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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (40 page)

BOOK: El druida del César
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—¿Y a que no sabéis quién me recomendó estas guindillas eróticas? —preguntó Mamurra.

Todos reían ya para sus adentros.

—¿La señora de la casa? —apuntó Oppio.

—En efecto —dijo Mamurra con una escandalosa carcajada—, éste fue el último servicio que me hizo antes de Bibracte.

—A lo mejor podríamos entrar en materia, cuando os parezca oportuno —dijo César con impaciencia.

Fue junto a Balbo, se hizo servir un vaso de vino y dio unos sorbos. Miraba a su agente con insistencia. Ya estaba cansado de aquellos chismorreos. Quería nuevas, hechos. Balbo asintió con la cabeza mientras vaciaba rápidamente un vaso más de vino y pedía salchichas galas ahumadas.

—César, tu despacho desempeña un trabajo miserable. Harías mejor en enviar a Julia al Senado y repartir por el foro salchichas galas ahumadas y este extraordinario pan blanco y ligero. ¡Sería más convincente! ¿De qué sirven todas las victorias del campo de batalla si pierdes la guerra de las opiniones y las simpatías?

De pronto se nos esfumaron las ganas de reír. Aceptamos agradecidos el vino diluido que trajeron los esclavos.

—¡Habla de una vez! ¿Qué se dice en Roma?

La voz de César sonaba mordaz e iracunda. Balbo soltó un sonoro eructo y después transmitió por fin las novedades que todos aguardaban con tanta ansia.

—Desde que tu perro guardián, Clodio, es tribuno de la plebe, las costumbres han cambiado. Por fin han desterrado realmente a Cicerón, aunque yo hubiese preferido que por las noches Clodio siguiera apaleando a adversarios políticos en las callejuelas con sus bandas de matones.

—¿Es que trabaja en nuestra contra? —preguntó César, sorprendido.

—No —exclamó Balbo—, en nuestra contra no, pero el necio arremete contra Pompeyo. ¡Contra nuestro gran Alejandro de los tiempos modernos, que se ha asentado en Roma, ocioso, sin cometido ni ejército! Su única ocupación es agasajar al príncipe armenio Tigranes, al que tiene cautivo como rehén. ¿Y qué hace Clodio? Libera al príncipe y lo ayuda a huir. Y eso que sabe muy bien que no le está permitido hacer nada que pueda perjudicar al triunvirato de César, Pompeyo y Craso. De modo que está metiendo cuña entre Pompeyo y tú. Debes decidirte bien por Clodio y contra Pompeyo, bien contra Clodio y por Pompeyo. ¡Siempre te advertí acerca de Clodio! Es tan previsible como un galo borracho.

César reaccionó con ira.

—¿Y qué dice Craso de eso?

—Nada —soltó Balbo riendo—, cada día está más gordo y más rico. Es feliz mientras sigas empleando a su hijo como legado en tu ejército. De hecho, considera que la Galia es una mina de oro.

—Vaya, vaya —murmuró Cayo Oppio—, me parece que Craso ha abandonado la lucha por el honor y la gloria.

—¿Abandonado? —se burló César—. Lo que ocurre es que el gordo sabe que no hay que esforzarse mucho en el campo de batalla ni hablar a voces en el Senado para dominar a Roma. Basta sólo con dinero. Esparce su dinero como los dioses la lluvia; se absorbe todo el que se necesita y el resto puede secarse.

—¿Será entonces Pompeyo un problema? —le preguntó Cayo Oppio.

—¡Le he entregado a mi propia hija, Julia, como esposa! —respondió César en lugar de Balbo, como si así se solucionaran todos los problemas.

—Dicen que el matrimonio va muy bien, que incluso hay amor. ¡Imagina, en Roma hablando de amor! —exclamó Balbo con la boca llena.

César asintió satisfecho y luego prosiguió:

—Sin ejército ni cometido, Pompeyo no puede cambiar de bando. Y mientras yo prosiga aquí con la guerra, también dispongo de las legiones que necesito.

