Al poco, la yegua blanca metía en la tienda esa musculosa cabeza que descansaba majestuosamente sobre un ancho cuello de caballo árabe de pura raza.
—¿Te vendo,
Luna
? —preguntó Niger Fabio.
El animal relinchó y sacudió la cabeza, y al hacerlo le dio en la cara a Silvano con las crines limpias y peinadas.
—Ven aquí,
Luna
.
La yegua entró en la tienda y se colocó detrás de Niger Fabio.
Lucía
se me acercó y se sentó a mi izquierda; al parecer recelaba un poco del nuevo huésped.
—¿Tienes hambre,
Luna
?
La yegua alzó los ollares y le tiró con los labios de la oreja izquierda, oculta por el pelo negro. Niger Fabio cogió un dátil, se lo puso en la boca y se lo ofreció.
Luna
lo tomó agradecida. Se lo comió haciendo mucho ruido y mostrando sus enormes dientes como si estuviera riendo.
—Vete ya,
Luna
.
Obediente y elegante, la yegua árabe salió de la tienda con paso orgulloso.
—¿Veis? —dijo Niger Fabio con orgullo en la voz—. Cada animal se comporta tal como se le trata. —Entonces se volvió hacia Silvano—: Para los romanos todos los animales son bestias útiles, en la arena matáis incluso a los ejemplares más bellos. He oído que César organizó siendo edil una cacería en honor a Júpiter que duró quince días y quince noches.
Silvano negó aquello con la mano.
—Los rumores vuelan, pero a menudo son falsos. César enfrentó a trescientas veinte parejas de gladiadores con armaduras plateadas. Tuvimos miedo de que planeara un golpe de Estado; por eso los juegos de César anduvieron en boca de los patricios. Pero el pueblo romano valoró muchísimo que como edil se endeudara hasta el punto de ofrecerles un espectáculo que eclipsaba a todos los anteriores.
—Sí, claro —murmuró Niger Fabio—. César y sus eternas deudas… Dicen que hace cuatro años era el hombre más endeudado de Roma…
—¡Qué te importan las deudas de César! —exclamó Silvano, perdiendo la paciencia.
—Cuando una persona enfermizamente ambiciosa tiene enormes deudas, puede ser un peligro para toda la humanidad.
—¡Niger Fabio, una palabra más en contra del procónsul y haré que te ahoguen en las letrinas del campamento! Te ofrezco cincuenta mil denarios de plata por los dos caballos. Puedes estar orgulloso de que César monte en tus rocines.
—¿Quieres decir que un día les podré explicar a mis hijos que el mayor arruinado de Roma me compró los caballos? No, si no César afirmará que tuvo que saquear toda la Galia para poder pagar mis dos caballos. Sé que la lengua de César es más temible que su espada.
El semblante de Silvano se oscureció.
—No tengo mucho tiempo, Niger Fabio. Si no se los quieres vender al prefecto del campamento, al menos véndemelos a mí. ¡O aclárame los motivos de tu conducta!
—Con mucho gusto —dijo Niger Fabio con seriedad—. Aprecio a
Luna
más que a algunas jóvenes de mi harén. La quiero como a mi propia hija. Por eso jamás se la vendería a alguien con dos piernas; las personas creen que los animales son tontos porque no construyen templos ni vías. ¿Acaso necesitan tales cosas?
—Pero los romanos queremos a los animales. ¿Les haríamos esculpir lápidas, de lo contrario? ¿Les encargaríamos versos elegiacos? —Irritado, agarró el vaso que le ofrecía un esclavo y tiró el vino—. ¿Pero tú eres mercader o filósofo? —bufó Silvano.
Niger Fabio se levantó, y el resplandor de su mirada había desaparecido.
—Silvano, el druida celta Corisio es mi amigo. Tu general Cayo Julio César se dispone a aniquilar a su pueblo y yo no podré impedirlo. Pero no lo hará a lomos de uno de mis caballos.
—Ochenta mil denarios de plata, es mi última palabra.
