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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (38 page)

BOOK: El druida del César
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También respecto a mí se mostró generoso. Recibí una prima por el importe de dos soldadas anuales. Era una sensación extraña recibir de César algo que éste, en parte, le había robado a mi propio pueblo. Sin embargo, ¿acaso me había regalado nunca un solo sestercio cualquier noble helvecio o rauraco? ¿No me habían cerrado ellos incluso las puertas de la profesión druídica? Ya sé que hasta el momento prefería el cuerpo de Wanda a los astros celestiales pero, de hecho, nunca había tenido posibilidad alguna de convertirme en druida. Ni aunque lo hubiese querido. Eso me enfurecía, y necesitaba esa furia para poder aceptar el regalo de César. Su brazo descansaba sobre mis hombros mientras me otorgaba en persona los denarios de plata. Sus ojos eran amables y suaves, y me ofrecían de nuevo su amistad. No me resistí más. ¡César me ofrecía más de lo que jamás me ofreciera cualquier desconocido celta! Ese día me sentí por primera vez de veras orgulloso de ser su druida.

Poco después me dictó la continuación de su informe exculpatorio:

—«A los eduos les concedió César su ruego de instalar en su territorio a los boyos, que eran conocidos como gente de insólita valentía. De manera que los eduos les dieron terrenos y les concedieron (más adelante) la misma posición legal y civil que la que gozaban ellos mismos.»

No pude evitar sonreír por dentro al escribir estas líneas. Cualquier persona de Roma más o menos inteligente se asombraría de que los eduos, quienes supuestamente habían pedido ayuda a César, le rogaran ahora permiso para admitir en sus tierras a los boyos, los cuales supuestamente habían devastado sus campos junto con los demás emigrantes. Durante el dictado, Úrsulo trajo unas tablas que habían encontrado en el campamento helvecio. En ellas figuraba en escritura griega cuántos hombres en disposición de luchar, niños, ancianos y mujeres habían formado parte de la migración. Las cifras resultaron más bien decepcionantes para César. Podía sentirse afortunado de que Úrsulo no supiera leer griego. Las tablas hablaban de un total de ciento ochenta y cuatro mil individuos, de los cuales cuarenta y seis mil estaban en disposición de luchar. Cincuenta y cinco mil habían sobrevivido. Por consiguiente, las legiones de César habían masacrado y expoliado a lo largo de pocas semanas a muchas más de cien mil personas. César mandó servir vino diluido. Ansiosos, esperábamos Aulo Hircio y yo la continuación del dictado. César siguió dictando:

—«La suma ascendía a 263.000 helvecios, 36.000 tulingos, 14.000 latobicos, 23.000 rauracos y 32.000 boyos; entre éstos, 92.000 en disposición de luchar. El total fue de alrededor de 368.000 cabezas. El número de éstos que regresó a su hogar, después del recuento ordenado por César, se cifraba en 110.000.»

César había doblado todas las cifras. Así de fácil se escribía la historia. Siempre la historia de los vencedores.

7

Mientras César informaba acerca de su victoria sobre los helvecios, cada día morían decenas de legionarios en las tiendas sanitarias. Cada mañana, Antonio, el
primer medicus
, comunicaba el número de bajas que se habían producido durante la noche. El que estaba gravemente herido moría deprisa. Mientras que las heridas musculares y óseas se podían tratar con relativo éxito, no se podía hacer nada frente a los daños internos. También las heridas musculares abiertas eran delicadas, ya que se inflamaban y desarrollaban focos purulentos. El
primer medicus
, Antonio, tenía numerosos especialistas a su disposición. Algunos eran carniceros con estudios que habían reajustado sus conocimientos a las condiciones de la legión. Para extraer proyectiles eran los mejoren cirujanos: bien se tiraba del proyectil hacia atrás por el canal de la herida, bien se sacaba haciendo presión hacia el otro extremo. En la operación cortaban la carne con el escalpelo hasta la punta del proyectil. Muy rara vez cortaban venas o tendones. Más complicadas y exigentes eran, no obstante, las numerosas amputaciones que se debían realizar después de la batalla. Para ello se ataba al paciente y se le sujetaba a una mesa; antes de que el
medicus
comenzase con la operación, le colocaba al desdichado un trozo de madera entre los dientes. Si, por ejemplo, una pierna estaba desgarrada por debajo de la rodilla, se cortaba la carne hasta el hueso por encima de la articulación y se retiraba el músculo dejando el hueso desnudo, que luego se serraba. El lugar donde se había raspado con la sierra se limaba con sumo cuidado y luego volvía a cubrirse con la piel que se había retirado. Si el legionario sobrevivía a la curación de la herida, recibía de manos del carpintero unas muletas nuevas y era licenciado de la legión con honores. Por la noche, junto a la hoguera, se debatía a menudo si una vida con un solo brazo seguía valiendo la pena o si era preferible morir a vivir con dos piernas amputadas. La mayoría defendía la opinión de que siempre merece la pena vivir mientras uno pueda arrastrarse hasta una prostituta y beber vino.