—Sí —lo secundó Cayo Oppio—, necesitamos esas legiones para sobrevivir en Roma. Aunque quisiéramos, no podríamos regresar tan fácilmente a la provincia Narbonense, renunciar a la mitad de nuestras legiones y jugar a ser gobernadores. Necesitamos la guerra de la Galia para conservar las legiones.

—Hum —refunfuñó Balbo—, la guerra de César tropieza en Roma con diferentes reacciones. La mayoría de los senadores dice que no se puede lanzar una guerra sin previo aviso y posterior declaración. Y una declaración de guerra sin previa decisión del Senado les resulta del todo inaudita. ¡En Roma se habla de escándalo, César! Sabes que la ley te prohibía pasar las fronteras de tu provincia sin autorización del Senado. ¿Para qué promulgamos esas leyes?, se preguntan los senadores. ¡Para impedir empresas despóticas semejantes por parte de generales sedientos de gloria y botines!

César daba pesados pasos por la tienda contrariado. A los escribientes nos miraba con reproche, como si fuéramos los únicos responsables de todo el embrollo.

—¡Siempre me he atenido a las leyes! —exclamó César—. ¡Pero todas esas leyes se utilizaron durante mi consulado para obstaculizar mi política y hacerla fracasar! ¡La destructiva política de deportaciones de los senadores patricios me ha obligado a quebrantar las leyes! ¿Qué clase de leyes son esas que le permiten a Catón alargar un discurso para que no me dé tiempo de exponer mis solicitudes dentro del plazo? ¿Qué clase de leyes son esas que le permiten a un edil proclamar festivos la mitad de los días del año para que el Senado no se reúna y yo no pueda, una vez más, presentar mis propuestas? ¡Sí, he quebrantado leyes! ¡Por Roma y por el pueblo romano!

—César, los senadores temen que lo sigas haciendo. Son de la opinión de que a alguien como tú hay que detenerlo, antes de que destruyas la República y te conviertas en dictador. Incluso hay voces que afirman que asesinarte es un supremo deber cívico. En Roma se rumorea que has arruinado tu carrera con el ataque a los helvecios.

—Balbo —intervino Trebacio Testa de improviso—, lo que dicen los senadores es aplicable a una guerra ofensiva, pero lo que desarrolla César en la Galia es una guerra defensiva. Defendemos las fronteras de la provincia romana.

Balbo enarcó las cejas, burlón.

—¿Tienes idea de cuántos días he cabalgado desde que crucé la frontera de la provincia?

Trebacio Testa no se dejó confundir.

—Tenemos la obligación de abandonar la provincia si un aliado nos pide ayuda.

Balbo esbozó una irónica sonrisa.

—Espero poder llevarme a Roma una copia de tal petición de ayuda.

—Sí —dijo César con seriedad—, te la daré.

—No bastará. No necesitamos la verdad, César, necesitamos motivos convincentes.

Esta vez fue César el que sonrió.

—Los recibirás. Pero no serán palabras lo que te daré, sino regalos: torques de oro, vasijas de bronce decoradas con esmaltes y corales, joyas y monedas de oro por barriles… Lo repartirás todo entre los senadores. Además te daré esclavos cultos y bellas esclavas que también regalarás a los senadores. Entonces me escribirán cartas y me pedirán que acepte a sus hijos en el ejército, y yo lo haré y los enviaré de vuelta a Roma con sacos llenos de oro. ¡Ya me gustará ver entonces a un solo senador que esté en contra de mi guerra!

—Catón —dijo Cayo Oppio con una sonrisa.

—¿Acaso puede llamarse hombre a uno que se pasea con sandalias en invierno, sólo se lava con agua helada, desprecia a las mujeres y los cánticos y sólo usa el miembro para mear? —bufó César.

