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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (8 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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—Felicidades, Mar. Bradley —dijo Su Alteza Real mientras emergía lentamente de su armadura. Ésta era siempre una operación difícil y poco digna, pero le ayudaba a mantenerse en forma. Sólo con que aumentara un par de centímetros, no podría introducirse por el anillo del cierre del casco.

—Muchas gracias, Alteza —respondió—. Una jornada de trabajo como tantas.

El príncipe rió entre dientes.

—Creí que los ingleses teníamos el monopolio del eufemismo. Y supongo que no estará dispuesto a revelar su ingrediente secreto.

Jason sonrió moviendo la cabeza.

—Quizás un día necesite volver a utilizarlo.

—Sea lo que fuere —dijo Rawlings con una sonrisa—, nos ha costado un pico. Cuando lo seguimos con el sonar… es asombroso lo débil que es el eco que despide…,
Oscar
se alejaba rápidamente hacia aguas profundas. ¿Y si cuando vuelva a tener hambre regresa? No hay en todo el Atlántico otro lugar donde la pesca sea tan abundante.

—Haremos un trato —respondió Jason señalando su abollado cilindro—. Si regresa, os envío mi arma secreta, para que vuestro propio buzo se las entienda con él. No os costará ni un centavo.

—Aquí tiene que haber truco —dijo Rawlings—. No puede ser tan fácil.

Jason sonrió pero no contestó. Aunque se atenía estrictamente a las reglas, sentía una leve, aunque muy leve, comezón de conciencia. El principio «si no hay cura no hay paga» significaba que cobrabas cuando obtenías resultados, sin preguntas. El se había ganado su dinero, y si alguien le preguntaba cómo lo había conseguido, respondería: «¿No lo sabe? Es fácil hipnotizar a un pulpo».

Sólo había un pequeño detalle que le impedía sentirse plenamente satisfecho. Le hubiera gustado tener la posibilidad de comprobar la receta casera del viejo tomo de Jacques Cousteau que recogía providencialmente su enciclopedia. Sería interesante averiguar si el
Octopus giganteus
tenía la misma aversión al sulfato de cobre concentrado que su primo enano, el
Octopus vulgaris
.

XV. El castillo de Conroy

El conjunto Mandelbrot (llamado en lo sucesivo conjunto M) es uno de los descubrimientos más extraordinarios de la historia de las matemáticas. Ésta es una afirmación arriesgada que esperamos poder justificar.

La sorprendente belleza de las imágenes que genera hace su atractivo emocional y universal a la vez. Son imágenes que invariablemente suscitan exclamaciones de asombro en quienes las contemplan por primera vez; nosotros hemos visto a personas casi hipnotizadas por las películas obtenidas por ordenador que exploran sus, literalmente, infinitas ramificaciones.

Por lo tanto, no es de extrañar que, antes de que se cumpliera una década del descubrimiento de Benoit Mandelbrot, realizado en 1980, éste hubiera empezado a influir en el diseño de tejidos, alfombras, papeles para la pared y hasta joyas y, desde luego, muy pronto, las fábricas de sueños de Hollywood lo utilizaban (y también a sus derivados) durante las veinticuatro horas del día…

Las razones psicológicas de este atractivo son todavía un misterio y tal vez sigan siéndolo siempre; quizás exista una estructura, si puede utilizarse este término, en la mente humana que responda a las formas del conjunto M. Carl Jung se hubiera sentido sorprendido y encantado de saber que, treinta años después de su muerte, la revolución informática cuyos albores él presenció, daría nuevo ímpetu a su teoría de los arquetipos y a su creencia en el «inconsciente colectivo». Muchas formas del conjunto M muestran marcadas reminiscencias del arte islámico; quizás el mejor ejemplo sea el conocido dibujo en forma de coma llamado «Paisley». Pero hay otras formas que recuerdan estructuras orgánicas: tentáculos, ojos compuestos de insectos, ejércitos de caballos marinos, trompas de elefante… pero, de pronto, se transforman en los cristales y copos de nieve del mundo antes de que empezara la vida.

No obstante, quizás el rasgo más asombroso del conjunto M sea
su simplicidad
básica. A diferencia de casi todo el resto de las matemáticas modernas, cualquier colegial puede comprender cómo se produce. Su generación no requiere nada más avanzado que la suma y la multiplicación; ni siquiera precisa de operaciones más complicadas…

En principio, aunque no en la práctica, desde luego, podría haber sido descubierto tan pronto como los hombres empezaron a contar. Pero, aun en el caso de que los hombres nunca se cansaran ni equivocaran, todos los seres humanos que han existido no bastarían para hacer las elementales operaciones aritméticas necesarias para producir un conjunto M de ampliación modesta…

(De «La psicodinámica del conjunto M» de Edith y Donald Craig, Ensayos presentados al profesor Benoit Mandelbrot en su 80 cumpleaños; editado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, 2004).

—¿Pagamos el perro o el pedigrí? —preguntó Donald Craig con jocosa indignación cuando llegó por correo la impresionante hoja de pergamino—. ¡Si hasta tiene escudo!

