—Silvano —dijo Niger Fabio riendo—, apestas como una tienda repleta de concubinas. ¡Si una sola gota de perfume basta!
—Dame un poco más. A los oficiales les vuelve locos.
—Y yo que siempre pensé que los legionarios romanos apestarían a cebolla y ajo.
—¡Los legionarios, pero no los oficiales!
Niger Fabio nos invitó a comer en la gran tienda principal. Allí esperaban tumbados sobre sofás tapizados una docena de mercaderes, a los que no era difícil identificar como ciudadanos romanos por sus togas que ordenaban a esclavas nubias que les trajeran vino, huevos cocidos y tortas de pan salpicadas de sésamo. Sólo uno de los huéspedes estaba sentado en una silla, y no era romano. Vestía una túnica con rayas de colores bastante gruesa y de manga larga que le llegaba a los tobillos y lucía una barba desgreñada y una pelambrera que le otorgaba cierto aire de soñador y filósofo. Hasta que no me sonrió afablemente, no lo reconocí: era Mahes Titiano, el mercader sirio con nombre de pila iraní. Le sonreí un instante y luego contemplé otra vez a los dos esclavos que asaban un cerdo en una hoguera frente a la tienda abierta. Uno de los esclavos trabajaba con un gran pincel de crines blancas de caballo, que introducía de forma ceremoniosa en una vasija de barro llena de salsa para luego untar la espalda de cerdo mientras el otro esclavo, también un nubio de piel oscura, daba vueltas a la carne visiblemente satisfecho.
—¡Corisio! —oí que alguien llamaba.
Uno de los romanos se levantó de un salto y de inmediato supe que ya había oído en algún sitio ese graznido detestable. Pisón, espía de Luceyo, recaudador de deudas, provocador y cobista, se me acercó y a voz en grito hizo saber a la concurrencia que yo era un druida helvecio que dominaba todas las lenguas del Mediterráneo. Está claro que era una exageración, pero por cortesía no quise contradecirlo en ese punto; en cuanto a mi procedencia, eso era otro tema.
—Soy de la tribu de los celtas rauracos —corregí—. Vivimos allá donde el Rin forma un recodo y separa la región de los celtas de la de otros pueblos a los que llamáis germanos.
Un mercader que tenía la nariz amorfa como un bulbo dijo que todo eso daba lo mismo, que los bárbaros siempre eran bárbaros. Los mercaderes que se agrupaban a su alrededor aplaudieron y Mahes Titiano replicó sonriendo que resultaba sorprendente llamar bárbaro a un joven con semejante sabiduría. Se lo agradecí con un gesto y Mahes Titiano me entregó entonces un amuleto de bronce con un ojo grabado.
—Esto te traerá suerte, mantiene apartado el mal.
—Pero no es un ojo celta —dije por lo bajo—, así que poca suerte me traerá.
Los mercaderes estallaron en risas huracanadas.
—Los amuletos de Judea no traen más que mala suerte. Lo has adivinado, druida —dijo uno de ellos.
Los mercaderes ya habían bebido bastante del vino tinto generosamente dispensado y prorrumpían en una salva de risas ante cualquier tontería.
Mahes callaba. Parecía estar ofendido.
—
Barba non facit philosophum
—«La barba no hace al filósofo», se burló Pisón.
Un esclavo me ofreció un vaso de vino.
—Cécubo de Campania —señaló Silvano, sonriendo con aprobación mientras me guiñaba el ojo.
Yo nunca había bebido cécubo, un vino fuerte pero muy afrutado y agradable al paladar. El esclavo que estaba detrás de mí abrió otra ánfora y vertió el vino a través de un filtro de hilo en una caldera de bronce que sostenía un segundo esclavo. Después le añadieron agua. Niger Fabio era un anfitrión generoso. Entonces hizo que trincharan el cerdo y lo cortaran en pequeños trozos, pues conocía los usos romanos. Para acompañar la carne trajeron un grano amarillo y poco cocido.
