—No me has dicho dónde vamos. ¿Dónde está ese lugar que tenemos que reconocer? Dímelo primero. ¿Dónde? ¡Dime!
—No vas a ninguna parte. Quiero que desaparezcas.
Sachs empezó a subir los escalones lentamente.
Pensó: encuentra tu objetivo, examina el entorno, tira tres veces. Ponte a cubierto. Apunta, tira tres veces más si tienes que hacerlo. Cúbrete. No pierdas la calma.
(Pero en el aeropuerto había perdido la calma. Aquella terrible bala que pasó tan cerca de su cara…).
Olvídalo. Concéntrate.
Unos pocos escalones más.
—Y ahora me dices que no me los das gratis, ¿verdad? Ahora me dices que tengo que pagar. ¡Hijo de puta!
Los escalones eran lo peor. Las rodillas, su punto débil. Jodida artritis…
—Aquí tienes. Una docena de «demmies». ¡Tómalos y vete!
—Una docena. ¿Y no tengo que pagarte? —lanzó una carcajada—. ¿Una docena?
Llegaba al final de la escalera.
Casi podía divisar la estación. Estaba lista para disparar. Si se mueve en cualquier dirección, más de quince centímetros, chica, dispárale. Olvida las reglas. Tres disparos a la cabeza.
Pum, pum, pum
. Olvida el pecho. Olvida…
De repente los escalones desaparecieron.
Emitió un quejido desde lo profundo de la garganta mientras caía.
El escalón donde había colocado el pie era una trampa. Habían sacado la contrahuella y el escalón se apoyaba sólo en dos cajas de zapatos que se hundieron bajo su peso y se precipitó hacia abajo, con lo cual cayó de espaldas, hasta el comienzo de la escalera. El Glock voló de su mano y empezó a gritar:
—¡Diez-trece!
Pero se dio cuenta de que el cable que conectaba el micrófono al Motorola se había desprendido de la radio.
Sachs cayó con un golpe seco contra el rellano de hormigón y acero. Su cabeza chocó contra la barra que sostenía el pasamanos. Rodó hasta quedar boca abajo, atontada.
—Oh, estupendo —musitó la voz del hombre blanco desde lo alto de la escalera.
—¿Quién mierda es? —preguntó la voz del negro.
Sachs levantó la cabeza y vislumbró dos hombres que de pie, en lo alto de la escalera, la observaban.
—Mierda —susurró el negro—. Joder. ¿Qué mierda pasa aquí?
El hombre blanco cogió un bate de béisbol y empezó a bajar la escalera.
Estoy muerta, pensó Sachs. Estoy muerta.
Tenía una navaja de resorte en el bolsillo. Tuvo que emplear las pocas fuerzas que le quedaban para liberar su brazo derecho, aprisionado bajo su cuerpo. Se dio la vuelta y buscó el cuchillo. Pero fue demasiado tarde. El hombre le pisó el brazo, inmovilizándolo contra el suelo y la miró.
Oh, tío, Rhyme, cómo la he pifiado. Ojalá hubiéramos tenido una noche de despedida mejor… Lo lamento… Lo lamento…
Levantó las manos a la defensiva para desviar el golpe de la cabeza. Buscó el Glock. Estaba demasiado lejos.
Con una mano huesuda, dura como las garras de un ave, el hombrecillo le sacó la navaja del bolsillo y la tiró.
Luego se puso de pie y cogió el bate.
Papá, le dijo Sachs a su difunto padre, ¿cuál ha sido mi error? ¿Cuántas reglas me he saltado? Recordó que él le había dicho que la diferencia entre morir o no en la calle, muchas veces no es mayor que un segundo.
—Ahora me vas a decir qué haces aquí —murmuró el hombre, balanceando el bate con indiferencia, como si no pudiera decidir qué romper primero—. ¿Quién diablos eres?
—Su nombre es Amelia Sachs —dijo el vagabundo negro, que, de repente, le pareció muy distinto. Dejó el escalón inferior y se acercó al hombrecillo blanco con rapidez, quitándole el bate—. Y a menos que esté muy equivocado, está aquí para romper tu pequeño culo, amigo. Justo como yo.
