¡Y encima ese Creto pretendía camuflar su codicia como medida pedagógica! Siempre tengo tendencia a valorar a las personas demasiado al alza.
—Tienes tres opciones, Corisio: consigues el dinero de un cambista de plata, me vendes a tu esclava o entras en la secretaría de César y cobras los trescientos sestercios de cuota de contratación. —Hablaba completamente en serio.
—¿Qué voy a hacer con trescientos sestercios? —exclamé, desesperado.
—Con eso pagas los intereses —replicó Creto con objetividad.
¡Intereses! De veras que la codicia de ese hombre no tenía límites.
—En la secretaría de César ganaría trescientos treinta denarios de plata… mil trescientos veinte sestercios anuales, de los cuales necesito al menos entre siete y ochocientos para vivir. Me quedarían entonces aún seiscientos sestercios.
—En tres años me lo habrías pagado todo. —Creto era la calma personificada.
—¡Tres años por los dos esclavos más bobos de la República Romana!
—Sí —dijo Creto—, tienes razón. En un principio ambos quisieron ser mercaderes, se endeudaron y por eso tuvieron que venderse como esclavos; de hecho eran los dos esclavos más bobos de la tierra. Y si no llevas cuidado, Corisio, mañana tú serás el esclavo más bobo de Massilia.
Ya entendía la situación.
—¿Me dejas tres días para pensarlo?
Creto puso una cara teatralmente larga.
—Ya hace un buen rato que espero a mis dos esclavos. Pero en consideración a nuestra amistad te daré tres días de plazo.
Me deshice del abrazo de Creto y me levanté. Al primer paso, la pierna izquierda se me disparó sin control hacia delante y se torció hacia la derecha. Una vez más tropezaba con mi propia pierna. Wanda acudió de inmediato y me ayudó a levantarme. Me hubiese gustado apartar de un golpe los brazos que me tendía Creto.
—Algo más, Corisio. Ya hemos hablado alguna vez de que necesito a un hombre de confianza que acompañe al ejército de César. En la secretaría de César me harías un gran servicio, claro está.
Entonces se me encendió una luz: ¿Me había dado ese viejo zorro semejante susto para que me agarrara, agradecido, a cualquier cosa?
—Lo pensaré —dije.
Creto asintió con la cabeza.
—No es tan horrible. En el peor de los casos me daré por satisfecho con tu esclava.
—Conseguiré un préstamo —dije.
—¿De Niger Fabio? —preguntó Creto con una sonrisa.
No dije nada.
—Puedes intentarlo —murmuró.
* * *
Por la tarde, cuando regresamos a casa de Niger Fabio su tienda estaba rodeada por numerosos legionarios. Silvano salió enseguida y al vernos nos llamó con una seña.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté sobresaltado.
Me temí lo peor, ya que los esclavos de Niger Fabio estaban arrodillados detrás de la tienda con las manos atadas a la espalda. Silvano nos contemplaba con escepticismo y después apartó la lona de la entrada para que entráramos. Niger Fabio se hallaba tumbado en el suelo, desnudo y boca arriba. Bajo su cabeza se había formado un enorme charco de sangre y donde la piel tocaba el suelo se apreciaban claras manchas rojizas y violáceas. De pronto sentí miedo. Me arrodillé desesperado junto a mi amigo. Aquello era inconcebible: lo que antes era había desaparecido para siempre. Niger Fabio estaba muerto. Sentí que todas las miradas recaían sobre mí e intenté controlarme.
—Las manchas del cadáver aparecen por lo general al cabo de media hora —dije en voz baja y temblorosa. Presioné con los pulgares sobre los puntos rojos violáceos de la nalga y la piel se aclaró de inmediato; la presión contenía la sangre—. La sangre todavía no se ha espesado —le dije a Silvano—; tarda entre seis y doce horas en estabilizarse por completo.