—Es
oryza
—dijo nuestro anfitrión—. En realidad es blanco, pero lo cocemos con azafrán. De ahí su color amarillo.
—¿Quieres envenenarnos? —refunfuñó Silvano, al tiempo que olfateaba con escepticismo su plato de arroz.
Pisón lanzó una sonora risotada, demostrando así que era hombre de mundo.
—En Oriente lo comen ya los oficiales romanos. Y afirman que los enfermos se curan más rápido con él.
—Pues en César encontrarás a un comprador bien dispuesto —observó Silvano con una sonrisa irónica.
Los mercaderes rieron.
—Si el precio es bueno —clamó el hombre de la nariz con forma de bulbo—. ¡Pero los árabes sois todos unas sanguijuelas!
—Entonces aciertas con César —graznó Pisón con el índice levantado—. ¡Duplica el precio y César es tu comprador! Para él sólo es bastante bueno lo que ningún otro se puede permitir.
De nuevo rieron todos mientras los esclavos servían la salsa, que debía de ser algo extraordinario porque a Niger Fabio se le iluminaron los ojos mientras examinaba con atención a un huésped tras otro. Aquello era lo máximo: una salsa de vino con cebolla, ajo, canela, pimienta y laurel triturados en el mortero. Le dirigí una sonrisa aprobatoria al anfitrión mientras los demás gemían de placer como toros en celo y ponían los ojos en blanco. Cualquiera habría dicho que se había abierto la época de apareamiento.
No obstante, Niger Fabio no era sólo un anfitrión excepcional, sino también un experto hombre de negocios. Les hizo a los esclavos una señal para que sirvieran más vino y enarboló entonces un
vexillum
romano de seda roja. El
vexillum
era la insignia del manípulo, unidad del ejército romano; consistía en una lanza con hojas de laurel en el extremo y un travesaño de madera bajo el laurel del que colgaba una tela rectangular de seda roja donde aparecían bordados un toro dorado y el lema LEG X. Por lo visto, la legión décima había sido fundada bajo el signo zodiacal de Tauro y gozaba de la protección de Júpiter, a quien los romanos sacrifican toros. En el borde inferior de la seda había cosido un ribete de flecos, y de los extremos del travesaño colgaban tiras de cuero con herrajes de bronce. Los huéspedes enmudecieron mientras contemplaban con reverencia el
vexillum
de la legión décima que un mercader oriental sostenía en sus manos. Silvano se levantó y comprobó la suspensión del travesaño con ojos expertos; después acarició la seda y miró desconcertado a Niger Fabio.
—Seda —susurró éste—. Cuando brilla el sol se ve a gran distancia e infunde temor, pues en la lejanía parece un sol que se acerca rodando.
Silvano callaba, turbado, como si estuviera delante del representante de una civilización superior.
—César te pagará una fortuna por ella —dijo un mercader que hasta entonces se había mantenido en un segundo plano. Se llamaba C. Fufio Cita y era un empresario particular que seguía a las legiones romanas y les suministraba cereales. Su aspecto era tranquilo, casi majestuoso; ya me había fijado en que apenas sonreía cuando los demás se desternillaban.
—César está arruinado —Pisón esbozó una sonrisa—. Necesita nuevos créditos sólo para hacer frente a los plazos de los intereses.
—¿Acaso le ha impedido eso regalarle a su querida Servilla una perla valorada en seis millones de sestercios? —intervino el mercader de la nariz—. ¡Seis millones por un par de noches! Es inaudito. En mi opinión, ese hombre está loco. Se lo juega todo a una sola baza: todo o nada.
—¿Qué creéis vosotros? —preguntó Mahes Titiano—. ¿A los legionarios de César les interesan también los amuletos?
Los mercaderes romanos se rieron y pidieron más vino.
