El druida del César (27 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Cayo Oppio y Aulo Hircio me observaban con atención. ¿Cómo reaccionaría? Guardé silencio.

—Transformamos la política en palabras —continuó Cayo Oppio—. No proyectamos ninguna enciclopedia sobre la economía pesquera gala. Hacemos política con las noticias. Para eso nos paga César.

—Verás, Corisio —empezó a decir Aulo Hircio en un tono casi paternal—, lo que hacemos aquí puede decidir sobre la vida o la muerte de César. Cuando expire su proconsulado, en Roma lo juzgarán. Roma teme a César. Cuando hizo desfilar a trescientas veinte parejas de gladiadores para los juegos, todos pensaron que planeaba un golpe de Estado. ¡Imagina lo que pensaría la gente de Roma si oyera que ha reclutado a otros doce mil legionarios sin el consentimiento del Senado! En caso de tener que mentir, lo hacemos por César, y César lo hace por Roma.

—Entonces, queréis decir que este lío en el que me he metido es, en el fondo, un empleo vitalicio —bromeé.

La franqueza con la que se hablaba de la mentira me ponía mordaz.

—Por supuesto —replicó Aulo Hircio—. Después de su proconsulado en la Galia, César habrá incumplido tantas leyes que sólo podrá evitar un proceso judicial mediante un cargo superior que le asegure la inmunidad.

—¿Y qué cargo podría ser ése? —pregunté, sagaz.

Aulo Hircio y Cayo Oppio rieron.

—¿Pensáis en algún cargo en concreto?

Enmudecimos y, muy despacio, nos dimos la vuelta: Cayo Julio César había entrado en la tienda. Se tumbó en el triclinio mientras se raspaba los pelos del dorso de la mano con una cáscara de nuez chamuscada.

—¡Responded! ¿Cómo salvará el cuello César?

—Sólo como dictador podrías salvar la cabeza —contestó Cayo Oppio.

—¿Y qué hacen los romanos con los dictadores? —planteó César con una sonrisa irónica.

—Lo mismo que los celtas con sus reyes. —Aulo Hircio sonreía satisfecho.

César me interrogó con la mirada, tumbado con desenfado en el triclinio.

—Hum. ¿Es verdad que matasteis a vuestro príncipe Orgetórix porque quiso ser rey?

—Tuvo una muerte violenta, procónsul, eso es cierto. Pero no sé si fue por propia mano o si fue envenenado.

—Eso parece ser una peste entre vosotros, galo. Conozco a un noble de la tribu de los arvernos. Se llama Vercingetórix. También su padre fue asesinado por querer ser rey.

—¿Conoces a Vercingetórix? —pregunté sorprendido.

—Sí —respondió César, sonriendo satisfecho—. El arverno es uno de mis mejores oficiales montados. Espera que un día le pueda otorgar la corona real de toda la Galia. Pero es muy impaciente.

César dejó de mirarme, aburrido, rascándose el ala derecha de su huesuda nariz con la uña del meñique. Yo estaba sorprendido de que su exhibición de presunción, estrechez de miras y arrogancia no le resultara vergonzosa. Sin embargo, para él no éramos más importantes que un grano de arena en el desierto. Echó una ojeada a la correspondencia que Cayo Oppio le tendía sin decir palabra y de pronto se rió un instante.

—El joven Trebacio Testa solicita un puesto en mi estado mayor. ¿Quién lo habría pensado?

—¿Ves —comentó Cayo Oppio riendo— como nuestros esfuerzos no han caído en el olvido? Si el ambicioso Trebacio Testa prefiere un puesto en tu estado mayor a una carrera en Roma, de ello sólo puede deducirse que confían bastante en tu capacidad en la Galia.

—Trebacio Testa es un patricio muy capaz, joven y ambicioso además de inteligente. Pero si es el único que me solicita un puesto, es que mi secretaría ha desempeñado un trabajo insuficiente. Sólo cuando todos los senadores me soliciten un puesto para sus hijos sabré que en Roma no se habla más que de César.

La alegría de Cayo desapareció.

—¿Es verdad que también los eduos y los secuanos querían un rey y que establecieron una alianza secreta con vuestro Orgetórix? —me preguntó César.

—Sí, el eduo Dumnórix y el secuano Castico querían hacerse con la soberanía de toda la Galia junto a nuestro príncipe Orgetórix. Pero la alianza secreta se echó a perder. Era más o menos tan secreta como tu alianza con Pompeyo y Craso.

César esbozó una sonrisa opaca. Probablemente apreciaba mi ironía, pero era demasiado orgulloso para demostrarlo en público.

—¿Te resulta conocido un eduo de nombre Diviciaco, galo?

Sentí que César quería probarme y que sólo me hacía preguntas de las que ya conocía la respuesta.

—Sí, me he encontrado con él, incluso. Pero no soy galo, César, soy celta, de la tribu de los rauracos. Vivo allí donde el Rin forma un recodo hacia el norte.

—¿Y quiénes son los galos?