Otros romanos habían entrado en la tienda. No eran soldados rasos, sino oficiales, médicos militares de rango ecuestre. El primero se arrodilló al otro lado del cadáver y palpó también las manchas.
—Soy Calicho Severo, el
primer medicus
de la legión décima. ¿Tú quién eres?
—El difunto es Niger Fabio. Yo era su huésped. Niger Fabio era el hijo de un liberto —respondí.
—Te he preguntado que quién eres tú —repitió Calidio Severo.
—Es druida, un druida celta —dijo Silvano, y sus palabras sonaron casi a denuncia.
El galeno levantó la vista y me examinó. Después tomó la mano del muerto en la suya y palpó con cuidado las articulaciones de cada dedo. Irguió la cabeza y me miró, como exhortándome a que hiciera lo mismo. Con cuidado palpé las pequeñas articulaciones de la mano izquierda. Después me deslicé sobre las rodillas un poco más allá y agarré la pierna izquierda. Doblé la rodilla con cuidado; el rigor mortis era evidente, y su estado corroboraba las suposiciones a las que yo había llegado gracias a las manchas que presentaba el cadáver.
—Ha sido asesinado hace de tres a cinco horas —dije.
Silvano interrogó a Severo con la mirada. Éste asintió y me hizo una seña para que volviéramos el cadáver boca abajo. Tenía la nuca rota. Lo habían estrangulado con una soga de tendón animal con tres nudos.
—Un garrote —murmuró Severo—. La muerte se ha producido de forma rápida y limpia.
La muerte por garrote era una suerte de eutanasia. Se rodea el cuello con un tendón animal y entre el cuello y el tendón se mete una tarabilla. En cuanto ésta gira, se estrangula la tráquea y se rompen las cervicales.
—Primero le han golpeado el cráneo y luego, seguramente cuando ya estaba aturdido, le han roto las cervicales —dijo el
medicus
, y sacudió la cabeza.
—Y eso no es todo —dije al tiempo que volvía la cabeza del muerto hacia un lado. Estaba torcida de una forma extraña y reposaba de lado sobre la articulación del hombro. Tenía la mandíbula rota—. Alguien le ha cortado la carótida para que se desangrara.
—¡Es un sacrificio! —exclamó Silvano indignado—. ¡Este árabe ha sido sacrificado a algún dios celta!
De repente todas las miradas se dirigieron a mí. ¿Qué podía decir?
—¿Le han robado? —pregunté.
—No —respondió Silvano—, eso es lo asombroso del asunto. Alguna vez he oído que los celtas matáis tres veces a vuestras víctimas. ¡Así que es un sacrificio celta! ¡Por eso no le han robado!
Entonces también Úrsulo, el
primipilus
, apareció en la tienda.
—¿Dónde están los esclavos? —preguntó.
—Detrás de la tienda —dijo Silvano.
—Trae a su capataz —ordenó Úrsulo.
Un
optio
desató al griego.
—¿Cómo te llamas y cuáles son tus deberes? —preguntó Úrsulo en tono militar.
—Mi amo me llamaba Pecunio porque le proporcioné mucho dinero como luchador. Hace cinco años compré mi libertad, pero me quedé a su servicio. Desde entonces superviso a los esclavos, los carreteros y los mozos. Niger Fabio siempre nos ha tratado bien. Pero te juro, amo…
—Calla la boca hasta que te haya preguntado —le increpó Úrsulo.
—¿No sería asunto para el prefecto del campamento? —preguntó Silvano.
Úrsulo se volvió al instante hacia Silvano y lo miró sorprendido.
—¿No te parece bien que dirija yo la investigación? El prefecto del campamento me lo ha pedido de forma explícita. —Después se dirigió de nuevo al esclavo—: ¿Han robado a tu amo?
—Sólo ha desaparecido el dinero y el
vexillum
de seda.
—Los esclavos son inocentes —dijo Silvano—. Si no, ya habrían huido.
