El druida del César (30 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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* * *

Sí, yo estaba muy nervioso. Me encontraba con Wanda tras la roca del borde del camino y esperaba. La nube de polvo que venía hacia nosotros no podía significar nada bueno. Le pedí a Wanda que me ayudara a subir a la roca y que me pasara luego el arco y las flechas. Le pedí que atara los caballos.

—¡Druuuiiiiida!

Debía de ser Cuningunulo. Cabalgaba como llevado por alas y se acercaba a un galope asfixiante. ¡Menuda escena! Cuningunulo estaba desnudo y tenía el cuerpo rojo como si padeciera una erupción cutánea exótica. Hizo una maniobra tosca y brusca, y saltó del caballo. Se me acercó tambaleante mientras se frotaba el sexo sin parar.

—Druida, ¿dónde está tu esclava?

Separé apenas el pulgar y el índice de la mano derecha. La cuerda se destensó y la flecha salió disparada por el aire, atravesando el pecho de Cuningunulo sólo un par de dedos por debajo de la torques. Ni siquiera gritó. Sorprendido, agarró con las dos manos la flecha que le salía del cuerpo y luego alzó la vista. Vio mi escondite. Me miró fijamente a los ojos y tuvo tiempo de ver cómo se disparaba una segunda flecha y le atravesaba la mano izquierda, con la que sujetaba la primera flecha, para clavarse hondo en el pecho del eduo. Yo apenas me había movido. Con calma y una gran concentración, me dispuse a tirar una tercera flecha.

—¿No crees que ya es suficiente? —preguntó Wanda con una voz demasiado fuerte, como si quisiera quitarse la tensión de encima.

Solté la cuerda. La tercera flecha atravesó la mano derecha del celta y se clavó en el tórax. Cuningunulo cayó sobre una rodilla, la cabeza le daba vueltas en lentos movimientos, después se inclinó hacia delante y dio contra el suelo.

—¿Por qué estaba el hombre tan rojo?

—No soporta este clima…

—¡Corisio!

—Qué sé yo —respondí de mala manera—. Algún acaloramiento le habrá transformado el corazón en un volcán. El druida me dijo que esa mixtura provocaría una tormenta en las venas. Pero ¿a qué viene este interrogatorio?

Esperamos con impaciencia unas horas más detrás de nuestra roca. Después decidí regresar al campamento, pero primero le arrancamos las flechas del pecho al eduo muerto y las enterramos cerca de allí. También le quité la torques; quería ofrecérsela más tarde a los dioses del agua.

—¿Tú qué crees? —le pregunté a Wanda—. ¿Estarán todavía corriendo por ahí con la cabeza colorada?

—Si sólo fuera la cabeza —murmuró Wanda—. ¿Pero aquí quién es el druida, tú o yo?

—Deberíamos averiguar lo que ha sucedido en el campamento.

—No pretenderás volver allí, ¿verdad?

—¡Tengo que saber lo que ha pasado!

—¡Eso te lo puedo decir yo! —gritó Wanda—. Se han abalanzado unos sobre otros como lobos, y al menos ha sobrevivido uno que les explicará a los romanos que eres un asesino y un traidor. ¿Qué te parece? ¡Habrías hecho mejor en venderme y ya estarías de camino a Massilia! Ahora ya no podrás pagarle tu deuda a Creto. Te buscará, y también lo harán los romanos.

Wanda tenía toda la razón. ¡Me había hundido más aún! ¿Pero qué tenía que hacer? Estoy seguro de que esa misma noche habrían asaltado a Wanda, y yo no habría podido evitarlo. ¡Nadie me habría ayudado!

—Más abajo de donde está el campamento hay una quebrada. Si cabalgamos hasta el otro lado, podríamos verlo todo desde allí sin correr riesgos. Sólo quiero saber qué ambiente se respira. A lo mejor…

—¿Quieres decir que a lo mejor se les podría cargar el muerto a los helvecios?