Niger Fabio sonrió.
—Ya sé que en Roma todo tiene un precio. Pero ya te he dado mi respuesta, y es definitiva e irrevocable.
—La respuesta de un árabe nunca es irrevocable. ¡Con cada hora cambiáis de parecer y de alianzas! Vuestro carácter es tan firme como una bandera a merced del viento.
—Ofendes a mi pueblo, romano —replicó Niger Fabio con serenidad.
—Tienes unos principios extraños —se acaloró Silvano—. No quieres vender los caballos, pero arroz, perlas, hierbas, todo eso lo vendes sin ningún escrúpulo.
—No tengo la misma relación con un grano de arroz que con
Luna
. No sé si habías pensado en eso, romano.
Silvano se tragó el siguiente vaso de vino y mientras asía rápidamente el mango de su puñal con la mano derecha amenazó:
—¡Si no me vendes los caballos, me encargaré de que ningún legionario romano te compre nada más!
—Las prohibiciones siempre han avivado el negocio. Por semejante gesto te estaría muy agradecido. Lo que Roma prohíbe, Silvano, se extiende por todo el Mediterráneo con toda seguridad. Además, no conozco a ningún legionario romano que rechazase una porción de arroz con azafrán. ¿Puedo sugerirte que te lleves un poco?
Silvano estaba allí plantado, como si lo hubiesen dejado inconsciente de pie.
—Por mí, está bien —siseó—. Y ponme también un par de dátiles de Jericó.
Niger Fabio encomendó al esclavo que llenaba las copas la tarea de cumplir el deseo de Silvano. Con un «
valete semper
» farfullado, Silvano se despidió de Niger Fabio y me aconsejó que me presentara puntual a la hora cuarta del día siguiente delante del pretorio. Se sacó una pequeña tabla de cera sellada del cinto y me la lanzó.
—Tu salvoconducto, druida. —A continuación salió de la tienda.
—Le habría encantado matarte. En lugar de eso, acepta tus regalos. ¿Cómo puede alguien humillarse de esa forma? —observé al cabo de unos instantes.
—Es un trato muy habitual —respondió Niger Fabio con una sonrisa—. No se mata a quien te hace regalos; de modo que si nadie me compra nada más, sigo camino. No creo que eso le interesara a Silvano.
Nos reímos, puesto que Wanda y yo jamás habíamos contemplado la cuestión desde esa perspectiva.
—¿Tenéis alguna escuela en la que os enseñen el arte de esa dialéctica? —pregunté.
—No —contestó Niger Fabio riendo—. Es la vida la que te enseña qué palabras son más rentables. Ya de joven acompañaba a mi padre en sus viajes. Él era esclavo, pero su amo confiaba en él. Él me enseñó cómo evitar avivar un fuego ardiente, y cómo se puede sacar provecho económico de cada situación.
—El regalo que le has ofrecido a Silvano al despedirte te habría costado la cabeza con un celta. Cualquier celta lo habría considerado una ofensa.
—Un celta quizá, pero no un mercader celta. La mayoría de la gente tiene un precio y no considera vergonzoso aceptar un regalo como soborno. La alegría por el regalo es mayor que la vergüenza.
Yo estaba impresionado. Hasta ahora sólo había conocido a Niger Fabio como oriental de buen corazón. Sin embargo, el contacto con las culturas de todo el Mediterráneo había ensanchado sus horizontes y aguzado su inteligencia.
—Dime, Niger Fabio, ¿por qué os consideran a los árabes peces escurridizos?
Niger Fabio sonrió de forma generosa.
