* * *
Sólo tres días después, los agentes de César comunicaron que Ariovisto había partido con todas las tropas a ocupar Vesontio, la capital secuana. Por la tarde, César dictó un informe que le entregó a Balbo junto con los demás informes bélicos, y le pidió que regresara con ellos a Roma. Tenía que dejar bien claro por qué no podía dejarle Vesontio a Ariovisto de ninguna manera. A pesar de que se encontraba mucho más lejos de la provincia romana que antes, en Bibracte. Vesontio disponía de material de guerra y alimentos, y la rodeaba casi por completo un río, el Dubis. Allí donde no había río, unas escarpadas rocas se elevaban hacia lo alto, y habían sido convertidas en una maciza muralla fortificada. Por eso César avanzaba hacia Vesontio en largas jornadas. Una vez más había sorprendido tanto a sus oficiales como a sus adversarios.
Agotados, los hombres acamparon en el interior de los muros de Vesontio. César había reaccionado como el rayo, llevando a su ejército a la posición adecuada con una rapidez increíble. Lo que aún no había conseguido, sin embargo, era hacerles entender a sus extenuados soldados que aquella guerra era de ellos, que no era la guerra privada de César.
Los hombres estaban del todo exhaustos y agitados. Muchos se quejaban de ampollas en los pies, dolorosas rozaduras en la cara interna de los muslos y desolladuras sangrantes en los hombros. Eran pequeñas heridas, pero dolían sobremanera al marchar. Muchos daban rienda suelta a sus penas a la menor ocasión. A pesar de que nadie quería admitirlo, a muchos les disgustaba acampar dentro de un
oppidum
celta. ¿Dónde quedaba el reposo si había que dormir con un ojo abierto? Los galos eran por completo imprevisibles. Sin embargo, para anticiparse a Ariovisto, César tenía que ocupar el
oppidum
. Para los centuriones, mantener la disciplina resultaba cada vez más difícil. Era imposible mantener apartados a los legionarios de la población y lo mismo daba si los soldados iban a comprar huevos, a callejear por los mercados o a divertirse con jóvenes secuanas en las posadas, que todos volvían blancos como una sábana. Por doquier no se hablaba más que de los germanos, que eran fuertes como osos y, según contaban, pernoctaban desnudos en tenebrosos bosques, alimentándose de carne cruda. Aún no los había vencido nadie; decían que eran como bestias gigantescas creadas por los dioses para castigar a la humanidad y, aunque se los atravesara con los
pila
, seguían luchando hasta aplastarle las costillas al adversario. Sí, por mucho que les cortaran la cabeza, seguían riendo de forma tan estruendosa, ronca y honda que uno se despertaba por la noche a causa de las pesadillas y no podía comer nada durante días. En las cantinas, algunos viejos galos que ya habían luchado contra los germanos se veían asediados como los aurigas victoriosos en Roma. Todos escuchaban cautivados sus relatos, prestaban atención a sus palabras como murciélagos hambrientos, contemplaban con la carne de gallina cuando se disponían a hablar mirando al vacío como si estuvieran petrificados.
—Sí —explicaban—, me encontré con ellos varias veces, es cierto, pero no podíamos soportar siquiera la penetrante mirada de sus ojos… —Un murmullo llenaba entonces la sala y alguien mandaba al dueño que trajera otra jarra de tinto.
Wanda y yo no teníamos auténtico miedo. Las noches eran nuestras. Apenas acababa yo con el trabajo del despacho, me apresuraba a nuestra tienda, donde ella me esperaba. Casi siempre estaba ya desnuda bajo las pieles. Yo me quitaba la ropa de encima y me hundía en los brazos de mi amante. A veces nos amábamos con cariño y suavidad, a veces con fogosidad y desenfreno; en ocasiones Wanda se sentaba encima de mí y me sostenía por las muñecas, y en otras abría las piernas y me rodeaba la espalda, se sentaba en la mesa o me ofrecía las nalgas. En esos momentos a mí me daba lo mismo que César estuviera en la Galia o Ariovisto en Roma. En los brazos de Wanda todo lo demás perdía sentido. Estábamos absolutamente locos el uno por el otro. Cuando notaba su lengua en mis labios, me olvidaba de todo cuando había entre Massilia y Roma. Por suerte nos habían alojado en el sector de los oficiales. Ellos tenían a sus esclavas consigo, o se hacían traer secuanas al campamento, de modo que no había ni celos ni envidias. Crixo se hizo el desentendido. Creo que, con lo astuto que era ese muchacho, sin duda tuvo numerosas oportunidades de divertirse con otras esclavas. No obstante, una noche gritó mi nombre.