Como siempre ocurría después de una batalla con bajas numerosas, la moral del campamento era inevitablemente una cuestión muy delicada. En cualquier momento podía derrumbarse. Así fue también tras la batalla de Bibracte. Primero se escucharon sólo críticas aisladas que se transmitían con la mano tapando la boca. Sin embargo, esas críticas cayeron en suelo fértil. Algunos oficiales que esperaban lucrativos ascensos o un botín aún mayor le recriminaron a César el haber lanzado contra los helvecios una guerra innecesaria e ilícita que sólo perseguía su enriquecimiento personal y la satisfacción de su ambición enfermiza. César, de hecho, no sólo tenía enemigos en Roma; también entre sus oficiales había unos cuantos hombres que espiaban, intrigaban y se sentían comprometidos con sus adversarios de la capital. A pesar de que César, por lo general, tenía buen olfato, esa naciente oposición le pasó casi inadvertida. Yo no considero que fuera mi deber informarlo al respecto. Tal vez él mismo lo sabía y hacía caso omiso, pues en esos días estaba más convencido que nunca de que era un protegido de los dioses.

Durante las siguientes semanas, César recibió a numerosos príncipes celtas que deseaban presentarse ante él. Éstos le solicitaron permiso para organizar en la Galia una reunión de príncipes tribales. César accedió, aunque estaba desconcertado: nadie le reprochaba que hubiera invadido su territorio, sino que le daban la bienvenida y lo nombraban juez. Todos deseaban tenerlo como aliado. También Vercingetórix habló ante César; se moría por regresar a Gergovia y vengarse del clan de su tío. No obstante, César se limitó a garantizarle su amistad y pedirle de nuevo un poco de paciencia. Tenía otros planes. A mí me pareció que también aquel ambicioso Vercingetórix tramaba otros planes…

* * *

Una mañana, cuando aún no había acabado la cuarta guardia nocturna, me despertaron los gruñidos de
Lucía
. Eché un vistazo a Wanda, que dormía dulce y plácidamente a mi lado, y me alegré de que los dioses me hubiesen tratado tan bien hasta entonces. Si miraba atrás, la historia que me habían deparado no era tan terrible. Yo siempre digo que los caminos de los dioses suelen ser insondables y que no es posible comprender el plan divino que se esconde tras ellos hasta mucho después.

—¡Corisio! —Esta vez sí oí el grito.

La voz venía de fuera. Era Crixo. Un pretoriano estaba a su lado.

—¡César quiere hablar contigo!

Me levanté enseguida y seguí al pretoriano a la tienda del procónsul. Wanda me acompañó. En el campamento aún reinaba la calma. Los centinelas de las murallas estaban tapados con gruesas capas de lana y se calentaban las manos sobre pequeños fuegos. A primera hora de la mañana todavía hacía fresco. Desde lejos vi el cálido vapor que ascendía de la tienda de César. Los esclavos salían ya de su tienda con calderas de bronce vacías y en el aire flotaba el aroma de huevos revueltos calientes. El pretoriano retiró hacia un lado la lona de entrada y me dejó pasar. En el interior de la tienda se había estancado el vapor caliente, impidiendo que uno apenas viera la propia mano delante de la cara. Sin Wanda seguro que me habría tropezado con el primer obstáculo.

—Siéntate, Corisio —oí decir a la voz de César.

Palpé con cuidado una silla y me senté. No sé por qué, estaba incómodo. Había algo a mi espalda. Me volví: sobre el respaldo de la silla colgaba un talabarte de cuero con un
gladius
y un
pugio
. Me desperté de golpe. ¿Era ése el día en que iba a cumplirse la profecía del druida Santónix? Agarré la empuñadura del
gladius
. Estaba hecha de hueso de res trabajado con primor y cada dedo se ajustaba a la perfección en las hendiduras redondeadas. Una corriente de aire frío entró en la tienda y dispersó el vapor. Sentí pánico. César estaba tumbado delante de mí, a menos de tres pasos, en una tina de madera llena hasta el borde de agua caliente. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados; cansado, apoyaba la cabeza empapada de sudor y su exiguo cabello sobre el borde de la tina. Pero no era el calor lo que lo abatía. César parecía estar sufriendo. Tenía dolores. Un sirviente entró en la tienda y colocó unas bandejas sobre la pequeña mesa que había delante de la tina. Igual de silencioso que había llegado, volvió a desaparecer. Entonces irrumpió de nuevo el aire frío en la tienda, permitiendo una visión más clara.

—¿Puedes sanar, druida? —preguntó César con voz mate.

—Puedo sanar a quien los dioses quieren sanar —respondí.

César pareció reflexionar, y al cabo de un rato dijo:

—Druida, cuando los celtas entregaron sus armas, saludaste a un guerrero. Basilo, lo llamaste.

—Sí, ¿por qué me lo preguntas?

—Te preguntó si os volveríais a ver.

—Sí, es cierto.

—¿Por qué te lo preguntó? ¿Lees el futuro? ¿Acaso hablas con los dioses?

—¿De qué tienes miedo, César? ¿No estás tú mismo bajo la protección de los dioses inmortales?

