—Es druida —dijo Silvano por lo bajo.
La risa de Labieno se desvaneció.
—¿Es eso cierto? ¿Eres druida?
De modo que se trataba de eso: les tenían un miedo inmenso a los druidas celtas y se adentraban en parajes salvajes, tropezando con usos y costumbres que les eran ajenos y misteriosos. Intenté esbozar una sabia sonrisa.
Labieno ya se había recompuesto y sonrió satisfecho.
—Todavía eres muy joven. Siempre pensé que los druidas celtas llevaban togas blancas y barbas canas, y que vagaban en silencio por los bosques portando hoces de oro.
—Buscas un intérprete —repliqué—, aquí estoy. Si quieres hacer uso de mis servicios, dilo.
Hablé alto y claro, sin dejar de mirarle a los ojos, pensando que obtendría un efecto mayor si no respondía a la pregunta que me había formulado. Además, la delegación celta no tardaría en presentarse y yo no quería verme comprometido. Labieno, de algún modo, intentó obtener un juicio algo más aproximado de mí; parecía estar sopesando pros y contras. Al fin, dijo en griego:
—En la orilla del río, una delegación de helvecios espera nuestra autorización para pisar el suelo de nuestra provincia. ¿Estás dispuesto a traducir para nosotros? Te pagaremos por ello un denario de plata.
—Estoy bien dispuesto a servir de intérprete en esa reunión —repliqué con cautela, también en griego—. Pero mis servicios cuestan dos denarios, legado Labieno.
Labieno esbozó una breve sonrisa. Al final asintió y le hizo una señal a Silvano, que todavía montaba su corcel. Éste hincó entonces los talones en los flancos de su bayo y se fue al galope por la vía Pretoria.
—¿Quién es la mujer? —preguntó Labieno con amabilidad, y la examinó con más insistencia de lo que me había observado a mí; paseó una mirada satisfecha por sus pechos y sus bien formadas caderas, que se destacaban bajo la túnica de cuadros rojos—. No puede entrar aquí —dijo con calma mientras le sonreía sin disimulo.
—Es mi esclava —contesté como un gallo orgulloso—, es mi pierna izquierda.
Introduje los dos pulgares dentro del cinto y entonces vio Labieno la cabellera rubia que pendía de mi cinturón. Alzó por un instante la mirada, directo a mis ojos.
—¿Pelo germano? ¿Comprado?
—No, legado Labieno. El pelo pertenecía a un príncipe germano al que maté en combate. Ahora su espíritu me pertenece y su melena también.
Labieno pareció sorprendido. ¿Acaso no me creía capaz del victorioso combate contra un germano, o es que le asombraba la lógica celta?
—Está bien —replicó—. El intérprete de César debería tener dos piernas. Espera aquí —dijo, y volvió a entrar en la tienda.
Delante de nosotros había un muro que nos llegaba a la altura de las rodillas y rodeaba la tienda del general. Esperamos allí. Los jóvenes tribunos cuchicheaban; al parecer nunca habían visto a una germana. Otro oficial de César salió de la tienda y se presentó como el
primipilus
, el centurión de más alto rango de la legión décima. Al contrario que los legionarios no llevaba cota de malla, sino una coraza de escamas de cinc que brillaba como plata al sol, y en la mano sostenía una cepa nudosa, la mal afamada
vitis
, que le permitía decidir sobre la vida o la muerte de un legionario. Rebosaba energía y dinamismo y era el prototipo de individuo raro que sólo se siente a gusto en círculos exclusivamente masculinos, donde muestra de improviso muchos sentimientos y atenciones. Me miró con ojos radiantes, como un padre orgulloso.
—Deberías trabajar en la secretaría de César. Piensa que como intérprete y escriba al servicio de Roma recibirías la paga de un suboficial. Al firmar recibes un anticipo de trescientos sestercios y luego otros trescientos anuales. Eso es la mitad más de lo que gana un romano como soldado de infantería.
—¿A cuánto asciende la paga de un jinete? La verdad es que también sé montar —bromeé.
El centurión rió al tiempo que miraba con desprecio a los jóvenes tribunos que perseveraban con el gesto torcido frente a la tienda de César. Un
primipilus
es un hombre que ha ascendido desde lo más bajo, en realidad desde el mismo campo de batalla y, al no provenir ni de la clase patricia ni de la senatorial, la única salida profesional que le queda es la militar. Por ello resulta comprensible que el individuo no quisiera tener nada que ver con esos jóvenes tarugos presuntuosos que exhibían los cuellos estirados y fajas de colores.
El
primipilus
se llamaba Lucio Esperato Úrsulo y era más pequeño de lo que ya de por sí son los romanos. Sin embargo contaba con hombros anchos y poderosos, y también su pelvis era mucho más ancha que la de los nórdicos, lo cual le confería un aspecto de cubo acorazado.
—Piénsatelo bien, celta. En ningún lugar bajo el sol encontrarás tan buenos camaradas como en la legión. ¡Y la comida es exquisita!
