—Te haré azotar por eso en Genava —siseé al tiempo que clavaba los talones en los flancos al caballo.
Sin duda, Veruclecio había escuchado cada palabra, y sonreía.
—Algunos regalos resultan una carga, mientras que algunas desgracias se descubren al cabo como una suerte.
La observación era típica de druidas y podía significar cualquier cosa: que el regalo del tío Celtilo se descubriría como una carga, pero también que la desgracia «Wanda» se resolvería más tarde en un feliz desenlace.
—Veruclecio —pregunté, impaciente—, ¿cómo se las arreglan los germanos con sus mujeres?
—Sus mujeres tienen la condición de esclavas. —Veruclecio se sonrió satisfecho—. Mientras que un hombre puede divertirse con numerosas mujeres, a una germana le está prohibido hacer lo mismo, bajo amenaza de pena de muerte. Cuando un germano necesita dinero puede vender a sus mujeres en el mercado de esclavos.
Aquello me sorprendió bastante. ¿Quién sabe si Wanda fue vendida por esa razón? Eso aclararía algunas cosas. Aminoré de nuevo la marcha hasta encontrarme junto a ella y le pregunté si los germanos se casaban por amor.
Wanda callaba; había adoptado la gracia de un lingote de plata cartaginense. Al cabo de un rato dijo con sequedad:
—Por supuesto que los germanos se casan por amor, amo. Los padres buscan al cónyuge, después regatean el precio y no es raro que los novios se vean por primera vez el día de la boda. Es amor a primera vista.
—¿Y lo toleráis?
—Sí, amo. Igual que tú no consideras discapacidad tu discapacidad porque no conoces otra cosa desde que naciste, una mujer germana no considera mala esa costumbre porque no conoce nada más.
—Pero, Wanda, tú ahora sabes que existe algo más.
—Sí, amo, pero ahora soy una esclava. Seguramente no tengo más derechos que antes, sólo que ahora sé que existen otras costumbres mejores. Tal vez ése sea un castigo mayor.
—¿Quieres decir que también vuestros dioses tienen sentido del humor?
Wanda no respondió. Miraba aburrida al frente e hizo retroceder un poco su caballo.
Por delante de nosotros se atascaban las carretas porque a un carro se le había roto el eje. Abandonamos la caravana y cabalgamos hacia el bosque. Allí había una estrecha vereda que discurría paralela al sendero hollado en dirección al sur. Estando los tres al borde del camino, contemplamos la gigantesca caravana de carros que serpenteaba entre los campos en barbecho.
Veruclecio me dirigió una breve mirada y di a entender a Wanda que esperara allí. El druida se puso la capucha y se internó despacio en el bosque. Ramas y arbustos altos le golpeaban el rostro; al cabo de un rato bajó del caballo y lo ató a una rama. Seguí su ejemplo. Delante de nosotros había un pequeño claro que estaba limitado a la derecha por una roca. Casi con reverencia, seguí a Veruclecio a través del claro y de pronto me sentí alegre. No pude evitar pensar en el tío Celtilo y tuve la impresión de que me acompañaba en ese momento. Percibí con claridad que le iba bien. Creo que se reía de Wanda y de mí.
Veruclecio paró de pronto y vi que detrás de unos matojos salvajes se escondía la entrada a una cueva. Mi acompañante separó con precaución las ramas que protegían el acceso a la gruta y me abrió paso sin soltarlas bruscamente. Incluso en las ramas vive el espíritu de los dioses. De súbito me pareció oír un zumbido y un murmullo, y pensé en alguna voz, pero era el borboteo de un manantial que nacía en la entrada de la cueva y desembocaba en un arroyo. Del agua sobresalían deformes estatuas de madera tallada que estaban metidas en un tocón carcomido; la madera estaba podrida y blanquecina. Aquel lugar pertenecía a los dioses.
Saqué de mi gran bolsa de cuero la torques de oro del anciano de nuestra aldea, Postulo, y la ofrendé allí donde el agua murmurante del manantial se unía al arroyo. Volví a notar la cálida presencia del tío Celtilo, e incluso advertí ese olor penetrante de ajo y vino romano sin diluir. Habíamos entrado en el otro mundo. Al contrario que otros pueblos, nosotros no separamos el mundo de los vivos del de los muertos. Son mundos paralelos que se encuentran y fluyen juntos en lugares sagrados. Cuevas, lagos y negros manantiales sirven de entrada, pero a menudo basta una brisa, una niebla o el grito nocturno de la lechuza para ver lo que permanece oculto a las personas corrientes durante toda una vida.
Descansamos en un caserío incendiado y abandonado ya por sus habitantes. Algunos perros salvajes vagabundeaban alrededor de una hoguera en la que, al parecer, todavía se cocía algo comestible. Me senté con
Lucía
en un poste caído que las llamas no habían devorado y me entretuve con la honda. A pesar de mi incapacidad para realizar movimientos suaves y rítmicos, había llegado a conseguir una buena puntería y le di a una rama a ciento cincuenta
pes
de distancia. Nada extraordinario. De algún modo estaba en racha, y me sentí bastante orgulloso al darle a un perro en el trasero; el chucho salió corriendo entre aullidos y arrastró con él a toda la manada. Con el arco y las flechas, de hecho, me las arreglaba mejor, pero rara vez se me presentaba la ocasión de probar suerte con blancos en movimiento.
Desde que había entrado con Veruclecio en el bosque del manantial sagrado no habíamos vuelto a hablar. Con todo, sentía su proximidad con más fuerza y creía leer sus pensamientos aquí y allá. Seguramente había querido probarme, saber si los dioses me aceptaban y hablaban conmigo y sobre mí. Con la ofrenda de la torques de oro yo había demostrado percibir las voces divinas. Para ser druida, sin embargo, no bastaba con saberse los versos sagrados. Eran los dioses los que debían decidirse por mí, puesto que de ellos dependía comunicar a través de mi voz el destino de mi tribu, curar a través de mis manos y abrir mis ojos a los secretos del universo. De forma instintiva así el amuleto que me había regalado el tío Celtilo y volví a experimentar la misma sensación de felicidad que en el manantial sagrado.
Regresamos cabalgando en silencio. Wanda nos esperaba y me dio unas cuantas pieles para pasar la noche sin mirarme. Le tomé una mano mientras con la otra tocaba el amuleto de Celtilo y supe que también ella percibía a mi tío. Pareció sorprenderse, se alegró y me sonrió.
—Eres un druida —dijo sorprendida, con una mezcla de reverencia y miedo.
* * *
Al día siguiente, Veruclecio me llevó otra vez a un bosque sagrado que limitaba con una zona pantanosa y me mostró unas plantas acerca de cuyas propiedades ya me había hablado.
—Esta de aquí es la pamplina de agua. Quien la coge no debe mirar atrás. Debe conservar la planta donde se almacenan las bebidas y, sobre todo, realizar el acto divino con la mano izquierda.
Depositó la planta con cuidado sobre un paño blanco y me hizo seguir adelante. En un pequeño arroyo se sentó y se lavó los pies; después esparció migas de pan por el lecho del arroyo y vertió en el agua vino de un pequeño odre de cuero. Era una ofrenda para los dioses del agua. A continuación tomó las sandalias con las manos y dijo que, tras esa ofrenda de consagración, ya podíamos cortar el licopodio. La determinación con que encontraba cada una de las plantas resultaba bastante asombrosa, y halló el licopodio en medio de un arbusto de frambuesas cubierto de maleza.
—Para recoger licopodio jamás se utilizará una cuchilla de hierro. Debe tomarse pasando la mano derecha bajo la manga izquierda, como si se quisiera robar algo. Además, hay que ir vestido de blanco, descalzo y con los pies lavados, y haber realizado antes una ofrenda de pan y vino. —Con su hoz de oro, símbolo del sol dorado y la luna falciforme, cortó un licopodio, que entre otros pueblos recibe el nombre de «pie de lobo» en el habla popular—. El licopodio —su voz tenía cierta nota melódica, entusiasta— es la planta de las fuerzas oscuras y misteriosas. Para que esas fuerzas queden contenidas al recogerlo, el druida debe tener los pies descalzos sobre la tierra. Mientras que el lado derecho es siempre el lado de la luz, el izquierdo representa siempre el lado del misterio y el mundo de las sombras. El licopodio se cuece en agua caliente, pero recuerda: el agua debe estar fría y limpia cuando eches la planta. ¡Jamás debe meterse en agua hirviendo!
Asentí y pregunté qué propiedades tenía. Veruclecio se sonrió en silencio y después dijo:
—El licopodio puede curar y matar. Si los dioses te han escogido para hablar a través de tus manos, la decocción que prepares curará o matará. —Puso la planta sobre un lienzo blanco y después se ató las sandalias—. Ahora te enseñaré dónde se encuentra la verbena, que mitiga los dolores y también hace olvidar todo lo que sucede. Por eso la utilizamos para las predicciones. ¡Pero ve con cuidado, Corisio! Si utilizas verbena demasiado a menudo, cada vez necesitarás más en futuras profecías. La verbena es poderosa, muy poderosa, tanto que ya ha esclavizado a algunos druidas.
Seguimos caminando por el bosque mientras el druida recogía verbena que asimismo envolvía en un paño blanco. Me hizo ver los árboles como yo jamás los viera hasta entonces; me enseñaba las raíces, las cortezas, las ramas y las hojas, explicándome en qué época del año y a qué hora del día o de la noche estaba permitido realizar cada ceremonia. Y también me indicó lo que debía respetarse en especial con luna llena. Después tarareó los versos sagrados sobre la batalla de los árboles y los arbustos, un día orgullosos guerreros a los que se convirtió en árboles y arbustos para su protección. Entonces comprendí también por qué a veces, cuando estaba solo en el bosque, experimentaba la vaga sensación de encontrarme entre miles de personas que me contemplaban en silencio. Tuve la impresión de haber sido iniciado en otro secreto. También comprendí mejor por qué la palabra «druida», en nuestra lengua se componía de los términos «bosque» y «sabiduría»: Toda nuestra sabiduría se encontraba en los bosques.
A Wanda la habíamos dejado en el caserío incendiado. A nuestro regreso, Veruclecio seguramente vio cómo mi mirada acariciaba el cuerpo de la muchacha en el reencuentro; entonces cerró los ojos un instante, comunicándome así que todavía era demasiado pronto para que yo entrase en el centro sagrado de druidas de la isla de Mona. Mi sed de experiencias terrenales era aún demasiado fuerte, y sería mucho mejor druida si antes conocía un poco de mundo. Era demasiado pronto para volver la espalda a todo lo terrenal, que tanto me fascinaba.
—Veo que los dioses habitan en ti, Corisio, y también estoy convencido de que te deparan algo especial, pero perdóname si hoy no puedo decirte el qué. En tus ojos veo muchísimas cosas. Veo al vidente y al curandero, pero también al amante impetuoso y al buen vividor. Los dioses todavía no se han puesto de acuerdo. —Me puso la mano sobre la cabeza y cerró los ojos. Entonces me dio los tres pequeños paños blancos que guardaban las hierbas y me advirtió que fuera muy precavido con mi sabiduría, por muy pequeña y modesta que ésta fuese aún—. Piensa siempre, Corisio, que uno no se libra tan fácilmente de los espíritus a los que ha invocado. —Vaciló un momento, pero al final me entregó una pequeña bolsa de cuero—. Esto es cebadilla, Corisio, para que prepares la veratrina. Si untas una flecha con veratrina, el más grande de los animales se derrumbará, aunque sólo le hayas dado en la pata. La veratrina es un tósigo que mata cualquier enfermedad, pero en noventa y nueve de cada cien casos también acaba con la persona. —Veruclecio me sostenía las manos sonriente—. Todavía tienes por delante las grandes pruebas, Corisio. ¡Aún no eres el druida de nadie! Ve con cuidado con tus conocimientos. Los dioses te han reconocido y a partir de ahora disfrutas de su especial atención.