—¡Amo! ¡Tienes visita, es importante!
Incordiado, me separé de Wanda y volví a besarle el pubis.
—¿Quién es? —pregunté con impaciencia.
—¡El caballero Publio Considio!
Era el tipo nervioso que aquella vez, frente a Bibracte, confundiera a los hombres de Labieno sobre la colina con los helvecios, por lo que no fue del todo inocente del asombroso desarrollo que tuvo la batalla. Al contrario que algunos de sus camaradas, sobrevivió a su castigo: vivir tres semanas fuera del campamento fortificado. Pero a fin de cuentas ese hombre había sido jefe de jinetes, de modo que me eché el manto de lana por encima y entré en la antesala.
Crixo esperaba con recato bajo el colgadizo y alzó la lona que cubría la entrada.
—¡Dice que es urgente, amo!
¡Y vaya si era urgente! Publio Considio apartó de en medio a Crixo y entró en la antesala.
—Escribiente, quiero hacer mi testamento ahora mismo. ¡Te pagaré dos denarios de plata!
Tenía los párpados oscuros y pesados, y el sudor a causa del miedo había creado una película sobre las arrugas de la frente. Me dejó algo sorprendido.
—¡Tres denarios! —siseó Publio Considio.
—Después me toca a mí —cuchicheó un legionario que ya asomaba descaradamente la cabeza entre la lona de cuero que protegía la entrada. Vi que frente a mi tienda había una multitud de figuras oscuras. A juzgar por los murmullos, cada vez eran más. Hice que Crixo me trajera una antorcha y suficientes rollos de papiro, y les advertí a cada uno de ellos que al día siguiente tenían que certificar el testamento con el jurista del campamento, Trebacio Testa. Hasta altas horas de la madrugada estuve poniendo por escrito la última voluntad de docenas de legionarios. Cada cual quería hacer algo bueno, tener presente a una persona a quien le había infligido un pesar o a quien había dedicado muy poco respeto y atención; ¡cómo no! En la posteridad debían recordarlo siempre como la mejor persona que jamás existiera entre el cielo y la tierra. A la vista de la muerte, se mostraban meditabundos, melancólicos y sentimentales por igual. Tal vez deba expresarme con mayor precisión en este punto; los legionarios no padecían ninguna enfermedad incurable, no, tenían miedo de Ariovisto. El valor los había abandonado, y se estaban despidiendo de sus familiares.
César se enfureció al enterarse, a la mañana siguiente, de lo que había sucedido aquella noche. Todo el que sabía escribir había visto interrumpido su sueño, y en todo el campamento ya no quedaba prácticamente un solo rollo de papiro sin escribir. En algunas tiendas se habían desarrollado auténticos dramas: jóvenes legionarios atacados por llantos convulsivos habían sido golpeados hasta quedar inconscientes por sus colegas, mientras que otros ya se habían precipitado a cortarse las venas.
Mientras César escuchaba los informes del prefecto del campamento, sacudía la cabeza cada vez con mayor desaprobación. Al final exclamó:
—¡Vaya mierda de ejército que tengo!
—Ocho legionarios han sobrevivido al suicidio…
—Véndales las heridas, haz que los azoten en público y que pasen dos días desnudos en la picota. ¡Y que sostengan una liebre en brazos! Después déjalos una semana a régimen de cebada.
La cebada era el habitual forraje concentrado que se empleaba para caballos y mulas; el que recibía cebada era públicamente humillado por haber mancillado el honor de la legión con su comportamiento. Estar desnudo en la picota con algún tipo de objeto ridículo era algo usual en la legión. Mientras el prefecto del campamento informaba del resto de sucesos de la noche anterior, un joven tribuno de guerra pidió audiencia ante César. El joven era uno de esos tribunos que descendían de familia ecuestre y tenían que servir uno o dos años en el ejército, por las buenas o por las malas, para así hacer carrera en Roma. Mientras que unos, con el tiempo, se convertían en acérrimos defensores de la vida militar y preferían el olor a ajo y coligas al delicado perfume de los senadores, la mayoría seguía siendo una panda de señoritingos que evitaban cualquier esfuerzo y que se daban aires aristocráticos incluso cuando defecaban en medio del campo. El joven que acababa de entrar pertenecía a estos últimos, y había sido íntimo amigo de aquel tribuno violado y asesinado por el esclavo Fuscino. Se llamaba Cayo Tulo y apestaba a perfume, tenía las manos suaves y delicadas por los ungüentos y la ociosidad, y la delgada banda púrpura que adornaba su limpia túnica estaba inmaculadamente lisa. Orgulloso, le pidió a César que le concediera un permiso; su padre estaba en el lecho de muerte.