Sachs entrecerró los ojos y vio cómo el vagabundo se erguía y se convertía en Fred Dellray. Apuntaba con una pistola automática muy grande Sig-Sauer al hombre.
—¿Eres un poli? —tartamudeó.
—FBI.
—¡Mierda! —escupió, cerrando los ojos con asco—. ¡Qué jodida suerte tengo!
—No —dijo Dellray—. La suerte no tiene nada que ver. Bueno, te pondré las esposas y me vas a dejar hacerlo. Si no es así, te dolerá meses y meses. ¿Estamos de acuerdo?
*****
—¿Cómo lo haces, Fred?
—Fácil —le dijo el delgado agente a Sachs; estaban frente a la desierta estación y todavía iba vestido como un vagabundo, sucio, con la cara y las manos manchadas de barro para simular semanas de vida en la calle—. Rhyme me contó que el amigo del Bailarín era un drogata que vivía en el metro, en el centro de la ciudad, y enseguida supe dónde tenía que venir. Compré una bolsa de botes vacíos y hablé con quienes debía. Me dieron la dirección de esta pocilga —señaló la estación con la cabeza.
Observaron el coche patrulla en cuyo asiento trasero iba sentado Jodie, esposado y abatido.
—¿Por qué no nos dijiste lo que ibas a hacer?
Por toda respuesta, Dellray soltó una carcajada y Sachs se dio cuenta de que la pregunta no tenía sentido; los policías secretos difícilmente le dicen a alguien, incluso a sus colegas, y en especial los supervisores, lo que están a punto de hacer. Nick, su ex, también había sido agente secreto y hubo muchísimas cosas que no le dijo.
Sachs se masajeó el dolorido costado. Los asistentes sanitarios le dijeron que tendría que hacerse una radiografía. Se adelantó y apretó el bíceps de Dellray; aunque se sentía incómoda cuando recibía muestras de gratitud (en esto era una aventajada discípula de Lincoln Rhyme) no tuvo ningún problema en declarar:
—Me salvaste la vida. Me hubieran roto el culo de no ser por ti. ¿Qué puedo decirte?
Dellray se encogió de hombros, haciendo caso omiso del agradecimiento, y gorroneó un cigarrillo a un policía uniformado que estaba frente a la estación. Olisqueó el Marlboro y se lo colocó detrás de la oreja. Se quedó mirando una ventana clausurada de la estación.
—Por favor —dijo para sí, con un suspiro—. Ya es hora de que tengamos un poco de suerte.
Cuando arrestaron a Joe D'Oforio, el vagabundo les dijo que el Bailarín se había ido hacía sólo diez minutos: bajó las escaleras y se perdió en un ramal secundario. Jodie no sabía en qué dirección se había marchado, sólo que desapareció de repente con su pistola y su mochila. Haumann y Dellray enviaron a sus hombres a registrar la estación, las vías y la cercana estación de City Hall. En aquellos momentos esperaban los resultados de la batida.
—Vamos…
Diez minutos más tarde, un oficial SWAT apareció en la puerta. Tanto Sachs como Dellray le miraron expectantes, pero el policía sacudió la cabeza.
—Perdimos la pista a trescientos metros por las vías. No tenemos ni idea de hacia dónde fue.
Sachs suspiró y, desanimada, transmitió con pocas ganas el mensaje a Rhyme. Le preguntó si podía hacer un registro de las vías y la estación cercana.
Rhyme recibió la noticia con amargura, tal como ella esperaba.
—Maldita sea —musitó el criminalista—. No, registra sólo la estación. No tiene sentido recorrer la cuadrícula en los otros lugares. Mierda, ¿cómo lo hace? Es como si tuviera algún tipo de jodida intuición.
—Bueno —dijo Sachs—, al menos tenemos un testigo.
Pero lamentó inmediatamente haberlo dicho.
