—No —dijo—, escribe que de sesenta mil nervios sólo han sobrevivido quinientos. Creo que Roma quiere la cifra de quinientos supervivientes.
—¿Roma? —apunté al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Más bien presumo que quieres ocultar la ganancia de cuatro mil quinientos esclavos.
—¿Qué te importan mis deudas, druida? Cuando en la posteridad se hable algún día de mis hazañas, no me juzgará por mis deudas sino por mis victorias.
Mientras seguía dictándome el segundo libro de la guerra de la Galia, César recibió la notificación de que un ejército celta había tenido intención de acudir en socorro de los nervios. Eran atuatucos, que se habían atrincherado en su plaza fuerte al enterarse de la exterminación de los nervios. César mandó que Mamurra hiciera avanzar pabellones de asalto y torres, y los atuatucos, que el día anterior aún se rieran de los legionarios de Roma por ser unos enanos, se entregaron sin resistencia. Más de cincuenta mil fueron vendidos como esclavos. César ya planeaba la campaña militar para el tercer año de guerra.
* * *
—¡Soldados! —exclamó el general al comparecer ante sus legiones con motivo de una gran fiesta en el campamento—.
Gallia est pacata
!
¿Que la Galia está pacificada? Bueno, no del todo. Pero los soldados vociferaron su «
Ave Caesar
» al cielo como si quisieran que los dioses se fijaran en su general.
—¡Soldados! Me habéis seguido hasta estos parajes, hasta esta tierra bárbara que ningún cartógrafo romano registró jamás. Nos hemos encontrado con tribus salvajes que nos han recibido como extraños y enemigos. Cualquier otro ejército habría retrocedido ante ellos, pero vosotros os habéis mantenido firmes. Habéis derrotado a los helvecios, enviándolos de vuelta a su hogar, habéis derrotado a los germanos, obligándolos a retirarse al otro lado del Rin, habéis derrotado a los belgas, convirtiéndolos en aliados, y en estos momentos los mensajeros urgentes del legado Publio Craso informan de que ha logrado una derrota aplastante sobre las tribus salvajes de la costa con la legión séptima. ¡También los vénetos y los otros pueblos salvajes del mar han sido derrotados! ¡Se han sometido a Roma!
Gallia est pacata
!
Los legionarios jaleaban y golpeteaban los escudos con los
gladii
.
—Soldados, en la Galia hemos conseguido ricos botines: toneladas de oro y plata, armas y joyas, decenas de miles de esclavos. No obstante, no he luchado por conseguir todos estos tesoros y riquezas para mí, sino para Roma. Nada de ello lo reclamo para mí. El favor de los dioses me es suficiente agradecimiento. Por eso les he indicado a los centuriones que repartan la mitad entre vosotros. Puesto que sois vosotros los que habéis sometido a los salvajes bárbaros con vuestro valor, vuestro coraje y vuestra sangre, por el bien de Roma. ¡No ha sido el Senado el que ha pacificado la Galia, sino vosotros, los soldados de César!
La exaltación de los legionarios ya no tenía límites. No sólo seguían vociferando «
Ave, Caesar
», sino también «
Ave, imperator
», lo cual significaba que pedían una marcha triunfal en Roma para su victorioso general. ¡Una marcha triunfal, ésa era la coronación de una campaña militar victoriosa! Cualquier hazaña, por muy grande que fuera, se desvanecía si no era públicamente declarada, reconocida y festejada.
* * *
Cuando me llevaron a la tienda de César en mitad de la noche, lo encontré tumbado sobre la tierra húmeda; sufría fuertes contracciones y se retorcía como un gusano en agua de vinagre mientras le salía espuma blanca de la boca. Entre los dientes tenía un trozo de madera, la
vitis
de un centurión. Sus ojos oscuros estaban abiertos como platos, implorantes, gritándoles su sufrimiento a los dioses. Sin embargo, de sus labios no salía ni una sola palabra; ni un solo sonido quería escapar de ese cuerpo contraído. Era como si los dioses lo hubiesen convertido en su juguete.
Yo llevaba conmigo la bolsa de cuero en la que guardaba las hierbas secas, porque me habían dicho que César yacía en su lecho de muerte. Pero no era así. Envié de inmediato a por agua y vino, y comencé la rápida preparación de una tintura. Empleé una hoja de muérdago desmenuzada, con mesura, ya que el muérdago puede matar como lo había hecho con el druida Fumix. Sin embargo, también puede curar. Por otro lado, apenas tiene efecto alguno cuando en el cuerpo de una persona se generan olas espumosas, aunque ayuda a las demás hierbas que apartan el viento de las velas del barco que lleva al otro mundo.
A continuación le administré la espesa decocción. Por supuesto, podría haberlo matado. Habría sido fácil. No creo que me hubiesen crucificado siquiera. El
medicus
no conocía los poderes del bosque, y sabía que las personas que escupen espumarajos son llamadas al lado de los dioses. No, no creo que hubiesen sospechado siquiera de mí. Pero yo no quería matar a César, sino curarlo y salvarlo, igual que él me había salvado en la batalla contra Ariovisto. Los celtas tenemos como obligación compensar una cosa con otra. Pero no sólo por eso salvé a César. Lo ayudé porque era su druida.