—¿A qué te refieres con cargarles el muerto? Es muy probable que los romanos piensen eso.

Así que fuimos a caballo al otro lado de la quebrada, siempre preparados a que nos cayera de la copa de un árbol alguien medio desnudo, con el rostro encendido y el pene erecto.

—Corisio, ¿qué es lo que les has preparado a los hombres? —me preguntó Wanda al cabo de un rato.

—Todavía estoy aprendiendo, Wanda —intenté justificarme.

—¿Pero habías probado antes esa mixtura?

—Sí, claro. Con un burro.

—¿Con un burro? —increpó.

—Sí, a veces utilizamos animales. Y como a las gallinas, los perros y los caballos les tenemos mucho aprecio, entre los cuadrúpedos sólo nos quedan los burros.

—¿Y qué le pasó al burro?

—Pues la tintura le gustó, porque se bebió todo el abrevadero. El miembro se le hinchó una enormidad y el pobre animal estaba cada vez más salvaje y excitado. Lleno de furor se apareó con las mulas hasta que éstas se defendieron a coces y mordiscos. Al final tuvimos que derribar con flechas a la pobre bestia. Un campesino al que llamamos para que nos ayudara lo mató con un certero golpe de hacha en la carótida; la sangre salió disparada hacia arriba. Nada que ver con los bueyes blancos que sacrificamos a veces; en su caso hay un corto aluvión y el animal se desploma. Pero en las venas de ese burro arreciaba una horrible tormenta, y del hocico le brotaba espuma blanca.

Wanda permaneció un rato callada.

—¿Y ése es el brebaje que les has preparado a los hombres? —preguntó al fin.

—No hay nada más aburrido para un flautista que tocar melodías que han compuesto otros. Algo parecido me pasa a mí, Wanda. He intentado dosificar de otra forma las hierbas que despiertan el animal viril que lleva dentro el hombre.

—¿Qué significa eso?

—Probablemente sólo los dioses lo saben. ¡Ellos gobiernan la mano del druida!

Wanda me dirigió una mirada de desconcierto.

—No sé si prefiero que aún estén todos vivos o que hayan muerto.

—¿Qué tenía que hacer yo? ¡Lo hice por ti, Wanda!

—¡Quieres decir que más me habría valido quedarme en Genava!

—¡Sí, Wanda! ¡Ahora necesito la ayuda de un montón de dioses! Si sobreviven y regresan junto a César, el procónsul me perseguirá como un tigre blanco y me lanzará al circo para que me devoren los osos.

—De todas formas, ¿no querías ir a Roma?

—Sí, pero no como alimento de las fieras.

* * *

Cuando llegamos a la elevación del otro lado de la quebrada todavía había luz. En nuestro campamento reinaba un silencio asombroso. Para mi gusto había demasiada calma. El joven tribuno estaba tumbado boca abajo; quizá durmiera. El oficial estaba apoyado en un árbol; también él parecía estar dormido. De pronto vi que algo se movía en el bosque.

Era el esclavo Fuscino, y arrastraba algo tras de sí: era Dicón, el eduo. Lo llevaba a rastras de una pierna por el campamento. Luego dejó caer la pierna del celta al suelo delante del joven tribuno, lo agarró por debajo de los brazos y lo subió sobre la espalda del romano; acto seguido, borró con una manta de montar las huellas que había dejado al arrastrarlo. Entonces se detuvo y se puso a escuchar. Estaba muy nervioso. Cogió la espada del celta muerto, regresó despacio al bosque y cuando estuvo a la misma altura que el oficial que se encontraba apoyado contra el árbol, le cortó la cabeza en un suspiro. Hasta entonces no vi los caballos en las lindes del bosque. Ya estaban cargados.

Wanda y yo habíamos visto bastante. El esclavo Fuscino era el único superviviente. Teníamos que discurrir rápidamente una historia.

—Ésa es tu especialidad —siseó Wanda, separándose de mí en actitud desafiante.