—¿Tu padre está en el lecho de muerte? —preguntó César.
—Sí —respondió el joven tribuno con expresión de político—. Debo regresar a Roma lo antes posible. ¿Cuándo puedo partir?
—¿Y cómo sabes que tu padre está en su lecho de muerte? —preguntó César.
—Mi madre me ha escrito.
—Muéstrame la carta.
El tribuno se sonrojó, aunque enseguida se recompuso y alargó molesto el cuello.
—Por desgracia, César, ese escrito lo he… perdido. En el fuego. ¿No pondrás de veras en duda la palabra de Cayo Tulo?
—En el fuego… —repitió César—. Eso no importa, tribuno, lo cierto es que yo también he recibido carta de tu madre.
El joven tribuno no pareció sorprenderse en modo alguno. Con un ademán de la mano se limpió una mota imaginaria de la túnica, como queriendo expresar así que era intocable.
—Tu madre me ha comunicado en su carta que, por desgracia, tu padre ya ha fallecido. Debes quedarte aquí para defender el honor de la familia… ¡y comportarte como un hombre! —César gritó estas últimas palabras.
—¿Puedo ver la carta de mi…? Es decir, la carta que mi madre te ha escrito a ti, César.
—¡Esa carta también se ha perdido, tribuno! En el fuego. No lo creerás, pero se ha perdido en el fuego. ¡Y no querrás poner en duda la palabra de un Julio!
El tribuno se quedó allí plantado como un zascandil.
—Puedes marcharte, Cayo Tulo, pero nadie de tu familia le pedirá jamás un favor a un Julio. Y toda Roma lo sabrá. ¡Vete!
El joven tribuno estaba a todas luces turbado; ya no sabía bien cómo debía comportarse. Al final abandonó la tienda. En ese preciso momento unos legados entraron en la antesala, encabezados por Lucio Esperato Úrsulo, quien de inmediato tomó la palabra.
—César, en el campamento cunde el pánico. No sólo se lamentan los reclutas, sino también los legionarios experimentados. Y desde esta madrugada también los centuriones tiemblan de miedo.
—Tiene razón —lo secundó el legado Labieno—, la mayoría de los tribunos pide permisos. De repente, todas las madres y los padres de Roma están enfermos de gravedad, una auténtica epidemia. Incluso los oficiales de la caballería tienen el miedo claramente grabado en el rostro.
—¿Y cómo valoráis la situación? —preguntó César al tiempo que los miraba uno tras otro.
Al final, el tribuno senatorial Laticlavio dio un paso al frente.
—Me pregunto si tenemos… bastantes alimentos. Nos encontramos aquí, en medio del campo. Nadie conoce la zona ni dónde están los
oppida
más próximos, dónde podemos procurarnos provisiones… No se puede confiar en los galos, César, muchos hombres se preocupan por la intendencia.
Labieno rió con amargas carcajadas.
—¡César, lo que sucede es que muchos hombres te niegan la obediencia! Si das orden de partir, muchos legionarios se rebelarán. Será el fin definitivo de esta aventura gala.
—Haz que ajusticien a los cabecillas, César —sugirió el joven jurista Trebacio Testa.
—No —dijo Labieno riendo con burla—, habrá una rebelión. Los hombres saben que en Roma no los castigarán por ello.
—Sí —murmuró César—, yo confiaba en poder rehuir la política romana durante cinco años, pero veo que he arrastrado conmigo a todas las sabandijas y los intrigantes hasta la Galia. Están entre nosotros y, de igual forma que en su día obstaculizaron el ejercicio de mi consulado con su política de demoras, ahora me obstaculizan con la reticencia de los hombres a seguir la marcha.
