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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (7 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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La tensión de la habitación fue disipándose poco a poco. Edith empezó a reír, y los tres se abrazaron con una alegría casi infantil.

—¡Pobre Miss Ives! —exclamó Donald—. Qué pensará cuando le digamos que en su clase tiene el Ramanujan de la geometría.

Fue uno de los últimos momentos felices de su matrimonio, y con frecuencia se aferrarían a su recuerdo durante los amargos años que les guardaban.

XIV. Visita a
Oscar

—¿Por qué a esos chismes se les llama siempre
Jim
? —preguntó el periodista que había abordado a Bradley en el aeropuerto de St. John's. Le sorprendió encontrar sólo a uno, habida cuenta de la expectación que parecía generar su misión. Desde luego, con frecuencia uno resultaba más que suficiente; pero, por lo menos no iba a tener que habérselas con una manifestación de Bluepeace.

—Es por el nombre del primer buzo que usó un traje acorazado, cuando, allá por los años 30, se recuperó el oro del
Lusitania
. Naturalmente, se han perfeccionado mucho desde entonces…

—¿En qué sentido?

—Pues ahora tienen autopropulsión, y yo podría vivir dentro de
Jim
durante cincuenta horas, a dos kilómetros de profundidad, aunque muy divertido no sería, desde luego. Incluso con brazos servoasistidos, cuatro horas es el máximo tiempo operativo.

—Pues
a mí
que no me busquen ahí dentro —dijo el periodista, mientras los mil quinientos kilos de titanio y plástico que habían acompañado a Bradley desde Houston eran cargados cuidadosamente en un helicóptero de la «Chevron»—. Sólo
mirarlo
me produce claustrofobia. Sobre todo, si recuerdas…

Bradley, que sabía lo que venía a continuación, escapó hacia el helicóptero agitando la mano. Aquella pregunta se la habían formulado, de una u otra manera, acechando su reacción, por lo menos, una docena de periodistas. Todos se habían visto defraudados y reducidos a confeccionar titulares tan imaginativos como: «El hombre de hierro, en su traje de titanio».

—¿No le asustan los fantasmas? —solían preguntarle, incluso otros buzos. Éstos eran los únicos a los que él respondía seriamente:

—¿Por qué habían de asustarme? —decía invariablemente—. «Ted Collier era mi mejor amigo: sólo Dios sabe cuántas veces habremos salido de copas». («Y de chicas», habría podido añadir).

»A Ted le hubiera encantado esto; en aquel entonces, yo no habría podido permitirme comprar
a Jim
; así lo conseguí por la cuarta parte de lo que costó construirlo. E incorpora todos los adelantos: nunca ha tenido un fallo mecánico. Fue mala suerte que Ted quedara atrapado cuando se hundió la plataforma. Y, ¿saben una cosa?,
Jim
lo mantuvo con vida durante tres horas más del tiempo garantizado. Tal vez algún día a mí me hagan falta esas tres horas.

No en esta misión, se decía, si funcionaba su ingrediente secreto. Ahora ya era tarde para hacerse atrás; sólo podía confiar en que su enciclopedia, que le había fallado en un importante detalle, estuviera bien documentada en otros puntos.

Como de costumbre, Jason se sintió impresionado por las proporciones de la plataforma Hibernia, a pesar de que sólo una parte de ella asomaba sobre la superficie del mar. La isla, formada por millones de toneladas de cemento, parecía una fortaleza, y de su dentada silueta partían grandes llamas en todas las direcciones, ya que estaba diseñada para rechazar a un enemigo implacable, aunque no humano: los grandes icebergs que derivaban desde el Ártico. Los técnicos afirmaban que la estructura podía resistir cualquier impacto, pero no todos lo creían.

El piloto tuvo que esperar unos minutos antes de posarse en la azotea del edificio de varias plantas que se levantaba a un extremo de la plataforma, mientras apartaban a otro helicóptero, éste, de la RAF. Bradley lanzó una mirada a la insignia del aparato y gruñó para sus adentros. ¿Cómo habían podido enterarse tan pronto?

El Presidente de la Asociación para la Defensa de la Naturaleza le esperaba en la plataforma barrida por el viento y, antes de que los grandes motores se pararan, le preguntó:

—¿Mr. Bradley? Conozco su reputación, desde luego. Encantado de conocerle.

—Hum… Muchas gracias, Alteza.

—Ese pulpo, ¿es
realmente
tan grande como dicen?

—Es lo que me propongo averiguar.

—Mejor usted que yo. ¿Y cómo se las arreglará?

—Secreto profesional, señor.

—Espero que no sea un método violento.

—Ya he prometido no utilizar bombas nucleares… Alteza.

El príncipe sonrió fugazmente y luego señaló el extintor bastante deteriorado que Bradley acunaba entre sus brazos con precaución.

—Debe de ser usted el primer buzo que baja a las profundidades con una de esas cosas. ¿Piensa utilizarlo a modo de jeringuilla hipodérmica? ¿Y si el paciente protesta?