—Si quieres comprender la mentalidad de nuestro pueblo, ¿no basta con comparar el dromedario con el caballo? —Esperó con paciencia algún indicio de que yo entendía la comparación para proseguir—: Los pueblos nómadas de los desiertos árabes tienen fama de cambiar a diario de opinión y alianzas. Para un griego o un romano eso será tal vez un indicio de inconsistencia, pero olvidan que para un nómada una opinión expresada no es definitiva, ni una alianza está pensada para la eternidad. Por eso no les atribuimos a las opiniones ni a las alianzas un significado especial, puesto que ambas partes saben que pueden variar en cualquier momento. Por lo tanto, para nosotros un cambio de opinión o la anulación de una alianza no es asunto grave. Los pueblos que dan a las alianzas un significado casi sacro, como es natural, tienen problemas para cerrar pactos con nosotros. Pero, como ya he dicho, comparan dromedarios con caballos.
Niger Fabio pidió a los esclavos que trajeran agua fresca para lavarnos las manos antes del último plato. Aún nos explicó mucho más sobre las salvajes tribus de jinetes de Oriente y sobre las tribus errantes de los príncipes de los desiertos árabes, y Wanda y yo fuimos comprendiendo poco a poco que los nómadas, al pasar toda la vida recorriendo los desiertos, tienen una relación con lo definitivo muy diferente a la de un pueblo que vive en casas de piedra y apenas está sujeto a cambios. Niger Fabio era un narrador excelente, y me fascinaba establecer comparaciones entre diferentes culturas y mentalidades, descubrir cómo nacen las distintas costumbres y por qué a veces son tan opuestas que la gente cree que sólo es posible vencerlas mediante la fuerza.
Poco después visité a Creto para zanjar el asunto de los dos esclavos. No tenía sentido prolongar más esa historia. Así no se resuelven los problemas. Pero Creto no estaba. Me dijeron que había partido y que no volvería hasta al cabo de un par de días. Cuando le pregunté a uno de sus libertos si el mercader estaba muy enfadado, sonrió con acritud y me deseó mucha diversión en mis últimos días de libertad…
* * *
Cuando la delegación celta llegó de la otra orilla, constató que en los últimos ocho días habían cambiado muchísimas cosas. La orilla romana estaba fortificada con una muralla y protegida con fosos por la vertiente norte. El camino hacia el campamento militar estaba flanqueado por legionarios prestos para la lucha, equipados con armas relucientes. No fue un recibimiento triunfal. En ningún lugar se oyó un
cornu
ni una tuba; hasta los perros mostrencos a los que siempre se les oye gruñir o ladrar en los alrededores de un asentamiento humano parecían haber enmudecido. Aquel silencio transmitía algo peligroso, amenazador. Sólo se escuchaban los amortiguados golpes de los cascos contra la blanda tierra.
A lomos de mi corcel esperé delante del campamento militar la llegada de la delegación celta, junto con los jóvenes tribunos, los prefectos, la guardia pretoriana de César y Silvano. César había prohibido a la delegación la entrada al campamento. Yo debía saludar a los enviados y rogarles paciencia. César llegaría en cualquier momento.
Nameyo y Veruclecio recibieron la ofensa de César sin alterarse, erguidos con orgullo y temeridad sobre sus caballos ricamente enjaezados. Cuando unas espesas nubes grises ocultaron el sol y un frío viento de nieve nos hizo tiritar, el gris escenario se hizo aún más desesperanzador. Sentí la mirada del druida Veruclecio y le miré abiertamente a los ojos. Después dije:
—Druida, hace unos días…
—¿Te he dado permiso para hablar, druida? —me interrumpió Silvano.
—No, Silvano, pero quiero que el druida me diga por qué estuve a punto de morir hace unos días.
—Seguro que tragaste demasiado de ese vino de resina griego con tu amigo árabe —dijo Silvano con una sonrisa sombría—, pero pregúntale sin reparos si el orín de rata es mortal.
Pregunté al druida qué había hecho mal en la preparación de la mixtura. Le describí las hierbas, cómo las había preparado y en qué proporción las eché al agua una detrás de otra.
—La preparación era tal como nuestros antepasados enseñan desde hace milenios. Pero algo debiste de hacer mal, Corisio. ¿No tenías el espíritu limpio?
—Oh, sí —mentí—, estaba del todo limpio.