—No hay galos. Puedes ir al norte o al oeste, hasta que te encuentres ante el océano, y por el camino no habrás visto más que a celtas. Los romanos, no obstante, hacéis una diferenciación que a nosotros nos resulta ajena. A los celtas del norte los llamáis belgas, a los celtas del Atlántico, aquitanos, y a los demás, galos.

—Sin embargo, podría decirse que la totalidad de la Galia se divide en tres partes… —expuso César, impaciente.

—Vuestra Galia, César.

—Y todos vosotros tenéis lenguas, organización social y leyes diferentes —murmuró.

Asentí. Se diría que César acababa de sacar conclusiones que le llenaban de optimismo. Burlón, se pasó la lengua por los labios y disfrutó de que estuviésemos allí, contemplando atentos ese pueril espectáculo. De pronto se levantó de un salto, dio tres palmadas y nos pidió que comiéramos juntos en la gran tienda de oficiales.

—¡Pero sin el celta! —dijo César—. Si el galo sabe tanto, debe de ser druida.

* * *

Rusticano era el prefecto del campamento. Por lo tanto, había llegado a lo más alto que puede soñar un legionario del ejército romano. Había luchado por ascender de legionario a
primipilus
y, al cabo de su servicio regular, varias veces prolongado, fue nombrado prefecto del campamento. Como
praefectus castrorum
, por regla general, podía servir otros tres años. Ése sería el término definitivo de su trayectoria militar, de modo que también era la última oportunidad de todas para enriquecerse de verdad.

Rusticano, que tenía unos cincuenta años, en su cargo de prefecto del campamento se encargaba del conjunto del servicio interno. Era responsable de la construcción y el mantenimiento del campamento, de las guardias, la formación, la fabricación y la inspección de armas y utensilios. El campamento de la legión décima era, en cierto sentido, la ciudad de Rusticano. Allí imperaba su ley. Por rango ocupaba un tercer lugar, por debajo del legado Labieno y del tribuno senatorial. Detrás de él estaba Úrsulo, el
primipilus
. De ese modo, por ejemplo, quien quería librarse del servicio en las letrinas le pagaba unos cuantos sestercios al
optio
. Este suboficial sobornaba a su superior inmediato, el centurión, para que éste a su vez sobornara al
primipilus
, el cual tras aceptar el soborno le pagaba una cantidad establecida al prefecto del campamento para que alguien de su propia secretaría diera la orden de cambiar el plan de letrinas según conviniera. Estos sobornos eran muy normales y ningún legionario podía mantenerse al margen, pues en tal caso ponían todas las trabas que hiciera falta hasta que pagaba el obligado soborno. Bien mirado, al final aquello resultaba en que al cabo de cierto tiempo todos los legionarios entregaban sus untos y el servicio de letrinas quedaba hasta cierto punto regulado. Creo que ése es uno de los motivos por los que un legionario apenas tenía ahorros al término de su servicio. Cierto es que recibía sus doscientos veinticinco denarios anuales pero, de ésos, sesenta se iban en alimentos y otros sesenta más en paja para dormir, ropa, calzado y productos de cuero, fiestas del campamento y la unión de sepelios. De modo que le quedaban unos cien denarios para sobornos. Los setenta y cinco denarios que cobraba como prima de entrada al principio del servicio, de todos modos, tenía que entregarlos de inmediato por la armadura y las armas. ¿Y qué? El ejército era como una gran madre que abrazaba a todos sus hijos amorosamente. Y Rusticano era un hombre apacible. Nada le perturbaba; sólo la idea de retirarse del ejército. Sin embargo, contra esos tristes pensamientos se recetaba cada tarde una jarra de falerno acompañada de salchichas galas y ese pan ligero y claro. Me asignó una tienda de oficial cerca de los alojamientos de Aulo Hircio y Cayo Oppio.

El campamento militar romano atraía cada vez a más mercaderes, y la cuarta cohorte, encargada del mantenimiento de las calles, tenía todas las manos ocupadas para hacerles entender a esas hienas que las vías de acceso al campamento debían permanecer libres para el suministro militar. A izquierda y derecha de las vías de acceso crecieron las primeras cabañas de madera: puestos de comida, cantinas y burdeles. También las concubinas y los hijos bastardos de los legionarios habían llegado al campamento. Especial atención despertaban los vendedores de esclavos con sus ejércitos privados, sin duda equipados con las armaduras exóticas y las extravagantes armas que compraran en los campos de batalla de Hispania, el norte de África y Oriente. Viajaban acompañados de innumerables carros que transportaban pesadas cadenas para el cuello y las piernas.

* * *

Durante el día libre o por las tardes, a menudo bajaba al río con Wanda y
Lucía
. Contemplábamos cómo los helvecios cargaban las carretas de bueyes y cómo se iba vaciando poco a poco la tan poblada orilla. Los helvecios habían decidido tomar el peligroso y agotador camino a través de las gargantas entre el Ródano y el Jura. En modo alguno querían atentar contra las fronteras romanas, y deseaban impedir una confrontación militar con Roma a cualquier precio.