Todos callaron, incómodos. Sin embargo, de pronto el joven Craso tomó la palabra por sorpresa. Era el hijo del gordo millonario que nunca había recibido honores militares, a pesar de haber sido él (y no Pompeyo) quien venciera en su día a Espartaco. En el ejemplo de su hijo se veía a las claras que para un ciudadano romano contaban más el honor y el reconocimiento que miles de millones de sestercios. Y es que el hijo de Craso era, al contrario que su padre, un legado y un estratega brillante que luchaba con una valentía inaudita, con un arrojo tan puro que incluso recordaba al celta.
—César —dijo el joven Craso—, los oficiales recibieron correo de Roma hace pocos días. Sus padres y amigos les han escrito que sólo tu ambición los lleva a esta guerra. Dicen que esta guerra no ha sido declarada de forma legal ni oficial. Dicen que toda Roma se ha vuelto en tu contra. Ése es el verdadero motivo de la rebelión. Por eso no se han tranquilizado los jóvenes reclutas que han vuelto asustados de las cantinas galas, sino que han avivado ese miedo para convertirlo en auténtico pánico. Roma te ha abandonado, dicen. Estás aquí a título de particular y ya no hay ningún motivo para seguirte. Ésos son los verdaderos motivos, César.
El joven Craso había demostrado su temperamento una vez más con este honorable discurso. César apreciaba el temperamento en un hombre, a pesar de que debía de desagradarle que todos supiesen ya lo que hasta entonces sólo unos cuantos habían murmurado entre dientes. César parecía estar considerando si el joven Craso había actuado por orden de su padre o no. ¿Estaba aquel joven a su favor o en su contra? Reaccionó como siempre, jugándoselo todo a una carta.
—Convocad a todos los legados, tribunos, prefectos y centuriones frente a mi tienda. ¡Dentro de media hora me dirigiré a vosotros!
* * *
—Soldados —exclamó César desde el elevado pedestal de madera que habían erigido ante la entrada de su tienda—, ¿quién os da derecho a indagar en nuestras intenciones o a reflexionar sobre el objeto de nuestra campaña? ¿Acaso os ha nombrado generales el Senado? Estoy aquí para hacerle una propuesta a Ariovisto. Y Ariovisto, de eso estoy seguro, aceptará esa propuesta, ya que aprecia el título que le otorgó el Senado. Es rey y amigo del pueblo romano. No obstante, en caso de que Ariovisto nos declarase la guerra por ira o por ofuscación, ¿qué deberíamos temer? ¿No confiáis en vuestro general? ¿Acaso no se midieron ya nuestros ancestros con ese enemigo cuando derrotaron a cimbros y teutones? ¿No se midió hace poco el gran Craso con ese enemigo cuando sofocó la rebelión de Espartaco? ¿No eran germanos y galos todos los esclavos a los que crucificó Craso? ¿Y no han vencido siempre los helvecios a ese enemigo en frecuentes luchas? ¡Los mismos helvecios que no han estado a la altura de nuestro ejército! Quizás el miedo de los galos os impresione, pero los galos están desmoralizados tras la larga guerra y no tienen generales de prestigio. —De forma irónica, César hizo hincapié en que Ariovisto era un cobarde que vencía más por artimañas que por valentía. También criticó a aquellos que escondían su miedo tras una aparente preocupación por la intendencia. A pesar de que les dio claramente a entender a los hombres que no les correspondía reflexionar acerca de nada, explicó de buen grado sus planes de abastecimiento y enumeró las tribus que le proporcionarían cereales. Por último, alzó aún más la voz y criticó lo que más lo había indignado—: ¡Legionarios! ¡Ésta no es mi guerra! ¿Acaso deberíamos retirarnos y esperar a que cientos de miles de germanos lleguen a la frontera de la provincia romana? No tenemos que combatir las llamas, sino el foco del incendio. Y por eso libramos aquí arriba, en el norte, una guerra defensiva. Por Roma y por el pueblo romano. ¡Legionarios! Esas habladurías de que al parecer queréis negarme la obediencia me dejan del todo indiferente. Sé perfectamente que todo general al que su ejército le niega la obediencia ha hecho algo mal, no ha tenido suerte o se ha dejado llevar por la codicia. ¡Pero mi desinterés ha quedado probado a lo largo de toda mi vida! ¡Mi suerte ha sido demostrada en la guerra con los helvecios!