—Druida, la decocción ya está fría —comunicó en voz baja el jefe de cocina mientras me sostenía discretamente por debajo del brazo.
Casi me había olvidado de ella. Di unos tambaleantes pasos hacia delante y me apoyé entonces en el tablero de la mesa, que se inclinó, haciendo que las copas y los vasos de bronce salieran despedidas con estrépito por la antesala. Caí cuan largo era y me llevé conmigo unas cuantas ánforas que estaban colocadas en soportes metálicos y se rompieron como huevos crudos al chocar unas contra otras. ¡Menuda tragedia para un amante del vino! La lana de mi túnica se empapó del zumo de uva rojo sangriento. Era como si alguien estuviera agitando la tienda; todo me daba vueltas. Ya sin energías, me quedé tumbado sobre un charco de vino. A mi lado estaba la copa; el vino que salía de las ánforas quebradas la había vuelto a llenar. Eso tenía que ser una señal de los dioses. Le hice un guiño al jefe de cocina, que contemplaba irritado aquel caos.
—Vierte la decocción en una jarra de barro. ¡Pero no derrames nada! Después añádele agua y falerno, y procura que las tres partes sean iguales.
El maestro cocinero pareció aliviado de que no mostrara intención de verterlo todo yo mismo. Marcó con su puñal el nivel de líquido de la copa y vertió por fin la decocción en una jarra de barro. Después llenó la copa con agua y falerno hasta la muesca grabada. Por último, ordenó a unos esclavos que se llevaran las ánforas, a buen seguro por mi bien. Entonces llegó el momento que yo no había esperado en absoluto: apoyado en el jefe de cocina, me condujeron a la parte posterior, la zona privada, de la tienda que ocupaba César. Éste seguía tumbado en el triclinio, como si lo hubieran apaleado, un brazo sobre la sien. Me habría gustado echarme junto a él y quedarme dormido, pero el jefe de cocina me sentó con cuidado en una silla y llenó una copa con mi creación. Sólo de pensar en ello me ponía enfermo; me dieron ganas de vomitar.
—César —susurró el jefe de cocina.
César estaba despierto. Se incorporó, tomó la copa y la vació en pocos sorbos, sin mirarme. Luego tendió la copa al jefe de cocina para que volviera a llenarla, y éste me miró interrogante. Asentí, a pesar de que no tenía idea de la cantidad que podía beberse del brebaje. En mi cabeza bullían los pensamientos. Con gran esfuerzo, intenté recordar lo que había mezclado en realidad. Por un lado me sentía de excelente humor, como un dios que coquetea con sus amiguitas en los campos de las nubes; por otro, la palabra clave «Fumix» no dejaba de rondarme la cabeza.
—Tráele un falerno al druida —masculló César mientras respiraba con dificultad.
El jefe de cocina me miró estupefacto y desapareció en la antesala. César volvió a tumbarse y cerró los ojos.
—Eres un druida extraño, Corisio —murmuró—. Mi
grammaticus
, Antonio Gripho, me explicó en su día que los druidas sólo beben agua y leche.
—Sí —intenté responder con voz clara—, eso es cierto, el vino para nosotros no es un placer sino un medio de curación. Lo utilizamos con fines de culto. Es evidente que también los druidas… eh… —Había perdido el hilo. Las últimas palabras, de todos modos, las había balbucido.
—¿También os bañáis en él? —preguntó César con una expresión de sufrimiento mientras arrugaba la nariz, asqueado.
Me alisé con desconcierto la túnica empapada de vino sobre las rodillas. El jefe de cocina trajo una jarra de falerno y me ofreció un vaso. El muy embaucador lo había diluido muchísimo, pero ya se había escabullido, para suerte suya. César rió para sus adentros y después dijo:
—Si lo he entendido bien, druida, no os hartáis de vino, os hartáis de remedio.
César rió entre dientes, con cuidado, como si temiera que a la menor sacudida se le agudizara el dolor de cabeza. Me bebí mi vaso en pocos tragos y contemplé con atención cada movimiento de su rostro; es decir, que me quedé sentado allí, como petrificado, cuidando de no caerme de la silla mientras observaba a César con la boca abierta. Él seguía estirado en el triclinio, con el brazo derecho sobre los ojos cerrados. ¿Se le pondrían los labios de color azul oscuro o se le retorcería antes la musculatura del cuello como una cepa reseca? ¿Le temblarían las manos y mostraría movimientos nerviosos o simplemente se orinaría, haciendo el tránsito al otro mundo sin ninguna alharaca? Tal vez incluso bramaría y llamaría a voz en grito a la guarda pretoriana, o perdería la razón y ordenaría la marcha hacia Britania. Yo ya tenía la lengua áspera y seca. Ansiaba frutas dulces y miel y agua fresca… Y aire fresco y un pequeño prado donde vomitar. Tenía calor y mi corazón latía como un tambor; sudaba por todos los poros, un sudor tibio y pringoso que apestaba a vino desabrido.