Por lo visto ese Lucio Esperato Úrsulo me había tomado cariño. Ya dije antes que a mi lado los hombretones desarrollan extraños instintos protectores. Vaya adonde vaya, siempre aparece un tipo fuerte como un oso que está dispuesto a cuidar de mí.
El
primipilus
se despidió amablemente y se fue por la calle del campamento. Poco después le oímos golpear con furia a un legionario, según parece porque no había limpiado bien la tuba. Cuando se le rompió el bastón, un esclavo se apresuró a traerle otra
vitis
y él, que acababa de exhibir unos conmovedores instintos protectores, asió la nueva vara para hacerle un sangriento arañazo en la frente al pobre diablo que gemía echado a sus pies. Luego me miró un momento, sonriendo al modo de un padre tierno, solícito y orgulloso, como si con ello me hubiese querido demostrar de lo que sería capaz si en el futuro alguien me tocaba un solo pelo. Al fin siguió calle abajo con paso enérgico e inspeccionó la guardia de honor que custodiaba los estandartes, las águilas y los
vexilla
.
Conversé un rato con Wanda en germano; es decir, que nos estuvimos riendo de los jóvenes tribunos que no entendían nuestra lengua.
De pronto se oyó una corneta que sonaba como los gemidos incontenibles de un toro en plena cópula. Toda la vía Pretoria se llenó de legionarios que, encabezados por portaestandartes cubiertos de pieles de león, marchaban hacia el pretorio hasta detenerse frente al bajo muro que rodeaba la gran tienda del general, formando allí un pasillo. Después llegaron diferentes oficiales y funcionarios de la administración, encabezados por el prefecto del campamento, y se quedaron firmes ante el pretorio, distribuyéndose luego a ambos lados del pasillo. De igual modo se repartieron los legionarios a izquierda y derecha hasta el final de la avenida, y por fin vimos a la delegación celta.
Ésta se hallaba encabezada por el príncipe Nameyo y el distinguido druida Veruclecio. Todos lucían ostentosas cotas de malla plateadas, yelmos de hierro con artísticas decoraciones y orejeras plateadas, y un halcón de bronce remataba el conjunto. Esos halcones tenían alas plateadas que, extendidas, se balanceaban arriba y abajo con cada movimiento y conferían al portador del yelmo un aspecto aún más imponente y amenazador. Eran los yelmos de nuestros antepasados, antiquísimos, que sólo se sacaban en ocasiones especiales. Los dos hombres llevaban joyas de oro ostentosas y pesadas. En su recorrido a caballo por la avenida de legionarios, erguidos y orgullosos, la mano derecha descansaba sobre la empuñadura de oro de la larga espada de hierro mientras la izquierda sostenía un escudo de oro de la altura de un hombre en el que aparecían grabadas figuras de animales y ornamentos en relieve de una destreza extraordinaria. En la comitiva había otros nobles que no iban acicalados con menor ostentación. Incluso los druidas se habían prestado a ese curioso pavoneo y llevaban lujosas togas blancas bordadas e iban acompañados por esclavos germanos medio desnudos, ataviados sólo con túnicas cortas de pieles. Sin duda habían escogido a los germanos más grandes, fornidos y fuertes, pues ni siquiera yo había visto nunca a hombres de semejante envergadura. Bien puede decirse que nuestra delegación causaba gran sensación, en especial esos esclavos gigantescos que les sacaban dos cabezas a los legionarios romanos y tenían una expresión tan fiera e indomable como si fueran a saltar en cualquier momento para aplastarlos con garras que semejaban palas. Me divertí al percibir el espanto que se extendía por los pálidos rostros de los tribunos; jamás habían visto nada igual. Los príncipes celtas disfrutaron del estremecimiento mudo que causaban en los empequeñecidos romanos. En ese momento me sentí de veras orgulloso de ser celta. Sin embargo, respecto al abundante oro que exhibía la delegación helvecia, me alegré y me enojé por igual. ¿No se confirmaba así el rumor de que éramos el pueblo del oro? ¿Acaso no había prometido César a sus legionarios ricos botines en la Galia aurífera?
La delegación se detuvo frente a la tienda de César. Unos pretorianos tomaron las riendas de los caballos y los llevaron a la parte de atrás. César se tomaba su tiempo. Sin embargo, al advertir la silueta que proyectaba su sombra, comprendí que ya estaba tras la lona de la tienda. Entonces salió en compañía de su legado Labieno y sus doce lictores proconsulares, que vestían togas de un color rojo sanguíneo. Como flechas se dispararon al cielo los brazos de los legionarios: «¡Ave, César!», resonó por todas partes mientras levantaban el águila hacia el cielo una y otra vez. Los legionarios golpearon con sus
gladii
el escudo pintado de rojo sangriento. El espectáculo de los seis mil legionarios era impresionante y sonaba igual que el rugido de una máquina de guerra gigantesca. César disfrutó del recibimiento y miró a la delegación celta sin ningún respeto. A pie, su aspecto resultaba más bien decepcionante: fino y flacucho, casi quebradizo. No era un guerrero que impusiera; lo único inquietante en él era la sonrisa que blandían sus labios, la sonrisa de un hombre que conocía bien sus capacidades y se entregaba a la consecución de sus ambiciosos objetivos de forma despiadada. Sus vivos ojos negros irradiaban una implacabilidad y una desconsideración que eran sencillamente alarmantes. Aquél no era hombre que buscara el diálogo o el consenso, sino sólo el triunfo a cualquier precio. Buscaba la victoria absoluta.