—Si César cruza hasta Britania para saquear las minas de estaño —prosiguió Titiano—, sus legionarios necesitarán algo que los proteja de la tormenta. —Le dio un amuleto a Pisón—: Apenas cuesta nada y te protege de algunos peligros.
—¡No quiero saber nada de tus demonios! —exclamó Pisón al tiempo que le lanzaba a Mahes la plaquita de bronce con el estilizado ojo grabado.
—¡Mi Dios es bondadoso! —replicó Mahes—. Si lo compras, te salvarás cuando el mundo se haga pedazos.
—Pero está claro que no ha podido contra Pompeyo. ¡Judea está en manos de Roma y Jerusalén ha caído!
Pisón y los demás rieron con ganas y brindaron.
—Verás, Corisio —comenzó Pisón—, en Judea sólo pululan profetas, curanderos milagrosos, exorcistas, redentores, hijos de Dios y demás mesías, y fanáticos religiosos a los que se venera como salvadores y libertadores. Hace cien años que predican el fin del mundo. Pompeyo ya ha hecho crucificar en Judea a un centenar de esos locos, ¡pero crecen como la mala hierba! Te los encuentras por todas las esquinas. Sus preceptos de pureza y alimentación son un tormento, y se toman la libertad de perdonarles la culpa a los delincuentes sin tribunales, templos, sacerdotes ni sacrificios expiatorios. ¡Es la blasfemia divina centuplicada! Pero lo más desquiciado de todo es que sólo tienen un Dios.
Pisón y los otros romanos se desternillaban de risa. Una religión que sólo conocía un dios era sin duda la mayor estupidez que se le podía ocurrir a nadie; si uno estaba a malas con un dios, siempre le quedaba el recurso de dirigirse a otro.
—¿Cómo pretendéis opinar sobre un dios si ni siquiera conocéis la diferencia entre celtas y germanos? No sois más que un hatajo de romanos borrachos —protestó Malíes.
Los romanos ya no aguantaban más y ordenaron a los callados esclavos nubios que tenían detrás que volvieran a llenarles los vasos de vino. Silvano se enjugó las lágrimas de los ojos mientras ahogaba sus risas.
—Dinos, Mahes Titiano, ¿cuál de nuestros dioses se corresponde más con tu único dios? Júpiter o…
—¡Nuestro Dios es el más grande y el único Dios verdadero! —exclamó el sirio, furioso.
—¿Y cómo es que no te ayuda a vender tus amuletos? —inquirió Pisón sin dejar de reír mientras se daba palmadas en los muslos—. Tendrías que hacerle un sacrificio a Mercurio. ¡Él sí que te ayudaría!
—Dejad que termine de hablar —dijo C. Fufio Cita en un tono más tranquilo, y se volvió con interés hacia Mahes Titiano—: El Mercurio romano se corresponde con el Hermes griego, el Thus celta y el Wotan germano; quizá sea siempre el mismo dios que sólo recibe otro nombre en cada uno de los pueblos, pero tu dios…
—Su dios del apocalipsis… —bramó uno y todos rieron, haciendo imposible una conversación sensata.
—Mahes Titiano —masculló Silvano—, si tu palabrería no fuese tan divertida, ya hace tiempo que te habríamos sazonado para venderte a los bárbaros como un cerdo romano.
—¡Tiene razón! —exclamó un mercader que se llamaba Ventidio Baso y que hacía negocio con molinillos de mano y carretas—. Los romanos toleramos a cientos de dioses y no hacemos distinción entre los propios y los ajenos, pero cuando llega uno y afirma que existe un solo dios, ¡está ofendiendo a todos los nuestros! ¡Y por eso algún día acabarás en la cruz como un delincuente cualquiera!
Ventidio Baso recibió una sonora ovación. La mayoría de los presentes estaban ya tan borrachos que prorrumpían en estruendosas carcajadas por cualquier tontería, y sus discursos eran igualmente groseros. En la mirada de Niger Fabio leí que aunque soportaba la compañía de los romanos, despreciaba la vida disoluta que llevaban.
Otro romano entró en la tienda. Apenas pude creerlo. ¡Era Creto, el mercader de vinos, con su perra
Atenea
! ¡Vaya sorpresa! Vociferó mi nombre como si tuvieran que oírlo hasta en Massilia y me abrazó con cariño, sin duda pensando que abrazaba una pequeña parte del tío Celtilo. Yo me sentí de veras feliz de tener a Creto entre mis brazos. ¡Massilia se encontraba ya a sólo dos pasos y estaba en verdad orgulloso de que me hubiese encontrado en medio de todos esos mercaderes. ¡Ya no era el pequeño rauraco que esperaba sentado bajo el roble!
—Me parece que te tienes en pie con más seguridad, Corisio.
Eso me lo decía siempre que nos encontrábamos, no sé si sólo con la intención de darme ánimos. Creto se agachó hacia
Lucía
y le acarició la cabeza;
Atenea
la olfateó y gimió un poco. Era la madre de
Lucía
y, aunque el morro se le había vuelto gris, enseguida reconoció a
Lucía
como su pequeña. Miró a su dueño enfadada y empezó a emitir unos sonidos extraños. Creo que las personas nunca llegaremos a entender lo que les hacemos a los animales.
—Has crecido, Corisio. ¿Está tu tío aquí también?
Vacilé, y a Creto eso le bastó para comprenderlo todo. Volvió a estrecharme entre sus brazos y murmuró algo que a buen seguro iba dirigido a sus dioses. Después saludó a los mercaderes romanos. Sabía el nombre de la mayoría, y tampoco Pisón le era desconocido.
—Creto, he descubierto algo nuevo para ti. En la fonda del sirio Éfeso trabaja una tal Julia que tiene el culito más firme…
Algunos vocearon: «¡Julia!», y alzaron sus vasos. Cuando los romanos lograron ponerse al fin de acuerdo sobre el trasero presuntamente maravilloso de Julia, pregunté a la concurrencia por qué se habían reunido allí tantos mercaderes. ¿Acaso se celebraba mercado con regularidad? Las risas atronadoras se desataron a modo de respuesta. Silvano vomitó en el suelo a causa de las carcajadas, lo cual animó aún más al resto.
—Aquí no se celebra ningún mercado, sino una guerra —rió Pisón al tiempo que se enjugaba las lágrimas.
—¿Se han alzado los alóbroges contra Roma? —pregunté, confuso.
Prorrumpieron en nuevas risas, aunque pronto volvieron a sosegarse. Parecían tenerme lástima. Mahes Titiano me dirigió una mirada seria.
—En Roma corre el rumor de que los helvecios quieren atacar la provincia romana.
—¡Eso es mentira! —exclamé—. Somos un pueblo que emigra y no un ejército en campaña militar. No queremos invadir la provincia romana, sólo cruzarla para ir hacia el oeste, al Atlántico. Los santonos nos han cedido tierras fértiles.
Pisón me miró con indulgencia. Lo cierto es que me tenía lástima; al parecer había algo que yo no comprendía.
—Corisio, los celtas sois el pueblo del oro. Mientras que los demás pueblos se ven obligados a matarse trabajando en las minas por meras motas de polvo, vosotros encontráis sacos de polvo de oro en los ríos.
—No veo la conexión —mentí.
El mercader de nariz bulbosa rió con ganas y vociferó:
—¿Estáis emigrando? ¿El pueblo del oro emigra? ¡Lleváis encima todas vuestras posesiones, todo vuestro oro!, ¿y no entiendes la conexión?
—Es como si Julia se paseara ante César contoneándose —agregó Silvano.
Pisón esbozó una sonrisa.
—Para Cayo Julio César no hay mejor oportunidad de conseguir oro. No tiene que sitiar ninguna ciudad ni formar ningún ejército: se limita a atacar a un pueblo que emigra con mujeres y niños y carretas de bueyes y todo su oro.