No es mala la suposición, pensó Bradley; podría concederle un 6 sobre 10. Pero no soy ciudadano británico, por lo que no puede mandarme a la Torre de Londres por negarme a contestar preguntas.

—Algo por el estilo, Alteza. Y no le causará daño permanente.

Eso
espero
, agregó mentalmente. Había otras posibilidades;
Oscar
podía pasar olímpicamente, o podía enfurecerse. Bradley confiaba en que, dentro de la armadura metálica de
Jim
, se encontraría perfectamente a salvo. Pero sería muy incómodo ser zarandeado como un guisante en la vaina.

El príncipe parecía preocupado y Bradley estaba convencido de que su preocupación no era por el protagonista humano del inminente encuentro. Las palabras de Su Alteza Real confirmaron rápidamente tal suposición.

—Recuerde, Mr. Bradley, que esta criatura es única, que ésta es la primera vez que se ve a uno de estos animales con vida. Y, probablemente, sea el animal más grande del mundo. Quizás el más grande que haya existido nunca. Oh, desde luego, algunos dinosaurios pesaban más… pero no tenían tanta envergadura.

Bradley pensaba en estas palabras mientras descendía lentamente hacia el fondo y la pálida luz solar del Atlántico Norte se diluía poco a poco en la oscuridad. Estas palabras, más que alarmarle, le estimulaban; de ser asustadizo, no se habría dedicado a esta profesión. Y él no se sentía solo; dos espíritus benévolos le acompañaban hacia las profundidades.

Uno era William Beebe, el primer hombre que había descendido a este mundo, el héroe de su infancia, que, en los años treinta, había bordeado el abismo en su primitivo batiscafo. Y el otro era Ted Collier, que había muerto en este mismo espacio que Bradley ocupaba ahora, en silencio y discretamente, porque no se podía hacer nada más.

—Me acerco al fondo, visibilidad unos treinta metros… todavía no distingo la instalación.

Arriba todos estarían siguiéndolo por el sonar y, tan pronto como llegara a ella, por la cámara que había quedado enredada.

—Objetivo a treinta metros, rumbo dos dos cero.

—Ya la veo; la corriente debe de ser más fuerte de lo que imaginaba. Voy a tocar fondo.

Durante unos segundos, todo quedó oscurecido por una nube de sedimento y, como tantas otras veces en circunstancias parecidas, Jason recordó la frase pronunciada por los astronautas del
Apolo XI
: «Estamos levantando una polvareda». La nube se alejó rápidamente, arrastrada por la corriente y él pudo contemplar la gran instalación a la luz de los faros exteriores de
Jim
.

Era como si una fábrica de productos químicos de tamaño más que regular hubiera sido arrojada al fondo del mar y se hubiera convertido en punto de reunión para miríadas de peces. Bradley podía ver menos de una cuarta parte de la instalación, ya que el resto estaba difuminado en la distancia y la oscuridad, pero él, tras pasar muchas horas de esfuerzos, frustraciones y peligros en instalaciones similares, conocía la disposición general…

Un gran entramado de tubos de acero más gruesos que un hombre formaba una especie de jaula en torno a un conjunto de válvulas, tuberías y tanques de presión recorridos por cables y una gran variedad de tuberías menores. El conglomerado parecía haber sido montado sin orden ni concierto, pero Bradley sabía que cada elemento había sido diseñado cuidadosamente para resistir las grandes fuerzas que dormitaban en las profundidades.

Jim
no tenía piernas: bajo el agua, al igual que en el espacio, las extremidades inferiores eran, más que una ayuda, un estorbo. Jason podía controlar con precisión sus movimientos por medio de unos minirreactores de baja presión. Hacía más de un año que Bradley no usaba aquella armadura móvil y al principio tenía que corregir el ajuste con frecuencia, pero pronto recuperó la práctica.

Se dirigió hacia el objetivo moviéndose con suavidad a unos centímetros del fondo, para no remover el sedimento. Era esencial una buena visibilidad, y se alegró de que la cúpula hemisférica de
Jim
le permitiera mirar en derredor.

Recordando lo ocurrido con la cámara (que se encontraba a pocos metros de distancia, entre una maraña de cables del espesor de un lápiz), Bradley se detuvo fuera de la superestructura que albergaba las conducciones, para decidir cuál sería el mejor camino para introducirse en ella. Su primer objetivo era descubrir la avería que se había producido en la línea de fibra óptica del monitor; él conocía su recorrido, por lo que no tendría dificultades.

Su segundo objetivo era echar a
Oscar
, y esto tal vez no fuera tan fácil.