—Estábamos en el bosque cogiendo bayas. A nuestro regreso, todos habían muerto y el esclavo había desaparecido. Eso suena creíble.

—¿Y luego? —preguntó, escéptica.

—Bueno, luego hemos seguido camino hacia Bibracte. A fin de cuentas, tenemos una orden que cumplir.

—Todo eso suena convincente de verdad —dijo Wanda, mesurada—. Pero contigo, Corisio, seguro que sale mal. Poco a poco empiezo a pensar… no sé si los dioses viven en ti. A veces creo que no eres más que su pasatiempo.

De modo que seguimos camino en dirección al noroeste. Nuestra meta era Bibracte, la capital fortificada de los celtas eduos. Por el camino ofrendé las joyas y las armas del difunto Cuningunulo a los dioses del río, y para que no pareciera que sólo me deshacía de los objetos comprometedores, tiré también unos cuantos sestercios. A desgana, lo admito, pero lo hice. Es una lástima que no se puedan ofrendar también las deudas.

El
oppidum
de los eduos era de un tamaño impresionante. De forma similar al de los tigurinos, también aquí estaban separados el barrio de los talleres artesanales y el de viviendas. En el barrio de los artesanos, los talleres con peligro de incendio se habían dispuesto en el borde exterior. El centinela de la puerta hizo que nos llevaran de inmediato ante Diviciaco. Su nave se encontraba en los límites del barrio de viviendas. Enfrente ya estaban los talleres de los esmaltadores y los grabadores de metales. Llamaba la atención la gran cantidad de mercaderes romanos que se encontraban en el
oppidum
. A uno de ellos ya lo había conocido en Genava. Era el caballero romano Ventidio Baso, especializado en la venta de carretas y molinos harineros. En ese momento discutía la venta de una carreta con un grupo de eduos mientras apartaba las numerosas manos infantiles que querían agarrar cualquier cosa que contuvieran las bolsas de cuero de sus cargadas acémilas. Perros y cochinillos vagabundeaban por allí, aunque
Lucía
no mostraba ningún tipo de interés por ellos.

Diviciaco no estaba en casa. Su esclavo nos dijo que había ido a ver a su hermano Dumnórix; era un esclavo celta, seguramente algún pobre bobo que se había endeudado sin remedio. Con las deudas a casi todo el mundo se le acaba el buen humor, no sólo a Creto. Regresamos a caballo por la zona de viviendas y tomamos el amplio camino que llevaba a la colina. Allí arriba estaban las residencias más ostentosas, y allí vivía Dumnórix, el enemigo de Roma. Delante de la nave de Dumnórix se había reunido una gran multitud y, como siempre que se juntan más de dos celtas había una gran pelea. Entre los espectadores reconocí al caballero romano Fufio Cita, el proveedor de cereales de César. Al parecer había expuesto la petición de César de que le suministraran cereales y quería discutir el precio, pero los eduos no estaban de acuerdo acerca de si nadie debería venderle a César cereal alguno. En mitad de la discusión, irrumpimos nosotros.

—¡Príncipe Diviciaco! ¡César te envía un mensajero! —exclamó el jinete que nos había acompañado desde la puerta.

La muchedumbre se hizo a un lado para que accediéramos al círculo interior. Allí descabalgamos. Delante de aquella nave se erguía un celta orgulloso, desgarbado y fanfarrón, con un bigote arrogante y una pesada torques, pero que tenía un agradable rostro de granuja. Frente a él se hallaba Diviciaco, alto y delgado, cuyos profundos surcos alrededor de la boca delataban amargura y deshonra. Supe que me había reconocido, pero un druida de ascendencia principesca no debía reconocer a un celta corriente. Por muy divinos que pretendan ser nuestros druidas, en ese aspecto resultan bastante terrenales. Pero ¿qué se entiende por terrenal? ¿Acaso existe algún dios que esté libre de soberbia, envidia o celos?

