El druida del César (14 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Atticen quaerat assibus sedecim
—bromeó un legionario, lo cual significaba: «Áttica te lo hace por dieciséis ases.»

Al parecer, intercambiaban informes del frente erótico. Entonces un hombre salió de la caseta de madera que había junto al puente y todos se pusieron firmes de inmediato, como si se hubiesen tragado un
pilum
. Aquel tipo parecía un oficial; llevaba una coraza de inspiración griega, espinilleras plateadas y un yelmo etruscocorintio adornado con plumas. Me recordó muchísimo a una gallina acorazada; curiosamente, desprendía un intenso olor a polen dulce. Me preguntó en latín qué estaba haciendo allí, y le respondí con amabilidad y en un latín fluido que buscaba contactar con mercaderes romanos. Quedó a todas luces sorprendido de que yo supiera hablar su lengua, y también los otros legionarios me miraron perplejos. Por lo visto en Roma pensaban que los bárbaros sólo emitíamos gruñidos tales como «
barbar
». El oficial me dio a entender, haciendo un gesto con la mano que desapareciera de nuevo por la otra orilla del río. Entonces saqué unos cuantos sestercios que estaba dispuesto a sacrificar por una visita a la provincia romana y pregunté:

—¿Puede decirme alguien dónde está el barrio de los mercaderes?

El oficial me quitó de la mano las grandes monedas de latón y señaló a la izquierda, río abajo.

—Allí encontrarás las hienas y los buitres del Imperio romano.

¡El tipo de pronto hablaba celta! A buen seguro llevaba un largo tiempo estacionado allí. Los legionarios se echaron a reír y nos dejaron pasar. Yo estaba de veras decepcionado, pues había imaginado soldados romanos más grandes e imponentes; además eran de estatura más bien corta y, aunque no eran enanos, tal como aseguraban los germanos, sí eran considerablemente más bajos que los celtas. ¡Y encima esas armas y armaduras que parecían de prestado! ¡Qué impropio! Aún me decepcionó más que fuera posible sobornar a un oficial con unos cuantos sestercios, algo que entre los celtas constituía una afrenta que habría acabado en un duelo a muerte. Ahora bien, ¿acaso no me había dicho Creto, el mercader de vinos, que en Roma era posible comprar cualquier cosa?

* * *

El campamento de los mercaderes romanos se encontraba apartado de los barrios de viviendas y artesanos. Apenas daba crédito a mis ojos. Había esperado un pequeño mercado, y ante mí se extendía una ciudad de tiendas el doble de grande que el propio
oppidum
. ¡Medio Mediterráneo se hallaba reunido ante las puertas de esa ciudad más bien insignificante! Era increíble. Los mercaderes habían montado sus tiendas por doquier, extendido sus productos a la vista de los posibles compradores: telas de colores, algodón en rama o hilado, cueros refinados, pieles y vellones, vestidos, túnicas, togas, paños, sudaderas para cabalgaduras, ribetes y cintos con herrajes, innumerables piezas de loza, ánforas de todos los tamaños y para todos los usos, vajillas de Campania y, por supuesto, joyas de oro, plata, marfil y piedras preciosas como cornalinas, jaspes, crisopacios, ónices y sardónices. Yo no conocía todos los nombres, pero un mercader sirio que se llamaba Titiano y que llevaba el nombre de pila iraní de Mahes, me explicó con amabilidad los nombres y el uso de las diferentes piedras.

—Son rubíes, zafiros, turmalinas y esmeraldas, y estas de aquí son perlas de la India; aquello es marfil. Este colmillo de marfil pesa más de trescientas
librae
y pertenece al
Loxodonta africana
, un animal gigantesco y gris que pesa tanto como ocho sementales juntos.

Miré a Mahes Titiano con cierto escepticismo y palpé el colmillo.

—Conozco todas las historias de Aníbal y sus elefantes, pero de eso ya hace doscientos años. Por eso me pregunto si existen de veras esos animales. Me refiero a si tú has visto alguno.