—Es cierto —secundé—. Además, Niger Fabio siempre los ha tratado bien.
Entonces el galeno tomó la palabra:
—Druida, eras huésped de Niger Fabio. ¿Qué parecido hay con la muerte triple de un sacrificio humano celta?
Uno de los otros médicos me preguntó dónde había pasado las últimas horas. De nuevo todas las miradas recayeron sobre mí.
—Los celtas tenemos dioses que exigen sacrificios humanos: Taranis, dios del sol, Eso, nuestro amo y señor, y Teutates, dios de todos los hombres. Para Taranis quemamos a las víctimas, para Eso las colgamos de árboles sagrados y para Teutates las arrojamos a estanques sacros con el fin de que las acoja en sus húmedos brazos. Mi amigo y anfitrión Niger Fabio, por el contrario, no ha sufrido tres muertes. El estrangulamiento con el garrote y el corte de la carótida forman parte de lo mismo.
—¡Eso no son más que sutilezas! —vociferó Silvano.
—No, Silvano —repliqué—. Cuando hacemos sacrificios a los dioses seguimos reglas muy estrictas. El que malogra el ritual atrae hacia sí la cólera de los dioses. Ningún druida mataría jamás a una persona de esta manera para sacrificarla a los dioses. Esto no es un sacrificio, sino un asesinato. No es obra de un druida celta, sino de un romano que no está familiarizado con las costumbres celtas y quiere que las sospechas recaigan sobre un druida.
Un fuerte murmullo se elevó entre los presentes.
—¿Dónde estabas durante la cuarta guardia diurna? —preguntó Silvano.
—Con Creto, un mercader de vinos de Massilia —contesté.
—¡Tráenos a ese Creto! —ordenó Úrsulo.
—Yo soy Creto —dijo una voz al fondo, abriéndose paso entre los oficiales—. Yo soy Creto —repitió—, y puedo atestiguar que el joven druida ha pasado la tarde conmigo.
Silvano abandonó la tienda. No supe imaginar adonde iba. Creto prosiguió:
—No existe motivo alguno por el que el druida quisiera matar a su anfitrión. Le quería bien. Además, este joven sabio celta se halla al comienzo de una próspera carrera. Quiere entrar en la secretaría de César, ¿verdad, Corisio?
Asentí con diligencia. En ese momento Creto decidía sobre mi futuro.
—¡Este hombre está por encima de toda sospecha! ¡Es el druida de César! —concluyó Creto su discurso.
Úrsulo asintió satisfecho, agradecido por las palabras de Creto. También los demás oficiales parecían estar de acuerdo.
De pronto reapareció Silvano y gritó:
—¡Mirad lo que he encontrado junto a los esclavos!
Tenía en la mano unos cuantos denarios de plata y trozos de
electrum
. Úrsulo se dirigió a Pecunio:
—Mira esto, Pecunio.
Los ojos del liberto estaban abiertos de par en par a causa del miedo. Fue con diligencia hacia Silvano y observó su mano abierta.
—No lo entiendo —balbució Pecunio—. Lleva el sello del hipopótamo, ¡el sello de mi amo!
Úrsulo reflexionó mientras examinaba a los oficiales de la fila y al fin, dijo:
—Por tanto, dispongo que todos los esclavos de Niger Fabio sean ajusticiados. Todos sus bienes y propiedades quedan confiscados por la legión décima; también sus caballos. Si en tres meses no se presenta ningún heredero legítimo, todas las posesiones de Niger Fabio pasarán a ser propiedad de la legión décima.
Úrsulo señaló al griego y dijo:
—Tú, Pecunio, perderás de nuevo la libertad por haber desatendido tus obligaciones. Volverás a ser esclavo y servirás a la legión décima.