—Druida —dijo de pronto César con una desconcertante facilidad de voz. Se sentó en el borde del triclinio y me miró casi con alegría, sus ojos buscando de nuevo mi complicidad mientras su mano me tocaba la rodilla—: Druida, los dolores han abandonado mi cuerpo.
Medité si Fumix había experimentado también un sentimiento de felicidad y alivio poco antes de su horrible muerte, pero no lograba recordar nada semejante. Fumix había terminado como una rata, entre espumarajos y contracciones. Pero César estaba bien. Poco a poco empezaba a preguntarme muy en serio si la elección de las hierbas y la preparación desempeñaban papel alguno. ¿No decidían los dioses de todas formas según su discreción y juicio? ¿O no era yo más que un deplorable diletante que quería serlo y saberlo todo, y por eso no dominaba nada de verdad? ¿O acaso me amaban tanto los dioses que no aceptaban mi sacrificio y por eso dejaban vivir también a César? Esta variante, por supuesto, no estaba nada mal y daba mucho juego, podía torcerla pero de nada servía. En lo más profundo de mi ser me sentía avergonzado y humillado por los dioses. En ese momento lo que me apetecía de veras era llorar, y vomitar.
—Creo —bromeó César— que hasta tus dioses están de mi lado.
Me había tomado de la mano derecha y la apretaba casi con cariño. César me acariciaba con afecto el dorso de la mano y me sonreía agradecido; mis sentimientos y sensaciones me desconcertaron. Era como si en ese momento César me perdonase todo lo que antes le había recriminado. ¿Me habían humillado mis dioses para que les diera la espalda en un arrebato de furia? ¿Me habían menospreciado con el fin de que le abriera solícitamente mi corazón a César? No lo sé. Sin embargo, recuerdo que me incliné un poco hacia delante y le tomé la mano entre las mías. Por fin me había convertido en el druida de César.
Estaba orgulloso de haber encontrado el reconocimiento del general; en Roma, algunos habrían dado millones de sestercios por ello. César me soltó la mano y se levantó. Parecía que una lluvia invisible se hubiera llevado todos los dolores. La gran confianza que acababa de reinar entre ambos volvió a convertirse en la sobriedad del general ambicioso que sólo tenía ojos para su egoísta objetivo. Sin embargo, me pareció que algo había quedado en mí. ¿Un sentimiento de lealtad? No lo sé. Estaba bastante confuso y a lo mejor también algo borracho, eso seguro.
—El primer año en la Galia ha concluido. Ése será el primer libro. Quiero terminarlo esta noche y enviarlo mañana.
Sobresaltado, enarqué las cejas intentando encontrar pluma y rollos de papiro a la desesperada. La tienda parecía moverse como una balsa en alta mar. Los contornos y los colores se desdibujaban en un espectáculo grotesco y la luz titilante hacía aparecer sobre mi escritorio bailarinas extáticas que proyectaban sus trepidantes sombras salvajes sobre los rollos de papiro; ansiaba de veras un pequeño prado. César desenrolló un rollo de papiro escrito delante de mí y me puso un estilete en la mano. A pesar de que hacía días que no habíamos trabajado en ello, el procónsul lo seguía teniendo todo presente y continuó sencillamente con el dictado:
—«Cayo Valerio Procilo, a quien los guardias arrastraban en su huida con una cadena triple, cayó en manos del propio César cuando éste los perseguía con la caballería. Y esa circunstancia no le causó a César alegría menor que la victoria misma.»
Me sorprendió que César mencionara nuestra liberación. ¿Quería expresar con ello que tenía en estima el bienestar de cada persona? Por supuesto, para mí ésa no era la cuestión central. Me maravillaba que César mencionase a Procilo pero no a mí, y que en cambio me escogiera a mí para escribirlo y no a Procilo. Creo que también para un romano sólo el rescate de un noble merece ser mencionado. Tal vez deseaba asimismo terminar con la intimidad que había reinado entre nosotros.
—«Así, en un solo verano había concluido César dos guerras de gran importancia y mandó, por tanto, que su ejército estableciera junto a los secuanos el campamento de invierno antes de la estación, y otorgó su mando supremo a Labieno. Él mismo se trasladó a la Galia citerior a celebrar audiencias.»
Alrededor de la medianoche encontré al fin el tan anhelado pedazo de hierba al aire libre. Crixo me trajo agua limpia y fría, y una túnica nueva. Cuando regresé a mi tienda a altas horas de la madrugada, César ya había abandonado el campamento en dirección al sur. Wanda se tomó a mal mis aventuras. Intenté explicarle las obligaciones de un druida, pero ella me trató de borracho y afirmó que no serían las legiones de César las que someterían a la Galia, sino el vino romano. Guardé silencio. Creo que ya comenté hace bastante que algunas esclavas sermonean a sus amos.
—Haré que te azoten por ello —murmuré mientras perdía la conciencia, o bien me quedé dormido por el excesivo esfuerzo culinario.