Poco a poco se le fue relajando la musculatura; los párpados cayeron, abatidos por el cansancio.
—Dejadme con el druida —murmuró César.
Todos suspiraron, contentos y agradecidos, y me dejaron a solas con él.
—¿De qué se trata, druida?
Callé.
—¿Me pasará cada vez más a menudo?
Callé.
—Habla, druida, ¿qué sucede si me pasa más a menudo?
—Le pondrán tu nombre a ese mal, César.
César abrió los ojos y sonrió. Con cuidado me tomó del brazo y lo agarró con fuerza.
—Son los dioses, ¿verdad?
—Sí —repliqué—. Gozas de su favor, pero crees que tienes derecho, como
pontifex maximus
, a saquear sus templos y objetos sagrados. Así como en Roma tienes amigos y enemigos, también entre los dioses tienes amigos y enemigos. Por tanto, guárdate, César. Ningún celta osaría hacer lo que has hecho tú. Los estanques sagrados en los que hemos hundido nuestro oro no son secretos para nosotros, puesto que ningún celta se atrevería a tocar la propiedad de los dioses.
—¿Y si alguien lo hace de todos modos?
—Recibe un horrible castigo.
—Le arrancáis la piel y lo ponéis en salmuera…
—No, César, la muerte no es castigo. El que se apodera de la propiedad de los dioses queda excluido de por vida de los servicios divinos. Eso es mucho peor que cien muertes.
—Yo disfruto de la protección de los dioses, druida. Por eso puedo permitirme lo que a ningún celta le estaría autorizado.
—También yo disfruto de la protección de los dioses —le advertí.
No obstante, César no lo interpretó como una amenaza. Se incorporó y me agarró la mano.
—Druida, ¿es cierto que tenéis dioses que nacieron como personas corrientes?
Asentí con la cabeza.
César parecía meditabundo. A continuación enarcó las cejas, desconcertado, y dijo:
—Quién sabe por qué nos habrán reunido los dioses.
Abrió un arca guarnecida con herrajes de hierro y aplicaciones de bronce, tan grande que una persona se hubiera podido esconder allí dentro sin dificultad. Sacó dos pesadas bolsas de cuero y las puso sobre la mesa.
—¡Ábrelas, druida!
Abrí una de las bolsas. Estaba llena de pesadas monedas de oro. Eran acuñaciones recientes de la capital.
—No es oro robado —dijo César sonriendo—, es oro romano. Es tuyo, druida.
Lo miré con escepticismo. Me estaba ofreciendo una auténtica fortuna.
—Te lo agradezco, César —dije.
—He oído que todavía tienes deudas con un mercader de Massilia…
No pude evitar reír; a fin de cuentas, César había sido uno de los hombres más endeudados de Roma hasta hacía poco. ¿Acaso le había deparado eso noches de insomnio? ¿Cómo es que se preocupaba por mis deudas?
—Sí —admití—, pero según el contrato no puedo saldar mis deudas de una vez, sino cada año una pequeña suma. Así lo quiere Creto. De ese modo sigo en deuda con él y me veo obligado a estar a su servicio.
—Dentro de unos años —rió César— te será muy fácil comprar el comercio de Creto en Massilia. Tendrás esclavas nubias a tus pies, y tu tobillo izquierdo lucirá una media luna.
Me sorprendió escuchar eso de boca de César. Era la profecía que ya le había oído al druida. En ese momento, mientras sostenía en las manos el pesado oro, llegué a creer de veras que César no sólo ostentaba el título de
pontifex maximus
, sino que a lo mejor descendía de los dioses. Le agradecí mucho que no me ofreciera oro celta profanado. César me había convertido también a mí en un hombre rico. A través de él había encontrado respeto y reconocimiento no sólo en la sociedad celta, sino también en la romana. No creo que jamás hubiera llegado tan lejos dentro de la comunidad celta. Sin duda Santónix había sido un hombre sabio y bienintencionado conmigo, pero ¿qué otro noble celta habría apoyado mi nombramiento como druida? Ni siquiera Veruclecio, y de Fumix mejor no hablar. Tampoco hay por qué mencionar a todos esos nobles príncipes que nos arrebatan de las manos la última hogaza de pan ni a sus arrogantes y autocomplacientes hijos. Quiero ser justo. En un principio le había deseado con todas mis fuerzas la muerte a César, pero lo que me ofrecía él no me lo había ofrecido ningún celta antes. Hablo de respeto, estima, poder y conocimientos. También de dinero.
Por fin tenía la posibilidad de comenzar mi tan ansiada carrera comercial con un pequeño capital inicial. Estaba al servicio de César y de Creto, y por eso podía dedicar sin problemas el oro que me regalaba el procónsul a la compra de mis propias mercancías.
* * *
Junto con Wanda y Crixo visité los mercados del norte, llegando a la conclusión de que no debía comprar alimentos perecederos, como morcillas y salchichas galas, sino productos duraderos de valor fijo y que no abundasen en el sur, para asegurarme así grandes beneficios. Mi elección recayó en la sal y el ámbar. El
primipilus
, de hecho, había mencionado en cierta ocasión que existía una ruta del ámbar, la cual discurría de norte a sur por algún punto más al este, pero no lo sabía con certeza. En cualquier caso, estaba decidido a comenzar mi carrera comercial con sal y resina conífera.
