Me despedí de Creto y le dije que deseaba meditar su oferta un par de noches más. Creto se mostró comprensivo.
—Tómate tu tiempo, Corisio. Aún estaré diez días más aquí. Tengo que descubrir qué tiene previsto César.
* * *
Niger Fabio se alegró mucho de volver a verme. Quería agasajarme de inmediato, pero le dije que tenía mucha prisa. Me ofreció el pañuelo por dos denarios de plata y al final me lo vendió por uno; de ello aprendí que, por principio, nunca hay que pagar más de la mitad. Niger Fabio me abrazó con cariño e insistió en que siempre sería bienvenido.
Cabalgué hasta el puente con Wanda mientras pensaba en mi llegada a Genava con cierta melancolía. Me había sentido tan alegre y, de repente, con la llegada de César unos nubarrones negros cubrieron el cielo. Todo lo que había oído de él hasta el momento se volvía ahora de pronto real y palpable y, sobre todo, amenazador.
El camino hacia el puente estaba bloqueado por cientos de legionarios. A la orden de sus centuriones, los soldados se quitaron la cota de malla y asieron la herramienta que al parecer todos llevaban. Eran tan numerosos que yo no alcanzaba a ver el río. Sólo se escuchaba el martilleo de los carpinteros, las pesadas sierras de los zapadores y el crujido de los tablones de madera bajo los impetuosos hachazos que propinaban los legionarios. Bajé a caballo hasta la orilla, lejos de la zona de aduana. Apenas podía dar crédito a lo que vieron mis ojos: estaban derribando el puente. ¡César había dado la orden! ¿Quería con ello sólo impedir que entrásemos en su provincia, o pretendía provocarnos? Al otro lado del río había bastante jaleo. El estado de ánimo en el campamento celta debía de ser lamentable; hacía días que andarían sentados por ahí, aburridos, seguramente acabándose ya los últimos toneles de vino romano, que en realidad deberían haber alcanzado hasta la costa. Algunos alborotadores vociferaban que iban a cruzar a nado y recolectarían cabezas de legionario; sin duda alguna se requeriría el poder y la autoridad de todos los príncipes y druidas celtas para disuadir a esos impetuosos de sus propósitos, puesto que aunque los príncipes acordaran la paz, solía tolerarse que los jóvenes se divirtieran con la caza nocturna de cabezas. En esta ocasión, no obstante, nadie quería servirle a César el menor pretexto.
Wanda y yo, empero, abandonamos Genava con el propósito de ver si había alguna posibilidad de cruzar el Ródano más adelante.
No obstante, lo que nos esperaba fuera del
oppidum
sobrepasó de nuevo toda mi capacidad imaginativa: la legión décima de César levantaba en campo abierto y con una rapidez pasmosa un campamento militar de más o menos media milla por media milla.
—¡Corisio!
Vi a Creto sobre una pequeña colina junto con algunos de sus libertos, todos ellos antiguos esclavos griegos, contemplando el trabajo de los legionarios. Nos sentamos con él.
—Presta mucha atención —dijo—. Un campamento de legionarios romanos es como un juguete que los dioses dejan caer en el campo. Todos se erigen según el mismo esquema. No importa cuántas horas hayan marchado, al final del día se sacan un campamento de la manga de la túnica.
Creto me explicó con buena disposición las particularidades de un campamento militar mientras yo reflexionaba acerca de cómo un hatajo de celtas indisciplinados podría vencer a un ejército capaz de realizar semejante obra.
Al cabo de pocas horas, el campamento militar romano superaba a cualquier
oppidum
celta en inteligencia de planificación y capacidad defensiva. Apenas podía creerlo. Esa legión décima llevaba días marchando y en pocas horas había levantado como por ensalmo una auténtica ciudad en mitad de la nada. Mejor no pensar qué sucedería cuando esos hombres cambiaran la zapa por el
gladius
. Jamás me había sentido tan pequeño, tan insignificante e impotente.
Creto parecía afligido, con la mirada taciturna y melancólica.
—Corisio, todo lo que explican es cierto. César no habla más que de la Galia aurífera. A los legionarios el oro les interesa casi más que las muchachas. —Al cabo de un rato añadió de improviso—: Debería abrir una filial en la Galia para abastecer a los legionarios de los productos de su tierra. ¿Pero dónde, Corisio, en qué lugar levantará César en otoño el campamento de invierno?
Por lo visto no era la guerra lo que afligía a Creto; sólo tenía miedo de que un negocio se le escapara de las manos. Sonrió con astucia.
—Necesito a alguien al servicio de César que me tenga informado de todos los movimientos de las tropas. Alguien que entable contacto con los artesanos locales y que me envíe listas de sus productos. También debería saber qué bienes escasean y tienen mucha demanda en cada región. Debería conocer los precios que se pagan por los bienes autóctonos y los precios que se pagarían por mercancías de importación.
Yo no lograba entender a Creto: César estaba organizando una guerra privada en la región celta que llamaba Galia y él sólo pensaba en cómo iba a ganar dinero con ello. ¿Qué me sucedía? Creto pareció adivinarme el pensamiento. Me tocó la rodilla e intentó convencerme con apremio:
—Corisio, yo no soy general, soy Creto, el mercader de vinos de Massilia. No tengo ejércitos. No puedo evitar que César haga nada que su ambición o sus deudas le obliguen a hacer. Tan sólo puedo intentar sacar provecho de ello. No es posible contener una tormenta que arrasa la tierra, Corisio, sólo cabe intentar sobrevivir a ella.