—¡Ahora César le escribe cartas! —se burló el celta orgulloso, irguiéndose más por encima del hombro de Diviciaco mientras el druida desenrollaba el rollo de papiro—. A mí me daría vergüenza lamerle el culo a un romano…

Los presentes celebraron la ocurrencia con risas y aplausos.

—¡Eduos! —exclamó Diviciaco a los allí reunidos—. ¿Quién le ha arrebatado a los arvernos la hegemonía de la Galia? ¿Mi hermano Dumnórix o Roma? Eduos, ¿quién ha triplicado en pocos años la cantidad de tribus que son nuestros clientes? ¿Mi hermano Dumnórix o Roma? ¿Pagamos por ello tributos como los alóbroges? ¿Tenemos que aguantar por ello a un gobernador romano que decida sobre nuestros usos y costumbres? Somos el pueblo celta más apreciado y por ello busca César nuestra amistad. Es la amistad de nuestro igual. Mi hermano Dumnórix, por el contrario, buscó siempre la amistad de los helvecios. Pero ¿qué hacen los helvecios? Huyen como gallinas acobardadas de las hordas del príncipe suevo Ariovisto. Dinos, Dumnórix, ¿son ésos tus amigos?

Dumnórix estaba furioso porque sentía que el discurso de su hermano no había errado el blanco.

—Los helvecios son celtas y adoran a los mismos dioses.

—También los arvernos son celtas… y atentan contra nuestra vida. ¡También los secuanos son celtas y nos incendian las aldeas!

—¿Te ha prometido César la corona? —exclamó Dumnórix temblando de ira.

—Eras tú quien quería ser rey, Dumnórix, no yo. Tú y tus amigos helvecios y secuanos. ¿Y qué nos han traído los helvecios y los secuanos? Escuchad, eduos, con Roma podemos aliarnos al pueblo más poderoso con las legiones más poderosas. Con Roma de nuestra parte, ningún vecino nos disputará aranceles ni servidumbres. ¿Por qué deberíamos entonces convertir a Roma en un enemigo?

Diviciaco alzó triunfante el rollo de papiro que sostenía en las manos y exclamó:

—César me pregunta a mí, Diviciaco, si los helvecios devastan nuestra tierra. Si protesto, castigará y aniquilará a los helvecios. No le lamo el culo a Roma, Dumnórix… ¡César me ofrece sus servicios, porque César se toma en serio las obligaciones de nuestra amistad!

—Los helvecios son nuestros amigos, Diviciaco —contestó Dumnórix con expresión sombría—. Nos han entregado como rehenes a sus más valiosos niños, mujeres y hombres para demostrar la bondad de sus intenciones. Por eso ningún helvecio devastará nuestra tierra. Diviciaco, si tú también crees que los helvecios saquearán la tierra, envíales entonces las cabezas cortadas de sus rehenes. Pero antes de hacerlo, hermano, muéstranos los campos destrozados, las granjas y aldeas saqueadas, y haz que las mujeres deshonradas clamen sus penas. De lo contrario, calla para siempre.

Diviciaco guardaba silencio mientras la gente miraba fascinada al hombre flaco que se hallaba en medio del círculo.

—A los eduos —empezó Diviciaco, vacilante— les corresponde el predominio sobre los celtas. Cada tribu que se debilita aumenta nuestro poder. Cuando los helvecios lleguen al Atlántico, tarde o temprano someterán a los pueblos del mar y se harán con el comercio de la isla britana. No, eduos, el cachorro al que protegéis hoy es el lobo que desgarrará mañana vuestras ovejas.

Los dos hermanos siguieron peleando hasta altas horas de la madrugada. Los esclavos repartieron jabalí en espetones; los príncipes ordenaron sacar cerveza y vino. Los argumentos se presentaban en un tono cada vez más subido y, cuando era necesario, se fundamentaban con algún puñetazo. Y cuando al final Dumnórix tuvo la insensata ocurrencia de que habían ofendido a su mujer helvecia, la discusión degeneró en pelea general: ¡Toda una fiesta popular celta!

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