César esperó hasta que traduje la última frase. Entonces levantó con descaro su barbilla blanquecina y puntiaguda y miró a Nameyo directamente a la cara. Toda su puesta en escena era una provocación. ¡Necesitaba una guerra con urgencia! Sólo mencionaba aquella antigua historia para hacer hincapié en lo peligrosos que eran los helvecios, aunque supiera muy bien que los acontecimientos de aquel entonces no eran ni mucho menos comparables a la situación actual. Pero eso no tenía importancia. A él sólo le interesaba vender los planes de sus propios intereses como defensa de Roma.
—Respetaremos las fronteras de la provincia romana y tomaremos otro camino —respondió Nameyo.
Aquello pareció decepcionar a César, y durante un momento quedó desamparado como un luchador que estuviera solo en la arena. Con todo, se recuperó al instante. Una sonrisa se deslizó sobre su rostro, pero no dijo nada.
Coléricos, los príncipes celtas dieron media vuelta a sus caballos y volvieron a recorrer el camino por el que habían venido. A mí me dejaron solo en medio de todas aquellas águilas y escudos rojos.
* * *
Esa noche no pude dormir. No hacía más que pensar en cosas que quizá podría haberle dicho a la delegación celta. Ciertamente había comunicado lo más importante y, sin embargo, debería haberles hablado más de César para que comprendieran qué tipo de adversario les esperaba en la otra orilla. Desde luego, la política interior romana no era un libro cerrado con siete sellos, pero podría haberles dicho más. Había visto sus ojos.
Wanda, que se había percatado de mi intranquilidad, propuso que fuéramos al río.
—No creo que tengas nada que reprocharte, amo —me tranquilizó mientras nos sentábamos en la orilla—. Los príncipes celtas saben muy bien que César sólo los ha retenido para conseguir más legiones.
Asentí y acaricié pensativo el lomo de
Lucía
, que se había hecho sitio entre nosotros. Al parecer había descubierto los celos.
Tampoco en el campamento de los helvecios quería reinar la tranquilidad. Algunos guerreros jóvenes estaban desnudos en la orilla e insultaban a los romanos. De vez en cuando uno saltaba al agua y nadaba hacia allí, pero como mucho a mitad del río, una lluvia de flechas silbaba hacia él y lo acribillaba. En el agua flotaban cada vez más cadáveres. Los centinelas romanos del dique no lograban comprender por qué esos jóvenes celtas desperdiciaban su vida sin sentido alguno.
—Corisio —susurró Wanda; cada vez que pronunciaba mi nombre, sin recurrir a formalidades, yo sabía que quería entregarse al amor. Y ya casi siempre sólo me llamaba «Corisio».
A primera hora, en la otra orilla lanzaron al agua unas balsas que algunos celtas habían construido por la noche. Intentaban atravesar el río protegidos por una barrera de escudos y tuvieron más éxito que los nadadores desnudos, aunque en cuanto estuvieron a un tiro de piedra de la otra orilla los proyectiles romanos llovieron sobre las balsas. Algunos celtas, apenas llegaban a la mitad del río, lanzaban al agua la barrera de escudos y se presentaban desnudos ante los legionarios romanos, jactándose de su sexo mientras se aporreaban el pecho con los puños y alababan las valerosas hazañas de sus antepasados. La mayoría de ellos perecían atravesados por flechas cretenses, y el que alcanzaba la orilla era derribado con los
pila
. Los romanos, que apenas entendían una palabra de todos aquellos insultos, debían de tener la impresión de enfrentarse a animales salvajes.
—¿Por qué van desnudos? —preguntó una voz. No oí llegar a Aulo Hircio.
—Creen que así se recibe multiplicada la ayuda de los dioses —respondí. Por alguna razón aquello me resultaba embarazoso, ya que toda persona sensata sabía a la perfección que una cota de malla era más segura que la piel desnuda. Y que un pene no era un
pilum
.
Aulo Hircio se sentó junto a mí y contempló la extraña actividad que se desarrollaba en la otra orilla.
—¿Por qué no avanzáis por el río en grupo y con disciplina?
—No sé si puedes entenderlo, Aulo Hircio, pero lo que ves ahí no es una acción militar. Son jóvenes celtas que quieren impresionar a sus chicas; es un deporte y no la guerra.
—Pero de esa forma ya habéis perdido esta noche a mucho más de cien guerreros —replicó, al tiempo que sacudía la cabeza sin comprender nada.
—Perdido… No, Aulo Hircio, en realidad no los hemos perdido. Han entrado en el mundo de las sombras, ¿comprendes? Mañana mismo pueden volver a nacer como liebre, caballo, jabalí o águila. O como persona.
Aulo Hircio me miró con escepticismo y luego volvió a dirigir la vista hacia la otra orilla.
—¿Pero a qué estáis esperando? ¿A las legiones de César?
—Eso podría parecer —dije—. Yo daría marcha atrás a lo largo de la orilla derecha y tomaría el rodeo de las quebradas entre el Ródano y el Jura. Así también llegaríamos a la costa oeste.