—Allá voy —informó a los de arriba—. Entro por la Puerta de Servicio, túnel de acceso B… No hay mucho espacio para maniobrar, pero no hay problema…

Al rozar suavemente las paredes metálicas del túnel, percibió una pulsación regular de baja frecuencia, procedente de algún punto del laberinto de tanques y tubos que le rodeaba. Probablemente, todavía algún aparato funcionaba. Aquí abajo debía de haber mucho más ruido cuando la instalación trabajara normalmente… Este pensamiento le trajo un recuerdo lejano. De niño, él había silenciado los altavoces del parque de atracciones de la feria de su pueblo, con unos disparos del rifle de su padre… y durante semanas vivió con el temor de ser descubierto. Quizás
Oscar
también se sintiera molesto por la llegada a sus lares de este intruso ruidoso, y hubiera emprendido una acción directa, para restablecer la paz y el silencio.

Pero ¿
dónde
estaba
Oscar
?

—No lo entiendo… Ahora estoy dentro y puedo ver toda la instalación. Hay muchos escondites lo bastante grandes como para ocultar algo mayor que una persona, pero, desde luego, nada que se parezca a un elefante. ¡Ah, esto es lo que vosotros estáis buscando!

—¿Qué has encontrado?

—La caja de cables principal. Parece una fuente de espagueti que se le hubiera caído a un camarero tonto. Pues se necesita fuerza para reventarla… Vais a tener que cambiar toda esta sección.

—¿Qué puede haberla roto? ¿Un tiburón hambriento?

—O una morena fisgona. Pero no hay marcas de dientes, y tendría que haberlas y hasta algún que otro diente. Un pulpo sigue siendo la mejor explicación; pero, quienquiera que haya sido, no está en casa.

Bradley hizo una exploración minuciosa de la instalación sin encontrar más desperfectos. Con suerte, la instalación podría volver a funcionar dentro de un par de días, a no ser que el saboteador misterioso atacara de nuevo. Entretanto, no había nada más que hacer. Lentamente, empezó a retroceder por donde había venido, haciendo pasar a
Jim
por entre la maraña de barras y tubos. Una vez rozó una masa blanda que, desde luego, era un pulpo, pero no tendría más de un metro de diámetro.

—A ti te tacharé de mi lista de sospechosos —murmuró para sí.

Estaba a punto de salir por el entramado exterior de tubos y barras cuando vio que el panorama había cambiado.

Hacía muchos años, Jason había ido con el colegio, a regañadientes, a visitar un famoso jardín botánico del sur de Georgia. No recordaba casi nada de aquella visita, salvo una cosa que se le había quedado profundamente grabada. Él nunca había oído hablar del baniano y le causó vivo asombro aquel árbol que, en lugar de un solo tronco, tenía docenas de ellos, cada uno, como una columna que sustentara un amplio dosel de ramas.

Aquí había exactamente ocho columnas, aunque no se paró a contarlas. Estaba mirando unos ojos enormes y negros, como dos insondables charcos de tinta, que le contemplaban a su vez desapasionadamente.

A Bradley le habían preguntado en infinidad de ocasiones: «¿Ha tenido miedo alguna vez?», y siempre daba la misma respuesta: «Dios mío, sí, muchas veces. Pero, siempre, cuando había pasado el peligro; por eso sigo aquí todavía». Aunque nadie lo creería, en aquel momento no estaba asustado, sólo impresionado, como lo estaría cualquiera frente a una maravilla inesperada. Porque su primera idea fue: Debo una disculpa a ese buzo. Y la segunda: Vamos a ver si esto funciona.

El cilindro del extintor ya estaba sujeto al manipulador externo de
Jim
y Bradley lo situó entonces en posición de disparo. Simultáneamente, desplazó el brazo derecho para mover la palanca con sus dedos mecánicos. La operación duró apenas unos segundos; pero
Oscar
fue el primero en reaccionar.

Parecía estar imitando los movimientos de Bradley y le apuntaba con un tubo carnoso que parecía casi una réplica de aquel extintor apresuradamente modificado. ¿Va a rociarme a mí?, se preguntó Bradley.

Nunca hubiera creído que una criatura tan grande pudiera moverse tan de prisa. Incluso dentro de su armadura, Bradley sintió el impacto del chorro que lanzó
Oscar
al activar el «accionamiento de emergencia»; aquél no era el momento de caminar por el fondo como una mesa de ocho patas, y todo quedó envuelto en una nube de tinta tan densa que eclipsó hasta los potentes focos de
Jim
.

Mientras volvía lentamente a la superficie, Bradley susurraba a su amigo muerto: «Bueno. Ted, hemos vuelto a conseguirlo pero no creo que podamos atribuirnos mucho mérito».

A juzgar por su forma de marcharse, no parecía que
Oscar
tuviera intención de volver. Jason comprendía e, incluso, simpatizaba con el punto de vista del animal.

Aquí estaba el bueno del pulpo, procurando cumplir con su misión de frenar el crecimiento de la población de bacalao del Atlántico Norte, cuando, de pronto, como por arte de magia, aparecía un monstruo que le enfocaba con sus luces y agitaba amenazadores apéndices.
Oscar
había hecho lo que tenía que hacer cualquier pulpo inteligente al descubrir que en el mar había una criatura mucho más feroz que él.

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