—¡Desde luego! —exclamó el sirio—. ¡Son algo más que historias! Los elefantes no son sólo caballos gigantes con colmillos descomunales. Los elefantes son eso, elefantes, y es cierto que Aníbal atravesó los Alpes con esas bestias.

Wanda y yo no pudimos evitar la risa.

—¿Estabas tú allí? —preguntó Wanda.

La miré con extrañeza. No le correspondía expresarse sin autorización previa para ello. No obstante, desde que entráramos en la provincia, de algún modo ya no se comportaba como una esclava.

—Creedme, todo lo que os explico es cierto. El
Loxodonta africana
puede vivir hasta setenta años y se doma con mucha facilidad, igual que un caballo.

—¿Crees —pregunté entre titubeos— que podría encargarte uno de esos elefantes?

—Si tienes suficiente oro, por supuesto. Te lo podría entregar dentro de dos años nada más.

¿No era aquello maravilloso? ¿Acaso no llevaba años soñando con la oportunidad de hablar con mercaderes de todo el mundo? Y estaba claro que con el latín y el griego se llegaba a cualquier parte.

—No sé —intenté zanjar la cuestión—. Si me comprara una bestia tan gigantesca con colmillos de marfil, siempre andaría preocupado en que de noche no me robaran el marfil.

—También puedo proporcionarte papagayos, monos, jirafas o rinocerontes. Los rinocerontes también están bien; son algo testarudos e irascibles, pero vuelven locos a los ediles romanos. En las listas que me entregan con sus deseos para los juegos siempre hay algún rinoceronte.

Rechacé con la mano, le di las gracias con educación y me fui con Wanda al siguiente puesto. La verdad es que no tenía intención alguna de montar un circo ambulante. Los olores me empujaban hacia delante. Había un aroma en especial que me atraía de forma mágica, un aroma que yo desconocía: unos vapores blanquecinos ascendían desde las estrechas aberturas circulares que se apreciaban en un recipiente de bronce cerrado.

—Es incienso —informó un hombre que chapurreaba el griego.

El individuo gordo y bajito, de unos cuarenta y cinco años, salió de la tienda y me miró a los ojos con franqueza y simpatía. Llevaba un pañuelo blanco liado a la cabeza y apenas se le veía la cara, ya que la frondosa barba negra como la pez le nacía casi en unos ojos grandes y risueños que recordaban las esmeraldas de la buena suerte.

—¿Incienso? —repetí.

—Sí —contestó riendo el oriental—. Todos los hombres, ricos y pobres por igual, necesitan estos granos maravillosos. Te vendo un puñado por un as.

—Los celtas no necesitamos incienso.

—Oh —se le escapó al mercader, y de pronto pareció sentirse muy apesadumbrado—. ¿Y cómo veneráis a vuestros dioses?

—No tenemos templos —dije riendo—. Nuestros dioses están por todas partes: en las piedras, las aguas y los árboles.

—Por favor, celta, dime tu nombre y sé mi huésped. Yo soy Niger Fabio, hijo de liberto. Sé mi invitado y háblame de tu pueblo.

Le dije mi nombre y le pedí permiso para amarrar los caballos en algún sitio. Después de eso me abrazó como a un viejo amigo. Al parecer se alegraba de que hubiera aceptado su invitación y, aunque en un primer momento me sorprendió un poco, su afabilidad era contagiosa. Creo que cuando alguien se dirige a ti con afabilidad, no es posible reaccionar más que del mismo modo. Niger Fabio dio dos palmadas y un esclavo salió de la tienda e hizo una profunda reverencia. El oriental señaló a nuestros caballos, y el esclavo se inclinó de nuevo y llevó a los animales detrás de la tienda. Lo seguí para cerciorarme de que los caballos estuvieran bien acomodados, y me quedé de piedra. También Wanda quedó perpleja. Nos encontramos ante algo bastante extraño, más grande que mi caballo y con un chichón bamboleante sobre el lomo.

—Es un dromedario —dijo Niger Fabio entre risas—. Se trata de un animal modesto y no les hará nada a tus caballos.

Me explicó que en su hogar los dromedarios servían como bestias de carga, igual que nosotros empleábamos burros y mulas. Al parecer tenían allí una curiosa tierra que el sol había abrasado por completo y, cuando atraviesan esa tierra, a la que llaman desierto, van montados en esos dromedarios porque éstos pueden almacenar tanta agua que no precisan beber en algunas semanas.

—Eso es del todo imposible —observé, sonriente—, aunque se trata de una historia bastante curiosa.

—No —exclamó Niger Fabio—. Es cierto que los dromedarios pueden acumular agua, en la giba. Y cuando tienen sed, el agua fluye por su cuerpo desde ésta.

—Entonces deben de ser animales divinos —reflexioné—. ¿Se pueden comprar también estas ánforas de cuatro patas?

—¿Y qué vas a hacer tú con un dromedario?

Me condujo un poco más allá, hasta dos caballos árabes de una belleza, una fuerza y una elegancia como yo jamás soñara: una yegua blanca y un semental negro como el cuervo. Me acerqué despacio a ellos y sólo un instante levantaron las orejas y resoplaron por los ollares. Les alargué la mano extendida y les di tiempo a que me olfatearan. La yegua se acercó y me lamió la frente mientras me tiraba del pelo con el labio superior. Entones le hablé bajito y despacio mientras le acariciaba los ollares con suavidad.

—A
Luna
le gustas, Corisio. Hablas la lengua de los caballos.

A Wanda parecía gustarle el semental, que frotaba la cabeza con suavidad sobre su hombro.

—Cuando quiero hacer negocios con alguien, le enseño mis caballos.
Luna
enseguida me dice si una persona es buena o mala —comentó riendo Niger Fabio, y volvió a estrecharme de forma afectuosa.

Al soltarme perdí el equilibrio, pero Wanda saltó detrás de mí y me sostuvo. Niger Fabio pareció afligido.

—Dime, ¿cómo es que tienes unas piernas tan débiles y tu equilibrio es tan precario? A lo mejor tengo alguna hierba que sirva para curarte.

—No —respondí con una sonrisa—. Las hierbas curan enfermedades, pero yo no estoy enfermo. Nuestros dioses han elegido mi cuerpo como morada y por eso necesito las piernas tan poco como necesita el fresno una rueda.

—¿No serás druida? —Niger Fabio se estremeció un poco.

—Sí —repliqué de forma espontánea a pesar de que no era cierto; aquello hubiera requerido demasiadas explicaciones con exactitud.

Pero Wanda parecía ser de otra opinión y su mirada me hizo saber que me tenía por un pequeño embustero y un estafador miserable.

—Esta es mi esclava Wanda —dije en tono seco, y la miré a la cara con impertinencia. Sabía que a lo largo del día me haría pagar por ello, aunque me daba lo mismo.

Niger Fabio nos llevó a una tienda de cuero custodiada por esclavos que se hallaba repleta de cajas de madera, toneles, sacos de tela y cestos trenzados. Me enseñó los más diversos granos de incienso, dándome a oler mirra y bálsamo, y me ofreció maderas de aromas peculiares: figuritas de sándalo con ojos de lapislázuli de un brillo hiriente.

Después abrió fragantes bolsas de cuero que contenían exóticas plantas aromáticas y destapó grandes cestos en los que había retoños de diferentes arbustos.

—A los romanos les gusta usar la canela para cocinar. La canela se obtiene de la corteza de un árbol. Esto de aquí es azafrán, jengibre y cúrcuma fuerte; sirven para teñir la lana.

Me puso en la mano una estatuilla de bronce que representaba a un esclavo africano desnudo y en cuclillas.