Fue un flechazo lo que hubo entre Lady Fiona MacDonald de Glen Abercrombie, medio kilo de peludo Cairn terrier, y la niña de nueve años. Para sorpresa y desencanto del vecindario, Ada no mostró la menor afición a los ponis.

—Son antipáticos y huelen —dijo a Patrick O'Brian, el jefe de jardineros—, por un extremo muerden y por el otro, cocean. —El anciano se escandalizó ante reacción tan antinatural en una niña, y más, en una niña con sangre irlandesa.

Tampoco estaba muy satisfecho el hombre con algunos de los proyectos de los nuevos dueños de la finca en la que trabajaba su familia desde hacía cinco generaciones. Indiscutiblemente, era estupendo que en el castillo de Conroy volviera a entrar dinero
de verdad
, después de décadas de pobreza, pero eso de convertir los establos en salas de ordenadores… Era como para que uno se diera a la bebida, si no se había dado ya.

Patrick, mediante una política de sabotaje constructivo, había conseguido torpedear algunas de las más excéntricas ideas de los Craig; pero ellos, o más bien Miss Edith, se mostraban irreductibles en lo concerniente a la remodelación del estanque. Cuando estuvo drenado y se hubieron retirado cientos de toneladas de jacintos de agua, ella presentó a Patrick un extraño plano.

—Quiero que quede así —dijo en un tono que Patrick había llegado a conocer bien.

—¿Y qué se supone que es eso? —preguntó el hombre, con evidente desagrado—. ¿Una especie de insecto?

—Puede llamarlo así —respondió Donald en un tono de voz que quería decir «a mí no me pida cuentas, es idea de Edith»—. El «mandelescarabajo». Pida a Ada que se lo explique.

Meses atrás, a O'Brian le hubiera molestado esta indicación por despectiva, pero ahora sabía: Patrick intuía que sus inteligentes padres la miraban con respeto y admiración. Y él sentía bastante más simpatía por Donald que por Edith; para ser inglés, no era malo.

—El estanque, pase; pero tener que trasplantar todos esos cipreses tan altos… ¡Yo era un chico cuando los plantaron! Quizás algunos se mueran. Tendré que pedir permiso al departamento de Bosques de Dublín.

—¿Cuánto tiempo tardará? —preguntó Edith haciendo caso omiso de objeciones.

—¿Lo quiere rápido, barato o bien hecho? Puede elegir dos de las tres cosas.

Esto era un chiste particular de Patrick y Donald, y la respuesta fue la que ambos esperaban.

—Lo más rápido posible
y muy
bien hecho. El matemático que lo descubrió tiene más de ochenta años… y nos gustaría que lo viera cuanto antes, mejor.

—Pues yo me sentiría muy orgulloso de haber descubierto
eso
.

Donald se echó a reír.

—Esto no es más que una muy burda aproximación. Espere a que Ada le enseñe lo auténtico en el ordenador. Le sorprenderá.

Lo dudo mucho, pensó Patrick.

El viejo y astuto irlandés se equivocaba pocas veces.

Ésta fue una de ellas.

XVI. La
suite
Kipling

Jason Bradley y Roy Emerson se parecían, pensó Rupert Parkinson. Los dos pertenecían a una especie si no moribunda, amenazada: la del empresario americano que se ha hecho a sí mismo creando una nueva industria o situándose a la cabeza de una ya existente. Él los admiraba pero no los envidiaba; solía decir que se alegraba de haber «nacido en el negocio».

Su elección de la
suite
Kipling del Brown para la reunión fue premeditada, aunque no tenía idea de si sus invitados conocían mucho o poco al escritor. En cualquier caso, tanto Emerson como Bradley parecieron impresionados por el ambiente del salón, con sus fotografías históricas en las paredes y la mesa en la que había trabajado el gran hombre.

—A mí no me gustaba T. S. Eliot hasta que leí su
Selección de versos de Kipling
—dijo Parkinson, a modo de introducción—. Recuerdo haber dicho a mi tutor de literatura inglesa que un poeta al que gustara Kipling no podía ser tan malo. Eso no le hizo la menor gracia.

—Lo siento, pero yo no acostumbro a leer poesía —dijo Bradley—. Lo único de Kipling que conozco es
Si

—Pues es una lástima; le gustaría. Es el poeta del mar y de la técnica. Tiene usted que leer el «Himno de McAndrews».

Aunque su tecnología quedó anticuada hace cien años, nadie ha igualado la belleza de su tributo a las máquinas. Y el poema que dedicó al cable submarino tiene que gustarle. Dice así:

Los pecios se disuelven sobre nosotros; su polvo cae desde lo

[alto…

hacia la oscuridad, la completa oscuridad, donde están las

[ciegas y blancas serpientes de mar.

No hay sonido, ni el eco de un sonido, en los desiertos de las

[profundidades.

Oh, los grandes llanos grises de cieno por los que se arrastran

[los cables cubiertos de conchas.

—Me gusta —dijo Jason—. Pero se equivocaba en lo de «ni el eco de un sonido». El mar es un lugar en el que puedes oír mucho ruido… con aparatos adecuados.