El campamento de invierno se construyó a continuación del
oppidum
de Vesontio. Para los legionarios, apenas se diferenciaba de los habituales campamentos itinerantes. Seguían durmiendo en grupos de ocho en humildes tiendas de cuero de cabra y ternero con el techo cubierto con paja. Alrededor de la tienda se cavaban pequeñas fosas para que el agua de la lluvia no se estancara. Los oficiales recibían barracones de madera, los legados incluso con calefacción de hipocausto. Por mandato especial de Cayo Oppio y Aulo Hircio, el prefecto del campamento me había hecho construir también a mí una barraca con calefacción. En la secretaría hacía tiempo que se habían dado cuenta de que los músculos se me endurecían tanto con el frío y la lluvia que mi caligrafía ya no era suave y fluida, sino renqueante e ininteligible.
Los barracones ofrecían otra ventaja más: la luz. Mientras que las humildes y opacas tiendas de cuero eran oscuras como la noche, en las barracas de madera disponíamos de lámparas de aceite.
* * *
Casi cada mes le escribía una carta a Creto y lo mantenía informado. Yo esperaba con ansia saber algo de él en primavera, pero Creto guardaba silencio.
—Wanda, ¿dónde crees que estará?
—¿Creto? No lo sé, amo. A lo mejor estaba en el campamento de Ariovisto y falleció en la batalla.
—A lo mejor, aunque a lo mejor no. Siempre es igual. Me atendré al contrato, saldaré mis deudas y después viajaré a Massilia.
—¿Aún haces planes, amo? Eso les divertirá a tus dioses. ¡A lo mejor los dioses de César te convierten en ciudadano romano y quién sabe si luego en senador! —Wanda me miró, radiante.
—De joven siempre soñaba con dirigir un gran comercio en Massilia y dejarme mimar por esclavas nubias…
—¿Quieres esclavas nubias? —preguntó con evidente disgusto.
—Sí —bromeé—, pero antes te regalaré la libertad, Wanda.
—¿Es eso cierto, Corisio?
Otra vez me llamaba Corisio. La estreché entre mis brazos.
—En el fondo, tú también eres un esclavo. Eres esclavo de tus deudas, de Creto y a veces también de tu esclava —soltó Wanda mientras se quitaba la túnica por la cabeza y se le iluminaba el rostro como sólo les sucede a los enamorados—, pero nos va bien.
Ella llevaba razón. Teníamos un alojamiento cálido, suficiente comida, yo ganaba un sueldo bastante considerable y a veces tenía semanas enteras a mi libre disposición, que me permitían ocuparme de los asuntos de Creto. Investigué los mercados de Vesontio, las cantinas y las tascas, y las largas noches invernales las pasaba entre los brazos de Wanda. Anotaba con esmero todo cuanto se producía y vendía allí, anotaba el mayor y el menor precio exigido, confeccionaba listas de productos demandados pero que apenas se ofrecían, escribía los nombres de los mercaderes y de sus productos, los nombres de las pequeñas fábricas, y no fue una sorpresa desagradable volver a constatar que en la Galia prácticamente todo se podía cambiar por vino romano. Sí, también en Vesontio los druidas bebedores de leche decían que los romanos no conquistarían la Galia ni con la espada ni con la zapa, sino con su vino. ¡Como si algunos de los nuestros no hubieran perdido la cabeza antes de la invasión de los romanos bebiendo esa melosa cerveza de trigo! Para un amante del vino como yo, los reproches de los druidas eran, por decirlo con buenas palabras, algo subjetivos. Como celta debo admitir que el vino romano está por encima de nuestra cerveza de trigo. Aulo Hircio era incluso de la opinión de que los colonizadores, desde tiempos inmemoriales, deleitan a los indígenas con sus bebidas embriagadoras. En cualquier caso, yo jamás he equiparado la importación del vino romano con urentes enfermedades venéreas, sino que la he considerado un regalo de Mercurio, el dios del comercio. Lo cierto es que en los mercados no podíamos comprar falerno, pero sí los ingredientes para obtener un buen vino condimentado: caldo blanco de resina griego, miel, pimienta negra, hojas de laurel, azafrán y dátiles. Allí donde los legionarios acampaban más de unos pocos meses, en los mercados autóctonos se intercambiaban productos y alimentos romanos, siempre que las vías fueran transitables. En diciembre y enero, el hielo, la nieve y el barro impedían el transporte, de modo que quien no se hubiera abastecido aún como es debido de vino de resina, a finales de año ya no tenía más vino condimentado que ofrecerles a sus huéspedes. Y Wanda y yo teníamos huéspedes a menudo: los oficiales de la secretaría de César, legionarios que querían escribir cartas a su casa, o Úrsulo, el
primipilus
, que por lo visto estaba loco por mí. Así que aprendí, bajo la dirección de Crixo, a preparar un perfecto vino caliente con especias; ese brebaje poco tiene que ver con un falerno de seis años, desde luego, pero basta para soportar la compañía de oficiales romanos durante toda una velada.
—Trebacio Testa —bromeó una noche Cayo Oppio mientras estábamos en la barraca con algunos oficiales—, si César ya ha terminado aquí, en la Galia, necesitará legiones de juristas que le salven el pescuezo en Roma.