Y, de vez en cuando, a medida que el ordenador incrementaba el grado de aumento y se sumía en las profundidades geométricas que exploraba, reaparecía la extraña forma original: un «8» de contorno sinuoso colocado horizontalmente que contenía todo este caos controlado. A continuación, el interminable ciclo volvía a empezar, aunque con unas variaciones tan pequeñas que escapaban a la mirada.
Indudablemente, pensó Ronald Craig, Edith tiene que darse cuenta, en algún rincón de su mente, de que está atrapada en una red de la que nunca podrá soltarse. ¿Qué le había ocurrido al privilegiado cerebro que ideara y diseñara el Programa 99 que, en las primeras horas del 1 de enero del año 2000 hizo de ella, momentáneamente, una de las mujeres más famosas del mundo?
—Edith —dijo suavemente—, soy Donald. ¿Necesitas algo?
Dolores, la enfermera, le miraba con una expresión insondable. Nunca se había mostrado hostil, pero su saludo siempre era frío. A veces, parecía pensar que él tenía la culpa del estado de Edith.
Esto era algo que él se preguntaba a diario durante los meses transcurridos desde la tragedia.
Roy Emerson se consideraba, no sin motivo, un hombre relativamente apacible, pero una cosa lo indignaba
de verdad
. La última vez, sucedió durante la que se juró que sería su última entrevista, cuando el presentador de un programa nocturno le preguntó con malicia:
—Desde luego, el principio del limpiaparabrisas por ondas es muy simple. ¿Por qué no se le habría ocurrido a nadie hasta ahora? —Por el tono se adivinaba lo que realmente quería decir: «Desde luego, incluso
a mí
hubiera podido ocurrírseme, de no tener cosas más importantes en que pensar».
Emerson resistió la tentación de responder: «Estoy seguro de que, si hubiera tenido ocasión, habría hecho la misma pregunta a Einstein, a Edison o a Newton». Pero se limitó a decir serenamente:
—Bien, alguien tenía que ser el primero. Y me tocó a mí.
—¿Y qué le dio la idea? ¿Un buen día saltó de la bañera gritando: «Eureka»?
La pregunta hubiera podido considerarse inofensiva, de no estar hecha con tanta sorna. Naturalmente, Emerson la había oído por lo menos cien veces. Automáticamente, como el que pone una cassette, respondió:
—La idea, aunque en aquel momento no me di cuenta, se remonta a un viaje que hice por Cayo Hueso, en el año e, en una patrullera de gran velocidad del Servicio de Guardacostas…
Aunque aquel viaje le valió fama y fortuna, incluso ahora, Emerson prefería no recordar algunos de sus momentos. En un principio, le había parecido una buena idea: un pequeño crucero de placer por los lugares que frecuentaba Hemingway, invitado por un primo que estaba en los Guardacostas. El contrabando que perseguían hubiera asombrado a Ernest: unos cristales del tamaño de una caja de cerillas, procedentes de Hong Kong, vía Cuba. Pero estos MTI —Microbibliotecas de Terabytes Interactivos— habían arruinado a tantos editores norteamericanos que el Congreso decidió desempolvar una ley que databa del apogeo de la Ley Seca.
Sí, la idea resultaba atractiva… mientras estabas en tierra firme. Lo que Emerson había olvidado (o su primo, callado) era que los contrabandistas preferían operar con el peor tiempo posible, sin llegar a huracán.
—Fue un viaje muy duro y lo único que recordaba después era un dispositivo que había en el puente y que permitía al timonel ver lo que tenía delante a pesar de los torrentes de lluvia y de salpicaduras que nos caían encima.
»Era, sencillamente, un disco de cristal que giraba a gran velocidad. El agua no podía permanecer más de una fracción de segundo en el cristal, por lo que éste siempre estaba perfectamente transparente. En aquel momento, me pareció mucho más práctico que un limpiaparabrisas de coche y después me olvidé de él.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Casi me da vergüenza decirlo. Quizás un par de años. Hasta que, un día, yendo en mi coche por una carretera de Nueva Jersey, durante una tormenta, se me atascó el limpiaparabrisas. Tuve que salirme de la carretera y esperar a que escampara. Estuve inmovilizado durante media hora; y, al cabo de este tiempo, ya tenía la idea bastante clara.
—¿Media hora es todo lo que le costó?
—Media hora y hasta el último centavo que pude conseguir, además de dos años de trabajar en mi garaje siete días a la semana quince horas al día. —Emerson hubiera podido añadir: «Y mi matrimonio», pero sospechaba que su interlocutor ya lo sabía. Tenía fama de preparar minuciosamente sus entrevistas.
—Hacer girar todo el parabrisas, o siquiera una parte de él, no era factible, desde luego. La solución tenía que ser
vibraciones
; pero ¿qué clase de vibraciones?