—Pero el camino es fatigoso y atraviesa la región de los secuanos y los eduos —replicó el romano.
No tenía ningún sentido debatir con él las posibles estrategias. De cualquier modo eran sabidas de todos y poco importaba la opción que prefiriese yo, puesto que no podía prever ni adivinar qué decidirían Divicón y sus príncipes celtas.
Pasamos gran parte de los días siguientes en la orilla, Aulo Hircio, Wanda,
Lucía
y yo. De vez en cuando pensaba en Creto. ¿Cuándo regresaría? ¿Cómo iba a reaccionar? La compañía de Aulo Hircio supuso un grato cambio. Le expliqué gran cantidad de cosas sobre nuestro pueblo. A él le gustaba escucharme y me hacía muchas preguntas que lo intrigaban desde hacía años.
—¿Es verdad que en el norte se alzan unas espantosas colinas y que los inviernos son tan fríos que la gente muere congelada de noche y los supervivientes pueden marchar sobre los lagos porque están helados durante meses enteros, y que los vientos son tan fuertes que hasta los caballos salen volando? ¿Es cierto que a veces las nevadas duran días y sepultan a pueblos enteros bajo su manto blanco?
En efecto, en el mundo romano reinaban unas ideas de lo más extrañas sobre la tierra de los celtas. Gran parte de su conocimiento provenía de mercaderes charlatanes a quienes les gustaba adornar las historias. Respondí a todas las preguntas con tanta corrección y objetividad como me fue posible, aunque le sigo debiendo una respuesta. ¿Dónde terminaba el mundo? La tierra de los celtas y los germanos limita de un lado con el océano y del otro con bosques de los que todavía no había regresado nadie. Explicaban que en esos bosques vivían animales fantásticos, pero yo estoy convencido de que es el bosque de los dioses y que después de ese bosque no hay nada más. Allí termina la civilización. Y supongo que es parecido por todas partes. Presumo que en el oeste está el agua, en el sur los desiertos y en el este las colinas que llegan hasta el cielo. Allí termina el mundo.
Aulo Hircio, por el contrario, defendía la opinión de un sabio de Massilia, según el cual mares gigantescos rodean por los cuatro puntos cardinales el mundo habitado, aguas fantásticas en cuyo fondo, de una forma misteriosa, las tierras estaban ancladas como barcos. Aulo Hircio también me había hablado de unos griegos que sostenían que la tierra era redonda como una bola porque cuando un barco se hacía a la mar y se quedaba uno contemplándolo lo suficiente, desaparecía primero el casco y luego el velamen. De esta forma esos griegos creen demostrar que los océanos se doblan por todas partes hacia abajo. ¡Una idea fascinante! Aunque, si la tierra fuera una bola, lo cual no me quedó muy claro, ¿cómo es que los barcos regresan en lugar de caerse?
Las conversaciones con Aulo Hircio resultaban muy estimulantes y su compañía me proporcionaba la sensación de no estar por completo perdido en esa provincia romana. Hablábamos de asuntos profesionales y conversábamos días enteros sin sospechar que en aquellos momentos ya habían salido jinetes celtas para pedir al príncipe eduo Dumnórix que interviniera. Este debía convencer a los secuanos para que accedieran a la marcha de los helvecios por su región. Dumnórix era un enemigo declarado de Roma y, al contrario que su hermano pro romanos, el druida Diviciaco, gozaba de un aprecio extraordinario tanto entre su propio pueblo como entre secuanos y helvecios. Los lazos con los helvecios eran especialmente estrechos desde que Dumnórix tomara como esposa a la hija del príncipe helvecio asesinado, Orgetórix, aquel que planeó la emigración de los helvecios pero fue obligado a suicidarse a causa de su ambición por convertirse en rey. Esos clanes celtas enemistados unos con otros, siempre enzarzados en guerras y peleas, constituían el talón de Aquiles de la Galia. No éramos un imperio obediente y con organización central, sino pequeños bocados que podían devorarse de uno en uno sin problema. No obstante, en ese momento Divicón todavía llevaba las riendas.
Pocos días después, celtas eduos que deseaban congraciarse con la legión romana informaron de que los secuanos y los helvecios intercambiaban rehenes como garantía de una marcha pacífica.
* * *
Una mañana, Wanda me dijo que Creto volvía a estar en el campamento de los mercaderes. Quería zanjar el asunto y lo fui a buscar de inmediato. Wanda me acompañó. Creto nos recibió amistosamente, como siempre. Esperaba que me perdonase todas las deudas por pura amistad. El mercader cogió un rollo de papiro de la mesa y lo sostuvo en alto.
—¡Corisio —bromeó—, me alegro de que no te me hayas escapado al otro mundo! Te he ido a ver varias veces, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé. Siento mucho eso de tus esclavos…
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Creto mientras se golpeaba la mano izquierda extendida con el rollo de papiro.
Sabía bien que había tramado algo. Me senté en un triclinio y acaricié a
Lucía
, que había subido de un salto. Wanda estaba en un rincón, como una estatua, y esperaba nerviosa la propuesta de Creto. Sabía muy bien que en esa hora se decidiría su destino.
