la lista de las pruebas. Ahora se había modernizado: en el muro se habían montado varias pizarras grandes, con un olor que lo transportaba a los húmedos días de primavera en una escuela del Medio Oeste, cuando vivía sólo para la clase de ciencias y menospreciaba la ortografía y la lengua.

El asistente, echando una mirada desesperada a su jefe, tomó la tiza, sacudió un poco de polvo de su corbata perfecta y de los pantalones planchados con una raya como de cuchillo, y escribió.

—¿Qué tenemos, Mel? Sachs, ayúdale.

Comenzaron a descargar las bolsas y envases plásticos que contenían cenizas, pedazos de metal, fibras y montones de plástico. Juntaron los contenidos en cubetas de porcelana. Los investigadores del sitio de la explosión, si estaban al mismo nivel que las personas que Rhyme había entrenado, deberían haber usado detectores de metales montados, grandes aspiradores y una serie de tamices de fina red para localizar los restos del accidente.

Rhyme, experto en casi todos los campos de la ciencia forense, era una autoridad en bombas. No tenía especial interés en el tema hasta que el Bailarín dejó su pequeño paquete en la papelera de la oficina de Wall Street donde murieron sus dos técnicos. Después de eso, Rhyme se encargó de aprender todo lo que pudo sobre explosivos. Estudió con la Unidad de Explosivos del FBI, una de las más pequeñas pero más selectas del laboratorio, compuesta por catorce agentes-examinadores y técnicos. No buscaban IED (artefactos explosivos improvisados
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el término policial para nombrar las bombas) y no las desactivaban. Su tarea era analizar bombas y escenas de crímenes donde hubieran sido utilizadas, rastrear y catalogar a los fabricantes y a sus discípulos (la fabricación de bombas era considerada un arte en ciertos círculos, y los aprendices trabajaban duro para conocer las técnicas de fabricantes famosos).

Sachs estaba hurgando en las bolsas.

—¿Una bomba no se destruye a sí misma?

—Nada se destruye completamente, Sachs. Recuérdalo.

Sin embargo, cuando se acercó en su silla y examinó las bolsas, Rhyme admitió:

—Esta era muy potente. ¿Ves esos fragmentos? ¿Ese montón de aluminio a la izquierda? El metal está destrozado, no doblado. Eso significa que el artefacto tenía una alta explosividad.

—¿Alta…? —preguntó Sellitto.

—Explosividad —Rhyme explicó—: El índice de detonación. Pero aun así, del sesenta al noventa por ciento de la bomba sobrevive a la explosión. Bueno, no el explosivo, por supuesto. A pesar de ello siempre hay suficientes residuos como para conocer su tipo. Oh, tenemos mucho aquí como para poder trabajar.

—¿Mucho? —Dellray soltó una carcajada—. Esto equivale a armar a Humpty–Dumpty de nuevo
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.

—Ah, pero esa no es nuestra tarea, Fred —dijo Rhyme secamente—. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar al hijo de puta que lo empujó y lo hizo caer —dirigió su silla al otro extremo de la mesa—. ¿Qué te parece, Mel? Veo la batería, veo los cables y veo el temporizador. ¿Qué más? ¿Quizá trozos del recipiente o del embalaje?

Las maletas han condenado a más asesinos que los temporizadores o detonadores. No se habla de ello, pero las compañías aéreas a menudo entregan al FBI el equipaje no reclamado, que lo explosiona en un intento de reproducir las explosiones y proporcionar pistas a los criminalistas. En el atentado del vuelo Pan Am 103, el FBI identificó a los terroristas que pusieron la bomba no por medio del explosivo en sí, sino por la radio Toshiba que lo ocultaba, la maleta Samsonite que contenía la radio y las ropas introducidas alrededor. Se rastreó la vestimenta hasta una tienda de Sliema, Malta, cuyo propietario identificó a un agente de inteligencia de Libia como la persona que había comprado las ropas.

Pero Cooper sacudió la cabeza:

—Nada cerca del foco de la detonación excepto los componentes de la bomba.

—De manera que no estaba en una maleta o bolsa de vuelo —musitó Rhyme—. Interesante. ¿Cómo diablos la llevó a bordo? ¿Dónde la colocó? Lon, léeme el informe de Chicago.

—«Es difícil determinar la localización exacta de la explosión» —leyó Sellitto—, «a causa del fuego y la gran destrucción del aeroplano. El foco explosivo parece localizarse por debajo y detrás de la cabina».

—Por debajo y detrás. Me pregunto si hay allí un área de carga. Quizá… —Rhyme quedó en silencio. Su cabeza se movió a uno y otro lado. Miró las bolsas de pruebas—. ¡Espera, espera! —gritó—. Mel, déjame ver esos trozos de metal. La tercera bolsa de la izquierda. El aluminio. Ponlo bajo un microscopio.

Cooper había conectado un cable de su microscopio de luz polarizada al ordenador de Rhyme. Lo que Cooper veía, también lo podía ver Rhyme. El técnico comenzó a montar muestras de los minúsculos trozos de restos en el portaobjetos y a mirarlos en el microscopio.

Un momento más tarde, Rhyme ordenó:

—Baja el cursor. Da un doble click.

La imagen de la pantalla de su ordenador se hizo más grande.

—¡Allí, mira! El revestimiento de la nave está doblado hacia adentro.

—¿Hacia adentro? —peguntó Sachs—. ¿Quieres decir que la bomba estaba
fuera
?

—Lo pienso, sí. ¿Qué dices, Mel?

—Tienes razón. Esas cabezas pulidas de los remaches están todas dobladas hacia dentro. Estaba fuera, decididamente.

BOOK: El bailarín de la muerte
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