—Bien, eso no podía saberlo Kipling en el siglo XIX. Se hubiera sentido fascinado por nuestro proyecto. Y es que, además, situó una de sus novelas en la zona de los Grandes Bancos de Terranova.

—Ah, ¿sí? —preguntaron al unísono Emerson y Bradley.

—No muy buena; no puede compararse
a Kim
, desde luego; pero ¿qué hay que pueda comparársele?
Capitanes intrépidos
trata de los pescadores de Terranova y de sus vidas; Hemingway hizo algo mucho mejor medio siglo después y veinte grados más al Sur…

—Ésa sí la he leído —dijo Emerson, ufano—.
El viejo y el mar
.

—Es la primera en su género, Roy. Siempre me pareció trágico que Kipling no escribiera una epopeya sobre el
Titanic
. Tal vez se lo propuso, pero Hardy se le adelantó.

—¿Hardy?

—No importa. Perdona, Rudyard, pero hemos de hablar de nuestros asuntos.

Tres grandes pantallas horizontales (¡cómo hubieran fascinado a Kipling!) se iluminaron simultáneamente. Mirando la suya, Rupert Parkinson empezó:

—Tenemos su informe del 30 de abril, Jason. ¿Ha recibido más datos?

—Nada importante —respondió Bradley—. Mi personal ha comprobado todas las cifras. Pensamos que podríamos mejorarlas, pero preferimos ser conservadores. No sé de una operación submarina que no haya dado sorpresas.

—¿Ni su famoso encuentro con
Oscar
?

—Ésa fue la mayor de todas. Salió mucho mejor de lo que yo esperaba.

—¿Qué se sabe del
Explorer
?

—No cambies, Rupe. Sigue en la bahía de Suisun, envuelto en naftalina.

Parkinson hizo una ligera mueca al oírse llamar «Rupe». Aunque era preferible a «Parky» que sólo permitía a los íntimos.

—Cuesta creer que un barco tan valioso, un barco
único
, sólo se haya usado una vez —dijo Emerson.

—Es demasiado grande, antieconómico para una misión comercial normal. Sólo la CIA pudo permitírselo y aun así el Congreso le echó un buen rapapolvo.

—Creo que una vez trataron de alquilarlo a los rusos. Bradley miró a Parkinson sonriendo.

—¿Ya lo saben?

—Desde luego. Hicimos nuestras averiguaciones, antes de ponernos en contacto con usted.

—Me he perdido —dijo Emerson—. ¿Podrían informarme?

—En 1989, uno de los submarinos rusos más modernos…

—El único de la clase «Mike» que llegaron a construir.

—…se hundió en el mar del Norte y un tipo listo del Pentágono dijo: «Eh, quizás eso nos permita recuperar parte de nuestro dinero». Pero el asunto no cuajó. ¿O sí, Jason?

—Bien; en realidad no fue idea del Pentágono; allí no hay nadie que tenga tanta imaginación. Pero puedo decir que pasé una semana muy agradable en Ginebra con el director delegado de la CIA y tres almirantes, uno nuestro y dos de ellos. Eso fue… en la primavera de 1990. Justamente cuando estaba empezando la Reforma, y el asunto perdió interés. Igor y Alexei dimitieron para dedicarse al negocio de exportación e importación; en Navidad aún recibo felicitaciones de su oficina de Lenin…, bueno, San Peter. Como dice usted, la idea no llegó a cuajar; pero todos engordamos unos diez kilos y tardamos semanas en volver a ponernos en forma.

—Conozco esos restaurantes de Ginebra… ¿Cuánto tardaría en poner a punto el
Explorer
?

—Si puedo elegir yo a los hombres, tres o cuatro meses. Es el único plazo que puedo dar. Bajar a los restos, comprobar su estado, construir estructuras de soporte complementarias, colocar sus millones de esferas de vidrio… francamente, incluso las cifras máximas que pongo entre paréntesis son sólo cálculos aproximados. No podré concretarlas hasta que haga el estudio.

—Parece razonable. Agradezco su sinceridad. En este momento, todo lo que realmente queremos saber es si el proyecto es
viable
, en términos de tiempo.

—Por lo que se refiere a tiempo, lo es. En cuanto a costes…, quién sabe. Por cierto, ¿cuál es el tope?

Rupert Parkinson hizo una mueca fingiendo desagrado ante la crudeza de la pregunta.

—Todavía estamos haciendo números, ¿verdad, Roy?

Entre los dos hombres pasó una señal que Bradley no pudo descifrar, pero Emerson, con su respuesta, le dio un indicio.

—Sigo estando dispuesto a igualar lo que aporte el consejo, Rupert. Si la operación tiene éxito, recuperaré mi inversión con el plan B.

—¿Puedo preguntar en qué consiste el plan B? Por cierto, ¿y el plan A? Todavía no me han explicado qué piensan hacer con el casco una vez lo hayan remolcado hasta Nueva York. ¿Montar una exposición como la del
Vasa
?

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