—Es asombroso —replicó el druida—. No tengo conocimiento de ninguna experiencia comparable.
—Tal vez bebí en exceso —dije algo desorientado.
—¿Bebiste? —gritó Veruclecio, colérico—. ¡La mixtura se inhala! ¡No hay que bebérsela!
Nameyo, que había escuchado cada una de las palabras, se echó a reír por lo bajo. Bueno, al principio por lo bajo, pero cuando el resto de la delegación celta estalló en carcajadas todos olvidaron la discreción y descargaron la tensión de su alma.
—¿De qué se ríen? —preguntó Silvano, mirándome de mal humor.
—Si no entiendes ni a los árabes, ¿cómo quieres entender a los celtas? —respondí.
La ocasión me pareció propicia, e informé a Veruclecio de lo que ya había intentado explicarle a Divicón, es decir, que César necesitaba una guerra a cualquier precio.
Silvano me observaba cada vez con mayor recelo e intuí que pronto me iba a prohibir la palabra, de modo que le pregunté enseguida a Veruclecio si me podía aconsejar. ¿Qué debía hacer? Irme con los demás al oeste o con Wanda a Massilia. La respuesta fue que debía esperar hasta que los dioses decidieran. ¿Esperar? ¿Allí, en la provincia romana, o tal vez como mascota de los romanos?
Grandes toques de tuba rompieron el silencio y, bajo salvajes redobles de tambor, los dos enormes batientes de
Importa praetoria
se abrieron mientras calmábamos a los caballos con suaves palabras.
Se acercaba a caballo el procónsul Cayo Julio César. Por doquier se alzaron gritos de «¡Ave, César!», como correspondía al recibimiento de un dios. Iba flanqueado por sus doce lictores proconsulares vestidos con togas de un rojo sanguíneo, y a su lado montaban el legado Tito Labieno y Úrsulo, el
primipilus
de la legión décima. El «Ave, César» que voceaban los legionarios sonaba como el grito enardecido del cómitre en una galera de remos. Estandartes,
vexilla
y águilas de oro romanos se alzaban rítmicamente. «¡Ave, César! ¡Ave, César!» De pronto retumbó la voz del trueno: «
Gladios stringite
», a lo cual todos los legionarios empuñaron las espadas. Después estalló la orden: «
Scuta pulsate
», y los legionarios golpearon sobre los escudos rojos de sangre con sus rayos afilados todos a una, con obstinación y monotonía, sin dejar de bramar «Ave, César».
Cuando estuvo sólo a un carro de distancia de Nameyo y Veruclecio, César detuvo su caballo. Tres cortos toques de tuba hicieron callar a todos los hombres, que se apresuraron a envainar los
gladii
mientras se ponían otra vez firmes.
—Roma ha decidido —comenzó César.
De nuevo tenía esa sonrisa desafiante en los labios, esa ironía en sus ojos. Su porte firme delataba intrepidez e inflexibilidad. En el fondo no era más que un jugador que siempre apostaba a todo o nada.
—Nameyo y Veruclecio, príncipes de los helvecios y los tigurinos, habéis solicitado de Roma que os permita atravesar la provincia Narbonense. Habéis prometido hacerlo sin hostilidades. ¡Escuchad ahora la respuesta de Roma! Todavía no hemos olvidado que hace cuarenta y nueve años los helvecios mataron al cónsul romano Lucio Casio, a cuyo ejército vencieron, e hicieron pasar a los supervivientes bajo el yugo. Por tanto, no podemos creer que un pueblo con un carácter tan hostil y brutal atravesara nuestra provincia sin causar daños. Por todos estos motivos y también por costumbre y tradición del pueblo romano, a Roma no le es posible acceder a que crucéis nuestra provincia. Si, no obstante, intentarais penetrar por la fuerza en la provincia romana, os rechazaríamos con eficacia. ¡Cuidaos, por tanto, del águila romana! Si la provocáis, no habrá descanso hasta que haya infligido el castigo correspondiente. Roma ha hablado.