César se incorporó bruscamente, y al hacerlo el agua se derramó por el borde de la tina. Llevaba el torso bien rasurado; no se apreciaba ni un pequeño pelo.

—César no tiene miedo, druida. ¿No creerás que he tenido pesadillas nocturnas sólo por haber mandado fundir las hoces de oro de tus druidas?

—No has mandado fundir las hoces de oro, César —dije con absoluta convicción.

Corrí un alto riesgo, pero la sorpresa que mostró César me lo confirmó.

—¿Cómo lo sabes, druida?

—De haberlo hecho, no tendrías pesadillas. No creo que nuestros dioses fueran tan indulgentes contigo.

—Roma me otorga el título de «
pontifex maximus
». Por consiguiente, soy el sacerdote supremo del mundo civilizado. ¿Por qué no habría de corresponderme a mí destruir vuestros objetos de culto? ¿A quién habría de corresponderle si no a mí, al
pontifex maximus
de la República Romana?

—Las leyes humanas nunca dejan de divertir a los dioses, César. El oro te ha nublado la razón. Ya ansias más y piensas que ahora podrías asaltar también los santuarios de los celtas. ¿Acaso no dijiste tú mismo que los dioses conceden a veces una larga fase de suerte sólo para que la posterior caída se reciba con mayor crueldad?

César volvió a recostarse en la tina y apoyó la cabeza sobre el borde cubierto de paños. Cerró los ojos. Tenía la mandíbula tensa. Parecía tener dolores.

—No os entiendo a los celtas —murmuró—. ¿Qué habré hecho yo para que de pronto toda la Galia esté a mis pies?

—El primer paso en el pantano siempre es sencillo, pero cuando el cuerpo empieza a hundirse lentamente y braceas impotente y aceleras el hundimiento contra tu voluntad, te das cuenta por vez primera, César, de que el primer paso fue el más funesto.

—¿Quieres decir con ello que todos esos príncipes galos que se arrastran por el polvo ante mí quieren tenderme una trampa?

—No, César, su rendición sin resistencia es honrada. Son los dioses los que están jugando contigo.

César calló. Al cabo de un rato me ofreció algo para comer. Él no tenía hambre.

—Son gachas púnicas —murmuró—, había pedido gachas púnicas… —Su voz sonaba pesada, melancólica.

Le di a Wanda el cuenco con el puré. Era un queso fresco galo de buen aroma, cocinado con escanda tamizada, miel, huevos y leche fresca. ¡Una delicia! Para acompañarlo había bolas de ajo: queso fresco machacado con hierbas frescas y muchos dientes de ajo, todo ello mezclado con aceite y vinagre. La pasta se amasaba en bolitas y se servía con pan salado.

—Estas gachas púnicas están exquisitas. ¿Os llevó Aníbal la receta a Roma?

—Sólo hasta las puertas de Roma —dijo César con una sonrisa mate—. ¿A que no sabes cómo traducen los púnicos la palabra «elefante» a su lengua?

Moví la cabeza de lado a lado y seguí comiendo.

—«César.» «César» significa «elefante» en la lengua de los cartagineses. Y nosotros recibimos ese sobrenombre porque uno de nuestros antepasados mató un elefante en una batalla contra Aníbal. —Al cabo de un rato añadió—: Algunos afirman que sucedió en la primera guerra púnica. Pero yo prefiero la segunda guerra púnica. Siempre es más honorable haber matado un elefante de Aníbal. —En el campamento resonó el toque de diana y César masculló—: ¿Existen unas hierbas que aclaran los sentidos y otras que los nublan?

—Sí —respondí, vacilante—. Igual que el vino puede hacerte sentir más feliz y alegre, ciertas hierbas pueden volverte temeroso y desalentado. Nuestro interior es como una marmita. De nosotros depende que resulte amarga o dulce. Los frutos secos reavivan las energías.

—Pues haz que me traigan frutos secos, druida —murmuró César, y buscó mi mano—. Te agradezco, druida, tu franqueza. A un romano lo habría hecho crucificar por ello. Pero aún no decora tu tobillo ninguna media luna.

—¿Qué significa la media luna? —pregunté con gran agitación.

—¿La media luna? Sólo los ciudadanos romanos llevan la media luna. Y en Roma se destina sólo a los hijos de los senadores.

Quizá César advirtiera mi agitación. No obstante, estaba demasiado cansado para reaccionar. Los ojos se le cerraron solos y entonces murmuró que lo dejara descansar.

Nos quedamos fuera un rato más, de pie bajo el toldo de la entrada, y conversamos con los guardias pretorianos. A pesar de que yo no dejaba de pensar en las palabras de César, hablábamos de huevos. El segundo tema más importante de un legionario siempre es la comida y, si se habla de comida, se habla de huevos. Cuando por fin estaban en un campamento fijo, y no de marcha, todos querían saber dónde se vendían los huevos más baratos. Treinta mil legionarios no tenían en la cabeza más que huevos: crudos, cocidos, revueltos; tortilla, salsa de huevo, natillas de huevo.

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