Todos rieron. El escepticismo, la duda y la preocupación se desvanecieron mientras bebían vino en abundancia y bromeaban. Todos se reafirmaron en su opinión de estar en el bando correcto, el del vencedor.

—Roma no tiene por qué temer un golpe —bromeó César—. ¿Para qué iba a marchar con seis legiones cuando dos manos bastan para conquistar al Senado?

Todas las miradas se dirigieron cautivadas a César, que bebía de su vaso de vino con fruición.

—Con una mano les agarras el rabo mientras con la otra les llenas la bolsa de oro celta. Así se conquista al Senado romano.

* * *

Algunos días después regresó el mensajero que César acababa de enviar a Ariovisto. Éste hacía saber que César tendría que molestarse en ir a verlo en persona si quería algo de él. Y también que no se aventuraría sin su ejército en la región gala que César había ocupado por la fuerza, así como que no comprendía lo más mínimo qué se les había perdido a los romanos en la Galia. La Galia le pertenecía a él, no a César.

César montó en cólera y dictó de inmediato la respuesta a Ariovisto:

—«Bajo el consulado de César te fue concedido el título de "Rey y amigo del pueblo romano". ¿Así agradeces el desacostumbrado favor que te otorgaron César y el pueblo de Roma? Si no estás dispuesto a aceptar mi invitación al diálogo y te niegas también a deliberar sobre asuntos comunes, entonces soy yo, César, el que pone exigencias. En primer lugar, no traerás a ningún grupo más del otro lado del Rin a la Galia. En segundo lugar, permitirás a los secuanos que devuelvan los rehenes a los eduos. En tercer lugar, no lucharás más contra eduos ni secuanos. Si cumples con estas exigencias, César y el pueblo romano vivirán por siempre en paz contigo. Si no cumples con las exigencias, se aplicará…»

César le pidió a Trebacio con una mirada que dictara él mismo el texto jurídico relevante.

—«… se aplicará la resolución senatorial del año del consulado de Marco Mesala y Marco Pisón según la cual el gobernador de la provincia gala, siempre que pueda hacerlo sin perjuicio para el Estado, debe proteger a los eduos y demás aliados del pueblo romano.»

César asintió hacia Trebacio en señal de aprobación. Ordenó marchar al mensajero y dictó una carta para el Senado en la que solicitaba de manera urgente que se les concediera a los helvecios, de vuelta a sus tierras, el título de «Amigos del pueblo romano» para hacerlos así aliados suyos. Necesitaba su caballería para luchar contra Ariovisto.

Labieno entró en la tienda.

—Los soldados se inquietan, César. Se rumorea que atacarás a Ariovisto.

—Si los helvecios han resistido la lucha diaria con los germanos, también nosotros lo conseguiremos. Y ahora mis legiones se han aguerrido. ¿Qué más quieres, Labieno?

—¡Un motivo plausible, César!

—No puedo ordenar a los helvecios que regresen a su hogar y dejarlos luego en la estacada. No puedo desoír el grito de auxilio de nuestros aliados eduos. Y si no soluciono los problemas del norte, pronto los tendré en la provincia Narbonense. ¡Entonces los tendrá Roma!

—Se lo comunicaré a los oficiales —respondió Labieno—. Pero dime cómo piensas derrotar a Ariovisto. Sus jinetes son comparables a los helvecios. ¿Alguna vez hemos atacado a la caballería helvecia? ¡No! ¿Y quién te dice que los helvecios y los secuanos no nos darán también la espalda cuando ataquemos a Ariovisto?

—Porque atacaremos a Ariovisto con la caballería secuana y helvecia. Es en su propio interés.

—Entonces date prisa para que el Senado convierta en aliados a los helvecios. Si no, los tendrás en contra.