* * *

Mi prima de entrada de setenta y cinco denarios, es decir, trescientos sestercios, se la llevé a Creto, que se alegró mucho de nuestra visita. Con todo, tan sólo quiso aceptar noventa sestercios.

—No hay que sacrificar a la cabra que da leche —dijo riendo, y me presentó un nuevo contrato.

Rechacé de forma cortés el vino que me servía. El contrato disponía que le presentara informes cuatro veces al año. No tenían que ser informes de espionaje, sino de mercado: ¿Qué se vende, dónde y a qué precio? ¿Qué mercaderías son más escasas o solicitadas en determinada época del año? Por ese trabajo, que debía realizar exclusivamente para él, mi deuda disminuiría en trescientos sestercios cada año. Eso significaba que, en el mejor de los casos, le habría comprado mi libertad a Creto al cabo de seis años. Me esperaba algo aún peor. Al parecer, Creto no quería más que un hombre de confianza en el ejército de César. Acordamos que le enviaría todas las cartas a su comercio de Massilia. También era importante que en todas las cartas estableciera con claridad el lugar y la fecha. Una vez que hube firmado el contrato, rompió el antiguo delante de mis ojos y me ofreció vino de nuevo. No obstante, volví a rechazarlo. Quería estar a solas con Wanda y
Lucía
.

Fuimos a un bosque cercano y nos pusimos cómodos en un claro tapizado de musgo seco. Sobre nuestras cabezas crecían bayas salvajes. Tonteamos y nos dimos a comer bayas ácidas.

—Habrías hecho mejor vendiéndome —dijo Wanda entre risas—. De hecho, no te traeré más que disgustos. Tú mismo se lo explicaste al viejo Divicón.

—Creto merece un castigo mayor —dije, riendo.

—Tal vez sea hora de que cambies de dioses —se burló—. Has perdido en el río la mayor parte del dinero que te dio Celtilo.

—¿Qué quieres decir con «perdido»? Los dioses se han servido de mí. Y ningún celta osaría recoger un solo sestercio de un río. Te lo juro, Wanda, toda esa horda divina te pisaría los talones.

—Sin embargo —insistió Wanda—, contigo los dioses practican un juego perverso.

—No —refuté—. A veces es difícil comprender las señales de los dioses. Creto es una rata miserable, pero ¿acaso no se puede aprender algo también de una rata? ¿Crees, Wanda, que volveré a firmar alguna vez un contrato tan a la ligera o que volveré a comprar un tonel de vino a un precio del todo absurdo? No pago por mi estupidez, pago por mi formación. —Entonces me arrodillé y pregoné en el bosque con solemnidad—: Hoy como ayer tengo el firme propósito, y hoy más que nunca, de ver Massilia algún día y convertirme allí en uno de los mayores mercaderes del Mediterráneo.

Wanda me soltó el gancho del cinto y me atrajo hacia sí con cariño.

—Calla, Corisio —susurró.

* * *

Por la tarde se celebró una pequeña fiesta en el campamento. Rusticano nos había invitado a mí y a una docena de oficiales, entre los que también se contaban Mamurra, el tesorero privado de César y genial constructor, Fufio Cita, el proveedor de cereales de César que vivía fuera del campamento, Antonio, el
primer medicus
, Úrsulo, el
primipilus
, Labieno, legado de la décima, Aulo Hircio, Cayo Oppio, y algunos proveedores importantes del ejército a quienes, por cierto, no conocía por su nombre, a excepción de Ventidio Baso, el de la nariz con forma de bulbo.

Rusticano dispuso que sirvieran huevos, pan de trigo, salchichas lucanas y galas, y vino siciliano del país. Después de su negativa a los helvecios, César había abandonado el campamento y había partido a caballo al encuentro de las legiones que se aproximaban.

—Tendremos problemas —reflexionó Rusticano cuando durante la comida un recadero le trajo la tabla de cera con el último estado de las provisiones del campamento—. Dentro de unos días tendremos aquí a treinta y seis mil legionarios romanos. ¿Quién los alimentará?

—La guerra se alimenta sola —se burló el
primipilus
.

—¿Por qué treinta y seis mil legionarios? No creo que César los traiga a Genava si los helvecios se van de aquí —señaló Antonio.

Los hombres se rieron. Sabían lo que significaba aquello.

—Con César nunca se sabe —dijo Úrsulo—, sus ideas van siempre por delante de nosotros.

—¿Cómo es que no suministras más cereales, Fufio Cita? —preguntó Rusticiano.

—Mi presupuesto es limitado y por doquier se disparan los precios.

Cita le dirigió entonces una corta mirada a Mamurra.

—No me mires así. Yo no administro la fortuna de César, sino sus deudas. ¡Y ahora tengo a otras dos legiones que mantener!

—Tenía órdenes de conseguir cereales para la décima —se justificó Cita—, no para seis legiones. ¿Por qué no les aumentáis el tributo a los alóbroges?

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