* * *
Cuando vimos relucir el sol a lo lejos sobre el lago Lemanno, Veruclecio se despidió de nosotros. Quería avisar a los príncipes de todas las tribus celtas de que no le dieran a Roma pretexto alguno para un conflicto militar, una tarea difícil puesto que ningún príncipe aceptaba la intromisión de otro celta. Con todo, Veruclecio era druida y debía intentarlo.
Wanda y yo pasamos los siguientes días solos en los bosques. Yo buscaba plantas y hierbas, ofrendaba a los dioses e intentaba escuchar lo que tenían que decirme. ¿Debía convertirme en druida o en hombre de comercio? ¿Debía marchar al Atlántico con los helvecios o a Massilia? Necesitaba con urgencia la ayuda de los dioses. El tío Celtilo me había enseñado mucho, pero nunca a decidir por mí mismo.
Los celtas alóbroges viven entre dos ríos, el Ródano y el Isara, y fueron sometidos por Roma junto con los arvernos hace unos cincuenta años. Su territorio es en la actualidad la provincia romana que los romanos llaman Galia Narbonense. Su ciudad más fronteriza es Genava, la cual limita directamente con la región de los helvecios. Un puente sobre el Ródano une la tierra de los celtas libres con la provincia romana. A finales de marzo, Wanda,
Lucía
y yo llegamos a ese puente. Desde muy lejos ya podía verse la diosa protectora de los alóbroges, una figura de madera de roble de tres metros de altura que llevaba una torques de oro gigantesca. Ya había miles de helvecios reunidos en la orilla norte del Ródano, esperando sobre suelo celta la asamblea de los príncipes que se celebraría esa tarde. En la asamblea, a la que nadie me había invitado, iban a discutirse y confirmarse de nuevo todos los detalles. Querían atravesar la región de los alóbroges sometidos por Roma y llegar en pocos meses a la tierra de los santonos, en la costa del Atlántico. Volveríamos a cruzar el territorio que el insigne Divicón convirtiera en deshonra de legiones romanas unos cincuenta años atrás.
Tres años antes, cuando el acaudalado Orgetórix aún era nuestro cabecilla y decidimos emigrar, los alóbroges habían vuelto a alzarse contra Roma y nos concedieron permiso para atravesar sus tierras. Sin embargo la rebelión fue aplacada una vez más, de modo que su palabra ya no tenía ningún valor. Ahora contaba la palabra del nuevo procónsul, Cayo Julio César, a quien quisimos pedirle permiso oficialmente. En caso de que desestimara nuestra petición, aceptaríamos rodear la provincia romana y escoger el fatigoso camino a través de las quebradas entre el Ródano y el Jura, atravesando después la región de los celtas secuanos y eduos, también amigos nuestros, en dirección al oeste. Ese rodeo sin duda resultaría muy fatigoso, pero lo asumiríamos en nombre de la paz.
De modo que crucé con Wanda y
Lucía
el puente de madera y al otro lado entré en el
oppidum
de los celtas alóbroges, es decir, entré en la provincia romana de la Galia Narbonense. Al otro extremo del puente, seis legionarios romanos me cerraron el paso. Eran aduaneros, y llevaban una versión en bronce de nuestro yelmo celta con orejeras, una coraza de malla celta que consistía en treinta mil anillas de metal, una espada hispaniense y un
pilum
. Gracias al tío Celtilo yo estaba familiarizado con las armas más corrientes del Mediterráneo, si bien quedé algo decepcionado. ¿Cómo podía dominar todo el Mediterráneo un pueblo que ni siquiera era capaz de inventar sus propias armas y armaduras? Algunos legionarios se apoyaban sobre altos escudos ovalados que estaban pintados de colores.