Creo que lo justo y la justicia son dos cosas bien diferentes. ¿
Cui bono
? ¿Quién se beneficiaba? ¿Silvano? ¿Había matado él a Niger Fabio porque le había negado los caballos? ¿Le había dado muerte porque necesitaba dinero con urgencia para comprar el puesto de
primipilus
? ¿O acaso se escondía Creto detrás de todo el asunto? ¿Había matado él a Fabio para eliminar a mi único prestamista? ¿Tan importante era para él un informador en la secretaría de César? ¿Acaso me había tendido una trampa con ese dudoso contrato después de recibir una rotunda negativa? ¿Le había encargado a Silvano abatir a sus propios esclavos a la vuelta para que yo quedase en deuda financiera con él? Y menudo lance divino, la repentina aparición de los pedazos de
electrum
que, al parecer, Silvano había encontrado en poder de uno de los esclavos de Niger Fabio. ¡Silvano precisamente! Se había molestado mucho en encontrar a un culpable. ¡Menudo engendro de corrupción y falsedad! Él tenía los mejores motivos para matar a Niger Fabio, mucho mejores que los esclavos y también mejores que Creto, quien asimismo salía beneficiado con la muerte del árabe. ¿Y dónde andaba metido Mahes Titiano? ¿No era extraño que de repente hubiese desaparecido?
Me inscribí en el campamento de la décima legión. Prefería ser el druida de César a vivir sin Wanda. A mi entender, no tenía opción. Los dioses no me habían dejado otra salida. Ya habían decidido, tal como profetizara el druida Veruclecio.
—Estoy sorprendido —dijo Cayo Oppio, que estaba sentado frente a Aulo Hircio y a mí en la secretaría de César. Reflexionaba en voz alta acerca de cómo debían formularse ciertas noticias para que provocaran el efecto deseado en Roma—. Desde la guerra de los cimbros, en Roma las noticias de emigraciones de pueblos producen pánico. Sin embargo, el mayor pánico se origina cuando se trata de una emigración germana o celta. Desde la guerra de los cimbros tenemos el miedo metido en el cuerpo. ¿Y qué pasa ahora? ¡Que vienen los helvecios! ¿Y qué hacen? No atacan ni una sola vez nuestras líneas fortificadas. ¿Cómo vamos a explicar al Senado de forma plausible el reclutamiento de dos nuevas legiones sin su consentimiento?
—Los helvecios se guardarán de atacar una provincia romana. Van al Atlántico y no a la guerra —contesté de la forma más neutral y objetiva posible.
Cayo Oppio sonrió comprensivo. Entendía mis motivos. Con todo, su problema era muy distinto.
—Corisio, éste no es un despacho de información de utilidad pública. Tenemos el deber, el ánimo y la posibilidad de influir y manipular con acierto en Roma. Recopilamos noticias y novedades, y comprobamos su utilidad. Para nosotros una noticia perjudicial no es una noticia. Debemos fundamentar por qué y para qué necesita César seis legiones. En caso necesario, hay que inventar las noticias convenientes. Pero tienen que ser noticias que no puedan refutar los mercaderes que regresan a Roma. —Cayo Oppio sonrió con malicia mientras Aulo Hircio lo secundaba con un breve movimiento de cabeza.
—Tiene razón, Corisio, al principio también a mí me costaba, pero luego se acostumbra uno. La verdad es para los que carecen de imaginación.
—Entonces necesitáis más a un bardo que a un druida celta.
—No lo malinterpretes, Corisio. Nuestra única ambición es la de informar sobre la verdad de la Galia. No escribiremos que en la Galia se emplean elefantes para el trabajo del campo. Nos atenemos a la realidad, siempre que no perjudique a César. Pero César ha reclutado esas dos legiones sin el consentimiento del Senado y ha vuelto a actuar así en contra del derecho romano. ¡Imagínate cómo caerán sobre él en Roma si entra en la Galia con treinta y seis mil legionarios y no se ve ninguna amenaza por ninguna parte! César preferiría morir a quedar en ridículo. Por eso desafía a los dioses. O la gloria o la muerte.