»Al principio, traté de accionar todo el parabrisas como si fuera un cono de altavoz. Desde luego, eso expulsaba el agua, pero planteaba el problema del ruido. De manera que recurrí al ultrasonido; hicieron falta kilovatios de potencia… y todos los perros del vecindario se volvían locos. Lo que es peor, pocos parabrisas duraban más de un par de horas antes de quedar pulverizados.
»Entonces probé con los infrasonidos. Iban mejor, pero a los pocos minutos de viaje, te levantaban un espantoso dolor de cabeza. Aunque no los oyeras, los percibías.
»Estuve atascado durante meses, y casi había abandonado la idea cuando comprendí cuál había sido mi error. Yo trataba de hacer vibrar toda una lámina de vidrio de seguridad «Multiplex» que pesaría sus buenos diez kilos. Y lo único que necesitaba mover era una fina capa externa; aunque no tuviera más que un par de micras de espesor, expulsaría el agua de lluvia.
»De manera que me documenté sobre ondas de superficie, transductores, armonización de impedancias…
—¡Un momento! ¿No nos lo podría traducir a lenguaje corriente?
—Pues, francamente, no. Lo único que puedo decir es que encontré la forma de limitar las vibraciones de baja energía a una capa superficial muy fina, sin que afectara la masa principal del parabrisas. Si desea más detalles, puede consultar las patentes.
—Me basta su palabra, Mr. Emerson. Bien, nuestro siguiente invitado…
Y aquí acabó la entrevista, pues era del dominio público que los representantes de la industria automovilística habían hecho cola en su puerta y, en todo el mundo, millones de escobillas habían sido sustituidas por el limpiaparabrisas de ondas sonoras. Y, lo que era más importante, se habían evitado miles de accidentes, puesto que, gracias a este sistema, la lluvia ya no impedía la buena visibilidad.
Fue mientras probaba el último modelo de su invención cuando Roy Emerson hizo su siguiente descubrimiento… y, una vez más, tuvo la suerte de que no se le hubiera ocurrido a otro antes.
Su «Mercedes» modelo Hydro 2004 circulaba en plácido silencio por Park Avenue, demostrando la veracidad del slogan: «¡Puedes respirar a pleno pulmón los gases de tu tubo de escape!». La ciudad parecía estar azotada por el monzón: las condiciones eran perfectas para probar el «Limpiason». Mark V. Emerson iba al lado de su chófer (porque, desde luego, hacía mucho tiempo que él no conducía), dictando en voz baja unas notas mientras ajustaba los aparatos electrónicos.
El coche parecía deslizarse entre las paredes de un desfiladero de cristal bañadas por la lluvia. Emerson había pasado por allí un centenar de veces, pero hasta aquel momento no se ofreció a sus ojos la meridiana evidencia, con una fuerza estupefaciente.
Cuando hubo recuperado el aliento, Roy Emerson dijo por el teléfono del coche:
—Póngame con Joe Wickram.
La llamada sorprendió a su abogado tomando el sol en su yate junto a la Gran Barrera de Arrecifes.
—Esto te va a costar un pico, Roy. Estaba a punto de atrapar un pez espada.
Emerson, sin reparar en semejante minucia, fue directamente al grano:
—Dime, Joe, ¿la patente cubre cualquier aplicación? ¿No únicamente parabrisas de coche?
Joe se ofendió por la crítica implícita en la pregunta.
—Naturalmente. Por eso incluí la cláusula de posibles adaptaciones, para que pudiera aplicarse a todas las formas y tamaños. ¿Estás pensando en lanzar un nuevo modelo de gafas de sol?
—¿Por qué no? Pero antes tengo en perspectiva algo un poco mayor. No olvides que el sistema elimina no sólo el agua sino
toda
la suciedad. ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que viste un parabrisas sucio?
—Ahora que lo dices, no.
—Gracias. Es todo lo que quería saber. Buena pesca.
Roy Emerson se arrellanó en su asiento e hizo unos cálculos mentales. Se preguntó si los parabrisas de todos los coches de la ciudad de Nueva York equivaldrían a la superficie de vidrio del edificio por delante del cual pasaba el coche en aquel momento.
Estaba a punto de acabar con un oficio: dentro de poco, legiones de limpiaventanas tendrían que buscar otro trabajo.
Hasta ahora, Roy Emerson había sido un simple millonario. Muy pronto sería un hombre rico.
Y aburrido.
Cuando los relojes dieron las doce de la noche del viernes 31 de diciembre de 1999, pocas personas medianamente cultas ignoraban que el siglo XXI no empezaría hasta un año después. Durante semanas, todos los medios de comunicación habían explicado que, dado que el calendario occidental empezaba en el año 1 y no en el año 0, al siglo XX todavía le quedaban doce meses.
Pero no importaba; el efecto psicológico de aquellos tres ceros no podía ser más fuerte ni el ambiente
fin de siècle
, más arrollador. Este era el fin de semana que contaba; el 1 de enero del 2001 resultaría insulso, salvo para algún que otro aficionado al cine.
Existía también una razón eminentemente práctica por la cual el 1 de enero del 2000 sería la fecha realmente importante, una razón en la que a nadie se le habría ocurrido pensar hacía apenas cuarenta años. Desde la década de los sesenta, la informática se había ido introduciendo en la contabilidad, que ahora se hallaba ya totalmente mecanizada. Millones de memorias ópticas y electrónicas almacenaban billones de transacciones: prácticamente, todas las operaciones del planeta.
Y, naturalmente, la mayoría de anotaciones tenían su fecha. Cuando se inició la última década del siglo, algo parecido a una onda de choque recorrió el mundo financiero, y se comprendió, cuando ya casi era tarde, que la mayoría de aquellas fechas carecían de un componente esencial.
Los
humanos
que aún intervenían en la contabilidad, rara vez se habían preocupado de escribir el «19» antes de marcar los dos últimos dígitos del año, porque se daba por descontado; era de sentido común. Pero, desgraciadamente, los ordenadores adolecían de una notoria falta de tal cualidad. Cuando llegara la primera alba del año «00», miríadas de zoquetes electrónicos se dirían: «00 es menor que 99. Por lo tanto, hoy es antes que ayer, hoy es 99 años antes. Recalcular todas las hipotecas, descubiertos y cuentas corrientes sobre la base…». El resultado sería un caos internacional de espeluznantes proporciones. Eclipsaría todas las hazañas anteriores de la Estupidez Artificial, incluso el Lunes Negro, 5 de junio de 1995, en que, en Zurich, un chip defectuoso fijó el interés bancario en el 150% en lugar del 15%.
No existían en el mundo programadores suficientes para comprobar los miles de millones de anotaciones financieras que existían y agregar el mágico prefijo «19» donde fuera necesario. La única solución consistía en diseñar programas especiales que pudieran ser inyectados, como un virus benigno, en los programas correspondientes, para llevar a cabo esta tarea.
Durante los últimos años del siglo, la mayoría de los programadores superclase mundiales entraron en la carrera para desarrollar una «vacuna'99»; se había convertido en una especie de búsqueda del Santo Grial. En 1997, se lanzaron ya varias versiones imperfectas, que hundieron a los que se precipitaron a probarlas sin copiar previamente sus datos.
Edith Craig formaba parte del pequeño grupo de programadoras célebres constituido, en primer lugar, por la trágica figura de Lady Ava Lovelace, la malograda hija de Byron, seguida por la contralmirante Grace Hopper y la doctora Susan Calvin. Con sólo una docena de colaboradores y un Super Cray, Edith diseñó el cuarto de millón de líneas de código del programa DOBLECERO que permitiría a todo sistema bien organizado entrar sin tropiezo en el siglo XX. También podía aplicarse a los mal organizados, insertando el equivalente informático de banderas rojas en los puntos conflictivos, en los que todavía sería necesaria la intervención humana.
Por fortuna, el 1 de enero del 2000 cayó en sábado; la mayoría del mundo tuvo todo un fin de semana para reponerse de la resaca… y prepararse para el momento de la verdad del lunes por la mañana.
La semana siguiente se produjo un número récord de quiebras entre las firmas cuyas Cuentas por Cobrar habían quedado instantáneamente inutilizadas. Los que prudentemente invirtieron en el DOBLECERO sobrevivieron y Edith Craig se convirtió en una mujer rica, famosa… y feliz.
Sólo la riqueza y la fama le durarían.
Roy Emerson nunca pensó ser rico y, por consiguiente, no estaba preparado para la dura prueba. En un principio, ingenuamente, imaginó que podría contratar a especialistas para que cuidaran de sus caudales que se acumulaban vertiginosamente mientras él hacía de su tiempo lo que le venía en gana. Pronto descubrió que esto era factible sólo en cierta medida: el dinero proporcionaba libertad, pero también acarreaba responsabilidad. Había infinidad de decisiones que sólo él podía tomar, y debía pasar un deprimente número de horas encerrado con abogados y contables.
Cuando iba por los quinientos millones de dólares, se encontró convertido en Presidente del Consejo. La Compañía sólo tenía cinco consejeros: su madre, su hermano mayor, su hermana menor, Joe Wickram y él mismo.
—¿Y por qué no Diana? —preguntó a Joe.
Su abogado le miró por encima de las gafas que, según él gustaba de creer, le daban un aire de distinción en una época en que los defectos visuales se corregían con una operación de diez minutos.
—Los padres y hermanos son para siempre —dijo—. Las esposas van y vienen… Y eso tú deberías saberlo. No es que yo quiera decir, desde luego…
Joe tenía razón; Diana, efectivamente, se había ido como se fuera Gladys antes que ella. Fue una marcha relativamente amistosa pero bastante cara y, una vez firmado el último documento, Emerson pasó varios meses metido en su taller. Cuando salió (sin haber inventado nada, porque había estado tan ocupado aprendiendo el manejo de su maravillosa nueva maquinaria, que no le quedó tiempo para
utilizarla
), Joe lo esperaba con otra sorpresa.