—Agítalo —me instó— y pon la mano debajo.

Al hacerlo, unos pequeños granos negros cayeron en mi mano y al inclinarme a olerlos empecé a estornudar con fuerza.

—Es un pimentero. Ya he provisto a toda Roma de ellos.

Le di el pimentero a Wanda, que lo examinó con curiosidad. El esclavo en cuclillas tenía pequeños agujeros en las nalgas por los que caían los granos de pimienta. Jamás habría pensado que se le pudiera ocurrir a alguien fabricar nada semejante; por el contrario, nuestras calaveras vacías y recubiertas de pan de oro más bien eran objetos que carecían de toda gracia. Apreciamos con curiosidad los aromas de la nuez moscada, el comino, el clavo y otras especias. ¡Qué rica en impresiones debía de ser la cocina de un romano adinerado! En caso de que algún día me hospedara en Roma, pediría sin duda una habitación situada sobre una cocina romana.

Niger Fabio rompió el precinto de un recipiente de barro y nos dio a oler perfumes y aceites; uno de aquellos olores me recordó al oficial romano. Me sorprendió saber que se los aplicaban las mujeres romanas porque, en realidad, a mí me gustaba muchísimo más el olor de Wanda, que era una mezcla de sudor de caballo, pelo de perro mojado y hierba recién cortada. Como es evidente, eso me lo guardé para mí. Niger Fabio le aplicó a Wanda un poco de perfume con un tapón; resultaba asombroso que una sola gota despidiera un aroma tan fuerte. El oriental parecía querer dar alas a nuestro asombro, que no tenía fin.

Igual que un mago, sacó un colorido pañuelo bordado de una gastada bolsa de cuero marrón y me lo dio. El pañuelo no era de lana ni de lino; era muy suave, y los dos relucientes caballos dorados no estaban pintados ni tampoco eran de oro. Yo estaba entusiasmado; jamás había tenido entre las manos un tejido así. Se lo di a Wanda, que se echó a reír, admirada.

—Es seda, el tejido más valioso que existe bajo el cielo. Los persas la usan incluso para sus insignias. Pero la seda es cara, carísima. En la frontera del Imperio romano pago por ella unos aranceles de un veinticinco por ciento. Sólo el incienso está libre de aranceles.

—¿Estás ofendiendo al pueblo romano y a su Senado, Niger Fabio?

Frente a nosotros apareció el oficial al que había sobornado en el puente.

Niger Fabio rió y abrazó al soldado romano.

—Éste es Silvano —aclaró el oriental, sonriendo—. Sin él, los aranceles romanos me habrían arruinado hace tiempo.

Silvano rió a carcajadas. Le era indiferente que todas las personas de alrededor se enterasen de su naturaleza corrupta y ésa era la mejor publicidad de todas. Los romanos no lo consideran soborno, sino tan sólo un impuesto que no se encuentra establecido en ningún lugar.

—Y éste es mi amigo Corisio, un druida celta.

Silvano me miró de arriba abajo como si yo fuese un dios de tres cabezas al tiempo que retrocedía un paso con desconfianza.

—Guárdate de este druida, Silvano. Dicen que pueden hechizar a los animales y matar con versos sagrados. Por tu bien espero que no le hayas sacado demasiados sestercios.

Silvano abrió enseguida su bolsa y me lanzó los sestercios casi con repugnancia. ¿Acaso tenía miedo de un druida celta? Después estalló en carcajadas y bromeó con que, por supuesto, a un amigo de Niger Fabio no le exigiría ni un solo as. No obstante, sus ojos, de un tono verde grisáceo, latían con miedo y le daban la apariencia de una rana enferma del corazón. Para mí ése fue un descubrimiento interesante: la superstición de un romano, por lo visto, era tan fuerte que incluso un bárbaro tullido podía imponer su voluntad a un oficial romano entrenado y armado. ¡Siempre que fuera druida, por supuesto!

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