Nos informamos de dónde se hallaban los puestos de los mercaderes de ámbar; solían ubicarse al borde del mercado. Extraños mercaderes traían el ámbar de Oriente, desde el otro lado del Rin hasta la tierra de los belgas, y me sentí francamente orgulloso al acomodarme por primera vez frente a uno de esos legendarios mercaderes de Oriente. Estábamos sentados delante de su tienda, sobre alfombras, con las piernas cruzadas. El mercader, igual que todos sus hombres, era mucho más pequeño que los celtas, y su rostro era más tosco, más salvaje, la piel como cuero oscuro, marcada por el sol y el viento, y untada con grasa de cerdo. Del labio superior le colgaba un fino bigote negro en largos mechones, y se cubría el pelo de la cabeza con un pañuelo lleno de manchas dispuesto a modo de turbante. Desprendía un fuerte olor a sudor rancio y pescado ahumado. Los belgas afirman que estos mercaderes de ámbar descienden de los jinetes orientales y que pasan la noche a lomos de su caballo. No sé si es verdad, puesto que no tuve ocasión de conversar con él. Señalé un trozo de ámbar marrón amarillento. El mercader asintió, se sacó un cuchillo del cinto y sostuvo la hoja sobre el fuego. Después presionó un instante la piedra con la hoja plana, a lo que los puntos recalentados cambiaron de color y desprendieron un humo blanco que olía como el incienso. Cogí la piedra marrón amarillento con la mano; pesaba al menos veinte
librae
. Yo estaba entusiasmado.
El ámbar es un mineral absolutamente fascinante. En principio no es más que resina de pino endurecida, pero es al menos tan antigua como los mismos dioses y ha llegado a hacerse tan dura como una piedra. Por eso en las gotas y en los pedazos de ámbar grandes como un puño no es raro encontrar aún insectos que ya no existen ni en el recuerdo de nuestros antepasados porque los dioses se hartaron de ellos. Deposité el trozo de ámbar delante de mis pies y saqué una moneda de oro de mi bolsa de cuero. Puse la moneda al lado del mercader y éste la tomó, la mordió dos veces y luego se la pasó a un ayudante que estaba detrás de él con una balanza de mano. Pesó la moneda y se la devolvió al mercader, que la tiró junto al trozo de ámbar al tiempo que sacudía la cabeza. Lancé una segunda moneda de oro, a la que siguieron otras más. Si quería hacerme con esa piedra de ámbar tenía que seguir tirando monedas al centro hasta que el mercader aceptara el contravalor en oro. Me sentí tremendamente orgulloso cuando al fin me tendió el pedazo con una sonrisa de agradecimiento. Sin embargo, eso no era más que el principio. Con mudos gestos de las manos me invitó a quedarme y me ofreció una infusión caliente. Sus hombres trajeron a rastras cajas de ámbar, que yo rechacé agradecido. Sin embargo el mercader sonrió con afabilidad al tiempo que señalaba mi bolsa de cuero. Dije que no. El mercader sonrió comprensivo y cogió su propia bolsa de cuero para sacar de ella diez monedas, ponerlas a continuación delante de mis pies y señalar la caja. Entonces comprendí que me quería vender la caja de ámbar por diez monedas de oro. Desde luego, aquél era el negocio de mi vida. ¡ Dónde iba a comprar yo una caja de ámbar por diez monedas de oro! Me introduje en el comercio con alegría. No obstante, mientras bebíamos la infusión en armonía, aunque más bien con parquedad de palabras, sus hombres aparecieron cargados con otra caja de ámbar. Por ésa, el hombre sólo quería cinco monedas de oro. Por supuesto, me molestó haber pagado tantísimo por la primera piedra de ámbar; sólo podía corregir ese error comprando también la segunda caja. Por suerte llevábamos suficientes bestias de carga, y después de comprar la segunda caja el mercader incluso me invitó a comer. No pude negarme, a pesar de que Wanda ya me castigaba con la correspondiente mirada; observó con agudeza que todavía queríamos comprar sal, y que era aconsejable hacerlo a la luz del día. Sin duda huelga decir que, después de la comida, compré una tercera caja de ámbar. El mercader debió de darse cuenta de que después de todas esas compras yo aún no estaba en la ruina, por lo que me ofreció pieles de oso negras y pardas. El precio era de lo más conveniente, así que no iba a decir que no. A pesar de que ya era tarde, aún conseguimos comprar unos cuantos sacos de sal procedente de salinas germanas; la sal también tenía un precio muy conveniente, como todo lo que había comprado ese día. Estaba entusiasmado con mi estreno como mercader. Sólo Wanda mostraba una expresión cada vez más preocupada. Crixo, responsable de las bestias de carga, no torcía un solo músculo, aunque yo estaba seguro de que tenía su propia opinión al respecto. Al fin, incapaz de callar más, le increpé: