—¿A qué estáis esperando entonces? ¿Por qué no tomáis el camino de las quebradas?
Nameyo salió de entre la oscuridad. Quería reprenderme porque no era asunto de un rauraco de diecisiete años dar consejos al gran Divicón. Pero Divicón le hizo una seña para que callara.
—Corisio —comenzó Divicón, arrastrando la voz—, comprendo a la perfección que César teme a los helvecios. Por eso ha reclutado más legiones. Pero si nos prohíbe atravesar su provincia, aceptaremos su decisión y tomaremos el otro camino. Es su provincia.
—También os seguirá fuera de la provincia.
—Lo sé, Corisio. También los esclavos que escapan por la noche cruzando el río lo explican. En caso de que César llegue a atacarnos, otro río llevará el nombre de una humillación romana. No rehuiremos la lucha; estamos acostumbrados a presentar batalla al enemigo en campo abierto. Preferimos luchar contra seis legiones romanas que contra dos, pues ésa es una victoria mayor y más honorable.
Quedé perplejo. Había malgastado cinco denarios de plata y un tonel de cien litros de vino para nada. Rechacé agradecido la comida y la bebida que me ofrecieron. Nadie me dio las gracias por haberme jugado la vida. ¿Y por qué iban a hacerlo, si había sido totalmente innecesario? Intenté ocultar mi decepción como pude y salí de la tienda de Divicón enojado.
Fuera me esperaba Basilo. Intercambiamos una mirada radiante, como dos cometas celestes, y me acompañó de vuelta al río. Por el camino le expliqué todas las historias de Mamurra, Balbo, Cayo Oppio y Aulo Hircio, así como la impresión que me había causado César.
Mientras vadeaba el gélido río con el esclavo, Basilo me gritó:
—Corisio, ¿volveremos a vernos?
—Sí —susurré—, volveremos a vernos. ¡En este mundo!
De nuevo cruzamos el estrecho vado amparados por la oscuridad. En la otra orilla había un gran jolgorio; aquello parecía un recital de versos épicos alóbroges regado con cincuenta litros de vino de la tierra. A mi esclavo de pronto le entraron las prisas. Iba a incorporarme para informar a los alóbroges de nuestra vuelta cuando una lluvia de flechas abatió al esclavo de Creto.
—¡Malditos hijos de perra! —vociferé todo lo alto que pude—. ¡Soy yo, Corisio!…
Sin embargo, para mi sorpresa, montones de flechas volvieron a caer en el agua a mi alrededor.
—¡Soy el druida de César!
Me tumbé de bruces y busqué a rastras refugio tras el esclavo muerto.
—¡Taranis! —grité—. ¡Confina al siguiente que me dispare una flecha a las profundidades del mar y maldice hasta tres generaciones de su descendencia! ¡Prohíbeles la entrada al otro mundo por toda la eternidad!
—¡Basta ya, druida! —escuché que exclamaba alguien.
—Traed al druida a la orilla —gritó otro, el cabecilla del turno de guardia alóbroge—: ¡Serénate, druida, ha sido un descuido!
—¿Dónde está Silvano? —pregunté.
El alóbroge se me quedó mirando, angustiado.
—¿De verdad eres druida?
—¡Sí! —grité—. ¿Dónde está Silvano?
—Se ha marchado.
—Ayúdame a pasar por la maleza —le ordené al alóbroge.
Me tomó con cuidado del brazo y me ayudó sin dejar de hablarme:
—Retira tu encantamiento, druida, no ha sido adrede, te lo juro…
—¡Déjalo ya! —le increpé—. ¡Por todos tus descendientes!
—Pero, druida, perdónanos, por favor.
—Yo te puedo perdonar —siseé—. Pero ¿podrá perdonarte Taranis, bajo cuya protección me encuentro?
—¿Deberíamos ofrecerle un sacrificio? —sugirió dubitativo el alóbroge.
—Llévame al campamento de los mercaderes. ¡Pero a caballo!
Hubiese preferido pedir que me devolvieran el dinero, pero sabía que Taranis no lo habría aprobado. Un druida no debe amenazar jamás con los dioses para enriquecerse. De modo que hice que me condujera de vuelta al campamento de los mercaderes y me encargué de que ofreciera el resto del vino a los dioses del río, así como la cabeza de tres soldados.
Reconfortado, el alóbroge cayó de rodillas ante mí y me dio las gracias. Lo mandé marchar de mala manera, pues se agarró a mi rodilla de tal forma que casi me hizo caer.
En la tienda de Niger Fabio me tumbé, agotado. Wanda y el árabe me habían estado esperando con ansia. Apenas entré en la tienda, Niger Fabio le hizo una señal a un esclavo para que trajera la comida. Mandó servir pescado a la brasa con las tripas rellenas de cilantro y pasas. Como acompañamiento había una salsa picante, una mezcla de miel, vinagre y aceite, aliñada con pimienta, levística, comino tostado, cebolla y ciruelas damascenas sin hueso. Relaté mi espeluznante historia y devoré la comida con obstinación. Estaba deprimido, me había jugado la vida para ayudar a mi pueblo, ¿y qué hacían ellos? ¡Nada!
Niger Fabio ya se había dado cuenta de que entre Wanda y yo algo había cambiado. Sin decir palabra, en lo sucesivo le prodigó las mismas atenciones que a mí e hizo que fuese la primera en catar un amarillento vino blanco de Corfú al que habían añadido resina para su conservación. Hasta que no terminé de explicar la historia, no aparté la mirada de la comida. Vi que Niger Fabio y Wanda sonreían de oreja a oreja.
—Ya ves —dijo Niger Fabio— que para protegerte no basta con un solo dios.
Sin duda tenía razón. Tomé a Wanda entre mis brazos y la besé apasionadamente. Me sentía muy feliz de volver a estar a su lado. A ella mis caricias le resultaban casi un poco embarazosas en presencia de Niger Fabio; a pesar de que también me había añorado, estaba preocupada por no malograr mi reputación. Un druida celta no podía besar en público a una esclava. Sin embargo Niger Fabio era nuestro amigo protector e incluso
Lucía
se había acostumbrado a tumbarse a sus pies.
—¿Hoy no tienes huéspedes, Niger Fabio?
—No, amigo mío, ahora todos tienen muchos quehaceres. Cincuenta mil legionarios marchan hacia aquí. Eso ya no es un ejército, sino una ciudad bulliciosa. Si acampan más de un mes en algún sitio, en cien leguas a la redonda no se encuentran ni ciervos ni liebres, ni cereales ni pescado. Y si se quedan allí otro mes, en el suelo que rodea el campamento brotan como la mala hierba casas, mercados y almacenes de víveres. Cuando el ejército se pone en marcha, deja atrás una ciudad en pleno funcionamiento que vuelve a decrecer paulatinamente. Por eso, mi joven amigo, no tengo huéspedes hoy.
* * *
A la mañana siguiente le di dinero a Wanda para que comprara víveres y dos caballos de refresco. También le pedí que se recogiera el pelo con una
vitta
, una cinta de lana roja.
—¿Para qué, amo?
—Así los romanos te dejarán en paz.
—¿Por una cinta de lana roja?
—Bueno —repliqué con impaciencia—, llévate también a
Lucía
. Eso también servirá de algo.
No quería decirle que las romanas casadas lucían cintas de lana roja.
Cuando Wanda se marchó, le pedí a Niger Fabio agua limpia y permiso para cocinar yo mismo. Accedió a regañadientes, puesto que no es bueno que los esclavos vean que los amos realizan tales trabajos. No obstante, Niger Fabio me dio plena libertad y ahuyentó a los esclavos curiosos para que pudiese trabajar con tranquilidad.
—Por cierto —dijo también—, Creto ha preguntado por ti, busca a sus dos esclavos. Estaba bastante enfadado…
No tenía tiempo para pensar en Creto. Le compré a un mercader romano una mano de almirez, un mortero con pico y un odre sin usar, y después volví a la tienda de Fabio Niger. Con cuidadosos ademanes de principiante empecé a trabajar en el tosco mortero una hierba tras otra con la mano de almirez mientras el agua cocía delante de mí. Sólo dejé sin machacar el beleño. Mis amigos y familiares se habrían sentido orgullosos de mí, y deseé con todas mis fuerzas que estuvieran allí, viéndome. Me concentré en mi cuerpo, como me había enseñado Santónix, y sentí poco a poco el calor de mis músculos sin prestarle por ello menos atención a la preparación de la mixtura.
Cuando acabaron de cocer las hierbas, dejé enfriar el líquido y después lo vertí en un odre nuevo. A la mañana siguiente quería salir a caballo en dirección a Massilia y ponerme en contacto con los dioses en un lugar sagrado. Ellos me mostrarían el camino. Como me estaba preparando para un rito, no podía pasar la noche con Wanda. Quería decírselo en la pequeña tienda que Niger Fabio había puesto a nuestra disposición, pero cuando me arrodillé ante ella y le expliqué por qué no se podía estar con ninguna mujer en el intervalo entre la preparación de una mixtura secreta y la invocación a los dioses, me acarició comprensivamente los muslos hasta que me excité tanto que consiguió llevarme sin esfuerzo a su lecho de pieles. Debo admitir que no me atormentó la mala conciencia. Cuando Wanda me miraba, mordía el anzuelo como un pez, agitándome excitado y poseído sólo por el deseo de penetrarla. Cada uno de sus gestos me cautivaba y su voz me ponía feliz y contento, igual que un falerno bien conservado. Si a los dioses no les gustaba eso, tendrían que habernos hecho de alguna otra forma. Al alba nos quedamos dormidos, agotados y enredados uno con el otro.
* * *
Cabalgué solo hacia el sur y dejé a
Lucía
al cuidado de Wanda. Los celtas tenemos numerosos santuarios. Algunos constituyen auténticos centros de peregrinación que son conocidos, apreciados y visitados por poblaciones enteras, mientras que otros sólo los conocen los druidas. Sin embargo, en el fondo los dioses viven en todas partes; se los puede sentir al entrar en los bosques. Intenté concentrarme en el rito inminente, pero no dejaba de oír la voz de Wanda, oler el aroma de su cabello y sentir aún la humedad de sus muslos en mis manos. No sé si mis pensamientos pusieron demasiado a prueba la paciencia de los dioses, pero Wanda era como un espíritu que había anidado en mí y crecía como un hijo que se ha deseado con fervor. Ella era el espíritu del amor.
No pude evitar reírme de mí mismo al pensar en el inocente jovencito sentado bajo el roble de la granja rauraca, el que soñaba con llegar a ser el libro más grueso y apreciado de los celtas. ¡Dormir con Wanda era muchísimo más divertido! Por supuesto, estudiar los astros con la ayuda de cálculos astronómicos era sin duda interesante, pero ¿no era más fascinante estudiar con caricias el cuerpo de una mujer? Intentaba sinceramente librarme de esos traviesos pensamientos para que ningún dios malhumorado y aburrido se enfadase, pero no acababa de conseguirlo.
Al cabo de algunas horas de camino llegué a un pequeño lago de montaña. El sol estaba justo encima de mí y el agua resplandecía como pequeños espejos de bronce al sol, cristalina y limpia. En el fondo del lago relucían objetos metálicos. Sin duda, en el pasado se habían realizado allí numerosas ofrendas. Me quité los zapatos de cuero y me lavé los pies; después me limpié las manos. Me enojé por un instante al creer que había olvidado el verso adecuado. ¿No me había advertido Santónix acerca de los peligros del vino? ¿No era cierto que el vino afectaba a la memoria como un fuego que agujerea el pergamino?
Me arrodillé y levanté los dos brazos hacia el cielo.
—¡Oh, dioses! ¡Oh, Taranis, Eso y Teutates! Cuando fui engendrado, mi creador me dio forma de la fruta de las frutas, de las malvas y las flores de las colinas, de las floraciones de los árboles y los arbustos, de las floraciones de la ortiga. Fui hechizado por la sabiduría de los dioses y de sus hijos.
Abrí el odre con reverencia, bebí… y me quedé sin respiración. No sé si había pronunciado el verso equivocado o si había preparado mal la bebida. En cualquier caso, de inmediato sentí cómo los dioses penetraban en mí, me arrancaban el corazón de su sitio y lo lanzaban muy lejos. Fui arrastrado, floté en un arco elevado sobre los campos, que se sucedían cada vez con mayor rapidez y más colorido a mis pies, y escuché reír al tío Celtilo con tanta fuerza que los venados huyeron del bosque y los pájaros salieron despavoridos.
Había querido consultar a los dioses. Quería que me revelaran un atisbo del destino de mi pueblo. Sin embargo, en lugar de eso las colinas se convirtieron en pechos turgentes, los árboles parecían penes erectos y el lejano retazo de bosque hacia el que volaba era el palpitante pubis de una bárbara que se abría despacio, como un capullo. Advertí demasiado tarde que la corteza terrestre se partía debajo de mí, y que caía por una estrecha garganta cuyas paredes de granito estaban tan juntas que al paso me iba pelando como una cebolla.
* * *
Cuando volví en mí estaba tumbado y desorientado, con la cabeza hundida en mi propio vómito. Lo primero que me vino al pensamiento fueron las cebollas y el rostro colérico de Creto. Me encontraba tan mal que imploré a los dioses que me dejasen morir. Me sentía miserable y no podía dejar de vomitar. Tenía el estómago vacío desde hacía rato y ya arrojaba hiel, pero aun así los dioses no estaban satisfechos. Por Epona, ¿qué es lo que había hecho mal?
—No lo sé, druida —respondió una voz extraña.
Abrí los ojos y vi unas caras borrosas que flotaban como nubes a mi alrededor. ¿Estaba ya en el otro mundo? ¿Era el otro mundo tan parecido al nuestro?
—¿Celtilo? —pregunté, desconfiado.
—¿Qué le pasa a Celtilo? —dijo el extraño con tranquilidad.
—Celtilo ha muerto —murmuré.
Por un breve instante vi al extraño con gran claridad. Llevaba bigote, igual que los celtas, y tenía el pelo rizado, pero corto. Del cuello le colgaba la torques de oro de un noble. También la fíbula que le sostenía la capa de jinete era muy valiosa.
—¿Han matado a Celtilo los romanos? —preguntó el extraño.
No acababa de comprender a qué se debía el interés que mostraba por mi tío.
—No —dije con gran esfuerzo—, sabes muy bien que ningún romano ha acabado con Celtilo. Los bárbaros nos matamos entre nosotros.
Intenté mantener los ojos abiertos y ver con claridad, pero sólo lo conseguía durante breves instantes. El dolor que me atravesaba las sienes era demasiado intenso. En mi interior arreciaba una tormenta. Me sentía como si estuviese a punto de estallar en pedazos.
El extraño de pelo rizado me recordaba a un noble celta de las filas romanas. Allí se alzaba, orgulloso, rodeado de otros celtas que sin duda eran sus súbditos. No llegaba a los veinticinco años de edad ni mucho menos, pero ya poseía la autoridad de un jefe. Grande era el prestigio del que disfrutaba entre sus acompañantes, ganado seguramente en el campo de batalla. Se inclinó sobre mí.