—¿Testigo? —escupió Rhyme—. ¿Un testigo? No necesito testigos. ¡Necesito pruebas! Bueno, traedlo aquí de todos modos. Oigamos lo que tiene que decir. Pero, Sachs, quiero que examines esa estación como nunca lo has hecho antes. ¿Me escuchas? ¿Estás ahí, Sachs? ¿Me escuchas?
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Rhyme, dando un suave soplo al controlador de su Storm Arrow, que movió hacia adelante.
—Un pedazo de basura —comentó Fred Dellray, limpio y vistiendo de uniforme, si es que se podía llamar uniforme a su traje verde brillante—. Sh, sh, sh. No digas una palabra. No hables hasta que te lo pidamos —y fijó su aguda mirada sobre Jodie.
—¡Me engañaste!
—Tranquilo, sinvergüenza.
A Rhyme no le agradaba que Dellray hubiera actuado por su cuenta, pero esa era la naturaleza del trabajo encubierto, y aun cuando el criminalista no lo comprendiera exactamente, tampoco podía discutir que, tal y como la habilidad del agente acababa de demostrar, se podían conseguir buenos resultados.
Además, le había salvado el pellejo a Amelia Sachs. La chica estaría pronto allí. Los asistentes sanitarios la habían llevado a la sala de emergencias para sacarle una radiografía de las costillas. Tenía magulladuras a causa de la caída por las escaleras, pero no se había roto nada. Rhyme se sintió muy afectado al darse cuenta de que su conversación de la noche anterior no había surtido efecto alguno; Sachs había ido sola al metro a buscar al Bailarín.
Maldita sea, pensó, es tan testaruda como yo.
—No iba a hacerle daño —protestó Jodie.
—¿Estás sordo? Te he dicho que no hables.
—¡No sabía quién era!
—No —dijo Dellray—, esa insignia plateada tan bonita que llevaba no te hizo pensar en nada. —Luego recordó que no quería hablar con ese hombre.
Sellitto se acercó y se inclinó sobre Jodie:
—Cuéntanos algo más sobre tu amigo.
—No es mi amigo. Me secuestró. Yo estaba en ese edificio de la Treinta y cinco porque…
—Porque robabas pildoras. Lo sabemos, lo sabemos.
—¿Cómo hicisteis?… —parpadeó Jodie.
—Pero no nos importa. Al menos, no todavía. Sigue contando.
—Creí que sería un poli pero me dijo que estaba allí para matar a unas personas. Pensé que me mataría a mí también. Necesitaba escapar, de manera que me dijo que me quedara quieto y lo hice, y ese policía llegó hasta la puerta y el chico lo acuchilló.
—Y lo mató —escupió Dellray.
—No sabía que lo mataría —Jodie suspiró, abatido—. Creí que lo dejaría sin sentido…
—Bueno, gilipollas —le espetó Dellray—, lo mató de verdad. Lo mató bien muerto.
Sellitto observó las bolsas de pruebas traídas del metro, que contenían vulgares revistas pornográficas, cientos de pildoras, ropas. Un teléfono móvil nuevo. Un montón de dinero. Su atención volvió a concentrarse en Jodie.
—Sigue contando.
—Dijo que me pagaría si lo sacaba de ahí y lo conduje por el túnel hasta el metro. ¿Cómo me encontraste, tío? —miró a Dellray.
—Porque ibas saltando por la calle y ofrecías tu mercancía a todo el que pasaba. Hasta me dijeron tu nombre. Dios, qué estúpido eres. Debería retorcerte el cuello hasta ahogarte.
—No me puedes hacer daño —dijo Jodie, esforzándose por parecer desafiante— tengo derechos.
—¿Quién le contrató? —le preguntó Sellitto—. ¿Mencionó el nombre de Hansen?
—No lo dijo —la voz de Jodie tembló—. Mira, yo sólo accedí a ayudarle porque sabía que me mataría si no lo hacía. No quería hacer nada malo —se volvió hacia Dellray—. Él quería que tú nos ayudaras. Pero tan pronto como se fue quise que te marcharas. Quería ir a la policía y contarles todo. De verdad. El chico es temible. ¡Le tengo miedo!