—El vino ya lo pagaste, Corisio, pero no me has devuelto los dos esclavos. —Creto sonrió con sorna, como si eso no le importara y más bien considerase un negocio la desventura de sus dos esclavos. De ningún modo me iba a dejar salir impune de ésa. Vacié sobre la mesa la bolsa llena de monedas cóncavas de oro celta que todavía no había cambiado a sestercios.
—Esto es todo cuanto me queda, Creto. Sabes que siento mucho lo de tus esclavos, pero no fue mi intención. No te los pedí para hacer negocios. Quería avisar a mi pueblo. Y si los dioses no me hubiesen dado esta pierna izquierda, seguro que no habría necesitado acompañamiento.
—Tienes toda la razón —contestó Creto—. Eso lo comprendo. Mereces mi respeto y mi compasión. No obstante, tenemos un contrato, jovencito. ¿De qué servirían los contratos si no se cumplieran?
De veras que no comprendía la conducta de Creto. ¿No me había abrazado como a un buen amigo al verme de nuevo? ¿No había sido amigo de mi tío Celtilo? ¿No había llegado a afirmar que me quería como a su propio hijo? Poco a poco, pero de forma implacable, iba adquiriendo conciencia de que mi olfato para las personas no estaba muy desarrollado.
—¿Qué propones, Creto? Lo siento mucho…
—Yo lo siento por ti, Corisio, pues según nuestro contrato ahora me debes mil ochocientos sestercios.
—¡Mil ochocientos sestercios! ¿De dónde voy a sacar el dinero?
—Nunca debes firmar contratos que no puedas cumplir en el peor de los casos. Son las leyes y también el riesgo del comercio. Si todas las transacciones comerciales reportaran dinero, todos los libertos se dedicarían a ello.
—Pero ¿qué hacemos ahora, Creto? ¡No tengo mil ochocientos sestercios! Estas monedas de oro son todo lo que me queda. La mayor parte la perdí de camino a Genava, en un temporal.
Creto se hizo el afligido. Después miró con inocencia a Wanda y levantó las cejas.
—¡De ninguna manera! —grité.
—Entonces no te queda más remedio que venderte como esclavo —replicó en un tono bastante acre.
—¿Has perdido el juicio, Creto? ¿Que me venda yo como esclavo?
Creto se había calmado de nuevo.
—Aquí nos encontramos en suelo romano e imperan las leyes romanas. A lo mejor encuentras a un cambista de plata que te preste dinero. Pero a él también tendrás que darle garantías. —Volvió a mirar a Wanda.
—¿Y cómo estás tan seguro de que tus dos esclavos no se han esfumado simplemente? ¿A lo mejor los tratabas mal? Y también tengo que decirte, Creto, que esos dos no daban la impresión de ser demasiado listos. Tal vez no encontraron el camino de vuelta. ¿Cómo has calculado esos mil ochocientos sestercios tuyos?
—Lo que señala nuestro contrato es irrevocable, Corisio. Aunque esos dos cabezas huecas sólo valiesen cien sestercios, nuestro contrato establece dos veces novecientos sestercios. Y no tiene ninguna importancia si se han esfumado o si los dos se han ahogado en el río. Nuestro contrato sólo dice que pagas en caso de que no regresen. Si quieres puedes salir a buscarlos…
—Lo haré —respondí con obstinación.
Necesitaba tiempo para pensar. Creto tiró nuestro contrato a la mesa y se sentó en el triclinio junto a mí, pasándome el brazo sobre los hombros.
—Joven amigo, no vamos a pelearnos por mil ochocientos sestercios, ¿verdad?
—Eso digo yo —contesté—. Pero si somos amigos tampoco deberíamos hablar de venderme como esclavo para saldar mis deudas.
—Corisio, siempre quisiste ser un gran mercader en Massilia. ¿Te acuerdas aún de cómo te expliqué los réditos de un carguero? ¿Lo recuerdas? Pides dinero prestado, compras seis mil ánforas con vino concentrado, alquilas un barco con tripulación…
—Ya sé, ya sé —repliqué, a la defensiva—. Los barcos tienen tres malas costumbres: o zozobran, o bien son abordados por piratas, o caen víctimas de las tormentas.
Le seguí el juego. A lo mejor así lograba que fuera algo más indulgente.
—¿Y qué pasa con las seis mil ánforas, Corisio?
—Se rompen por el camino, y las que no se rompen se las bebe la tripulación. Y las mil ánforas que bastarían para dar beneficios se pierden con el barco.
—Así es, Corisio, y siempre has dicho que esos riesgos te seducían. Si de veras quieres ser mercader, lo primero que debes aprender es a sopesar los riesgos y responder de las pérdidas. Ya entonces le prometí a tu tío Celtilo que haría de ti un mercader en caso de que vinieras a Massilia. Lo que aprendes ahora, Corisio, es la primera lección. Por eso insisto en que me pagues los mil ochocientos sestercios.