* * *

La disputa entre César y Ariovisto parecía degenerar en una amistad por correspondencia en toda regla. Ariovisto volvió a responder, comunicándole a César que era derecho del vencedor disponer del vencido a voluntad. También los romanos procedían así con el vencido. Ariovisto hizo hincapié en que él no daba órdenes al pueblo romano y que, por tanto, el pueblo romano tampoco tenía derecho a dárselas a él. Los eduos le debían un tributo puesto que habían probado suerte en la guerra y perdieron en la batalla abierta. César cometía una gran injusticia si pretendía mermar las rentas de Ariovisto. Por eso no les entregaría sus rehenes a los eduos, pero tampoco les declararía una guerra si cumplían con sus obligaciones anuales de pago. No obstante, en caso de que se negaran a pagar, de poco les serviría el título de «Amigos del pueblo romano». Y, ya que César le prevenía, él sólo quería recordarle que, por su parte, hasta el momento siempre había salido victorioso de la lucha. Ariovisto se mofaba diciendo que César podía probar suerte si le apetecía; entonces vería de lo que eran capaces con su valentía los invencibles germanos, los más diestros con las armas, los que no vivían bajo techo firme desde hacía ya catorce años.

La ira tenía a César fuera de sí. Aún no se había encontrado con hombre alguno que le hiciera frente con tamaño descaro. Leyó dos veces el escrito que yo le había traducido al latín con Wanda y me pidió que copiara literalmente gran parte del contenido en su escrito exculpatorio de aparición regular sobre la guerra de la Galia.

Añadió también unas cuantas quejas y peticiones nuevas de los eduos y las completó con protestas de los germanos tréveros. No sé si algún emisario trévero había hablado de veras ante César. En cualquier caso, yo no traduje esa conversación. Sé que Procilo ha conversado numerosas veces con mercaderes germanos que también han hablado ante César. Tal vez ellos le informaron de que en la orilla oriental del Rin se habían reunido numerosas tribus germanas dispuestas a cruzar el río en cualquier momento. Es posible. Sea como fuere, a la cabeza de éstos se hallaban dos hermanos: Nasua y Cimberio. Al parecer, tenían la intención de unirse a Ariovisto después de cruzar el Rin. No sé si era cierto. En cualquier caso, la noticia provocó una gran inquietud en el ejército de César. A fin de cuentas, los legionarios se encontraban en unos parajes salvajes y extraños, sin cartas geográficas ni bases de apoyo. Nunca se podía saber lo que esperaba tras la siguiente montaña: un puñado de salvajes en cuevas o una caballería moderna con armas desconocidas. César, como siempre, reaccionó al momento y ordenó la partida inmediata. A marchas forzadas nos dirigimos hacia Ariovisto. Mientras que los legionarios marchaban por lo general cinco horas al día, César ordenó de repente nueve horas. Incluso para mí, que sólo iba sentado a lomos de un caballo, esa marcha forzada era bastante agotadora. Mi esclavo, Crixo, que de algún modo parecía invisible pero siempre estaba ahí cuando se lo necesitaba, parecía haber llegado a leerme el pensamiento, y en un carro de vituallas que acompañaba a la caravana montó un cómodo asiento que consistía en cuatro triclinios puestos unos junto a otros. Fue un cambio bien recibido, ya que al tumbarme se me descontracturó la musculatura de las posaderas… Y no hace falta apuntar que en esas vías llenas de baches uno sólo puede tumbarse en un carro con el estómago vacío.
Lucía
me acompañaba. Allí estaba, temblando, mientras la baba le chorreaba en grandes hilos, entonces abrió mucho el hocico, se agazapó y vomitó un horror. A pesar de eso, prefirió seguir haciéndome compañía. Con nosotros avanzaba un sinfín de eduos, Diviciaco entre ellos. Quería demostrarles a sus hombres que las legiones romanas estaban a su servicio. Él, el eduo Diviciaco, liberaría del yugo a los celtas secuanos. Había regresado, con legiones romanas. En realidad, César le había ordenado acompañarlo para convencer también a los últimos de sus oficiales de que sólo realizaba esa guerra a petición del eduo. César estaba firmemente decidido a ganar la guerra en toda la línea.

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