—¿Fred? —preguntó Rhyme.
—Sí, sí —concedió el agente—. Su tono cambió. Quería que me fuera. Sin embargo, no dijo nada de ir a la policía.
—¿Dónde se dirige? ¿Qué se suponía que debíais hacer?
—Se suponía que yo examinaría los cubos de basura que están frente a aquella casa y observaría los coches. Me dijo que buscara a una mujer y a un hombre que subirían a un coche y partirían. Se suponía que debía decirle qué tipo de coche era. Tenía que hacerle una llamada con ese teléfono. Luego él los seguiría.
—Tenías razón, Lincoln —dijo Sellitto—, cuando los querías mantener en la casa de seguridad. Está preparando algo durante el traslado.
—Estaba a punto de avisaros… —continuó Jodie.
—Tío, eres una nulidad cuando mientes. ¿No tienes dignidad?
—Mira, estaba a punto de hacerlo —dijo Jodie, más tranquilo. Sonrío—: Pensé que habría una recompensa.
Rhyme observó los ojos codiciosos de Jodie y decidió creerle. Miró a Sellitto, quien manifestó su acuerdo.
—Si cooperas ahora —gruñó—, podríamos salvarte de la cárcel. No sé nada de dinero. Quizá.
—Nunca le hice daño a nadie. No podría. Yo…
—Cállate —dijo Dellray—. ¿Estamos de acuerdo con el trato?
Jodie puso los ojos en blanco.
—¿De acuerdo? —insistió el agente.
—Sí, sí, sí.
—Debemos movernos con rapidez —dijo Sellito—. ¿Cuándo se supone que deberías estar en esa casa?
—A las doce y media.
Les quedaban cincuenta minutos.
—¿Qué clase de coche conduce?
—No lo sé.
—¿Qué aspecto tiene?
—Tiene alrededor de treinta y cinco años, quizá menos, me parece. No es alto. Pero es muy fuerte. Hombre, qué músculos tiene. Pelo oscuro, cortado a cepillo. Cara redonda. Mirad, os haré uno de esos dibujos… los que se hacen en la policía.
—¿Te dijo su nombre? ¿Algo? ¿De dónde es?
—No lo sé. Tiene una especie de acento del sur. Oh, y una cosa: dijo que usa guantes todo el tiempo porque está fichado.
—¿Dónde y por qué? —preguntó Rhyme.
—No sé dónde. Pero es por homicidio. Dijo que mató a un tipo en su pueblo. Cuando era un adolescente.
—¿Qué más? —ladró Dellray.
—Mira —Jodie cruzó los brazos y levantó la vista hacia el agente—, he hecho algunas burradas pero nunca lastimé a nadie en mi vida. Este tipo me secuestra, tiene todas esas armas y se trata de un tipo jodido, enloquecido. Me asusté de verdad. Creo que hubieras hecho lo mismo que yo. De manera que no tengo por qué aguantar estas chorradas. Si me quieres arrestar, hazlo, y llévame a la cárcel. Pero no voy a decir nada más. ¿Vale?
—¡Vale, tío, vale! —Dellray sonrió.
Amelia Sachs apareció en el umbral y entró en la habitación, mirando a Jodie.
—¡Díselo! —gritó el hombrecillo—. No te hice daño. Díselo.
Ella le miró como si fuera un chicle gastado.
—Estaba a punto de romperme la crisma con un Louisville Slugger.
—¡No fue así, no fue así!
—¿Estás bien, Sachs?
—Otro moratón, eso es todo. En la espalda.
Sellitto, Sachs y Dellray se acercaron a Rhyme, quien le contó a Sachs lo que había dicho Jodie.
—¿Le creemos? —preguntó el detective a Rhyme en un susurro.
—Es un sinvergüenza —musitó Dellray—. Pero creo que está diciendo la verdad.
—Creo que sí —convino Sachs—. Pero tenemos que mantenerlo con la rienda corta, sea lo que sea lo que decidamos.