—Soy Cayo Julio César, procónsul de la provincia de la Galia Narbonense. Mi tía Julia desciende de reyes por parte materna, y está emparentada por la paterna con los dioses inmortales. De Anco Marcio, el cuarto rey de Roma, descienden los Marcio con el sobrenombre de Rex, y así se llamaba mi madre. Los Julio, por el contrario, descienden de Venus, y a ese clan pertenece mi familia. Por tanto, en mi estirpe anidan la majestad de los reyes, que son los más poderosos de entre los humanos, y la santidad de los dioses, que tienen incluso a los reyes a su merced. —Con gestos grandilocuentes y teatrales había informado César de su ascendencia.
El romano miró un instante a Labieno. El legado me hizo una seña; empezaba a ganarme mis dos denarios. La delegación celta escuchó mi traducción sin dejarse impresionar. Cuando hube terminado le hice una seña a Labieno, y César prosiguió:
—¡Celtas! ¡Hablad! Roma os escucha.
Traduje de inmediato, sin mirar antes a Labieno.
Nameyo tomó la palabra. Al contrario que César, me miraba de vez en cuando, cuando quería que prosiguiera con la traducción. Evidentemente, tampoco él podía dejar de poner de relieve su noble ascendencia, al igual que las hazañas heroicas de todos nuestros antepasados. A pesar de que no sentía ningún tipo de simpatía por el procónsul romano, el hecho de impresionarlo en cierta medida corría de mi cuenta. Quizá no fuera más que mi sangre celta la que ansiaba gloria, honor y reconocimiento público. El caso es que, para mi sorpresa, comprobé que a quien yo deseaba impresionar no era a la delegación celta, sino a Cayo Julio César.
Nameyo entró por fin en materia:
—Soy Nameyo, príncipe de los helvecios y elegido para hablar por ellos. Hace tres años nuestro pueblo decidió emigrar a la región de nuestros amigos santonos, en el Atlántico. Los alóbroges nos dieron entonces permiso para atravesar su región. Esa región es hoy provincia romana. Procónsul, es nuestro deseo atravesar tu provincia sin hostilidades. No nos queda más posibilidad que llegar a la región de los santonos y por ello solicitamos tu permiso para marchar a través de tu provincia. Contamos con víveres suficientes, no seremos una carga para nadie, y ofrecemos una gran cantidad de oro como garantía.
César asintió con sequedad y adoptó una expresión de aburrimiento. Me miró brevemente, me examinó impasible y luego empezó a hablar:
—Príncipe Nameyo, la petición de tu pueblo ha sido escuchada. Ahora debo reflexionar sobre vuestras intenciones. Vuelve a presentar tu petición en el idus. Entonces te daré mi respuesta. Es la respuesta del Senado romano y del pueblo de Roma.
Tras esas palabras, César desapareció en el interior de su tienda y el quejido de buey agonizante que los romanos consideraban señal musical de sus tubas resonó por todo el campamento.
—Nameyo —pregunté al príncipe—, ¿puedo regresar con vosotros?
Hablé en dialecto helvecio para que ningún romano me entendiera. En lugar de Nameyo respondió el druida Veruclecio:
—Corisio, en esa tienda le harás un gran servicio a tu pueblo. Quédate hasta que regresemos. Sé paciente, Corisio, ya que las acciones de los dioses son a menudo insondables y el plan divino que las origina no se revela hasta más adelante.
Asentí con la cabeza al druida. Estaba dispuesto a soportar allí ocho días.
Los pretorianos volvieron a traer los caballos y la delegación celta salió del campamento.
Labieno se me acercó y me dio dos denarios de plata.
—Vuelve mañana, al empezar la hora séptima, alrededor del mediodía.
—¿Necesitaréis entonces un intérprete? —pregunté sorprendido, sospechando ya de una conjura.
—Aulo Hircio desea verte.
—¿Aulo Hircio?
—Se ocupa de la correspondencia del procónsul en su secretaría.
Labieno me dio un rollo de pergamino lacrado y sonrió satisfecho.
—Para un celta esto es la única posibilidad de entrar vivo en un campamento romano, así que llévalo contigo mañana cuando te presentes ante la
porta praetoria
.
* * *
Regresé con Wanda a ver a Niger Fabio y le narré lo que acababa de ver y oír. Estaba a punto de mencionar a ese tal Aulo Hircio cuando el centurión Silvano entró en la tienda. Fuera aguardaban unos cuantos legionarios.