Bien, a lo largo de los años cada cual se busca un modo de justificar sus actos, así que sonreí al mercader en gesto condescendiente. Por lo menos había tenido suficiente tacto para darse cuenta de mi dilema y comprenderlo. Acordamos volver a hablar al respecto en los días siguientes.
Lucía
no le tenía especial aprecio; sólo tenía ojos para
Atenea
, su vieja madre.
Wanda y yo cabalgamos un rato más Ródano abajo, pero como ya oscurecía decidimos volver a intentarlo el día siguiente. De todos modos empezaba a dudar que en algún punto quedara un paso libre de la presencia de legionarios.
De regreso al campamento de los mercaderes pasamos por delante del puente derrumbado del Ródano; allí había arqueros alóbroges y cretenses, honderos baleares y legionarios romanos por doquier. Saltaba a la vista que los alóbroges cumplían con su deber, pero que los romanos no les gustaban demasiado, y que los romanos desconfiaban con razón de los alóbroges sometidos. A ningún general sensato se le habría ocurrido pasar la noche en un
oppidum
alóbroge, pues eran famosos por sus alzamientos improvisados.
En el centro del río aún sobresalían los postes que se hallaban fijados verticalmente en el cauce; todos los tablones y jabalcones ya se habían retirado. Tablón a tablón, las últimas tropas romanas de zapadores retrocedían hacia su propia orilla, donde una considerable cantidad de legionarios dispuestos en fila, muy juntos, se alzaban como una empalizada de carne y hueso.
* * *
Pasamos la noche en la tienda de Niger Fabio, que explicó más acerca de Judea, del país y de sus gentes, así como del dios de Mahes Titiano. Para celtas, germanos, romanos y griegos un solo dios era más o menos tan atractivo como la idea de pasarse la vida alimentándose de mijo sin condimentar y
mulsum
espesado.
—Verás, Niger Fabio, nuestros dioses viven en la naturaleza, en lagos, ríos, sotos, ciénagas, en los árboles y los bosques, en los negros manantiales y en las piedras. Tenemos montones de dioses. Cada cual elige aquel con el que mejor se lleva, pues cada deidad es distinta y tiene sus ventajas e inconvenientes. A un dios le gusta beber, al otro montar a caballo, uno nos protege en la guerra mientras que el otro nos juega malas pasadas. Pero esa idea de Mahes de un solo dios… —Sacudí la cabeza.
—De hecho es una religión muy curiosa. —Niger Fabio sonrió—. Mientras que los demás pueblos que conozco permiten conservar sus dioses a las tribus sometidas, los adeptos de esta extraña religión se empeñan en que no hay más que un dios. Imagina que ésa fuese la religión de los romanos: ¡El mundo entero estaría ya reducido a cenizas!
—Sí —lo secundé—. ¡Se puede derrotar a un pueblo, pero no se le deben arrebatar sus dioses!
Niger Fabio le hizo una señal a su esclavo. Ahora que no había ningún romano bajo el techo de su tienda, bebíamos un vino aún mejor: falerno. Me importan poco las marcas y etiquetas de papiro, pero quien ha probado falerno sabe lo malos que son los vinos aguados que ha bebido hasta entonces y a los que ha sobrevivido. Incluso me atrevo a decir que probablemente el falerno sea el culpable de que no me hiciera druida. Lo digo con total seriedad: saberse de memoria dos mil versos sagrados está muy bien… pero el falerno es mejor.
En el transcurso de la velada se nos unió Creto. Para su protección había traído consigo a un mercenario, al cual hizo esperar fuera de la tienda.
—Deberías hacerte traficante de esclavos, Corisio —refunfuñó Creto mientras se sentaba y agradecía el vaso que le daba el esclavo—. Al menos ellos pueden ir solos hasta Roma. Las ánforas no tienen piernas.
—Sin embargo las ánforas no tienen rostros tristes —repliqué al tiempo que pedía otro vaso de falerno—. En la vida me haría traficante de esclavos. Lo juro por Taranis, Eso y Teutates. Que me trague la tierra, que el sol me abrase y el viento abandone mis pulmones si lo que digo no es cierto —pregoné gesticulando de forma patética.
Wanda ni se inmutó, aunque por el modo en que miraba al esclavo mientras éste me servía supe a ciencia cierta lo que pensaba: yo estaba haciendo el ridículo. ¡Qué importaba eso! ¿Qué dios me ordenaba quedarme allí como una estatua de sal? Sin duda, Sucelo no.
Creto parecía estar de mal humor. Es posible que no hubiera alcanzado aún mi nivel de alcoholemia, o quizás había bebido demasiado en otra parte y se hallaba en esa fase melancólica previa a la modorra. Engullía sin pausa un bocado tras otro, tragaba falerno como si fuera agua de manantial y daba la impresión de que ese mercader de vinos de Massilia estuviera decidido a devorar hasta caer muerto.
—¿Por qué tendría que hacerse Corisio traficante de esclavos? —preguntó Niger Fabio—. No puede rivalizar con los mercaderes de Roma y Massilia. ¿Cómo iba a llevar a ningún sitio a unos cuantos miles de esclavos? Los traficantes tienen auténticos ejércitos de mercenarios a sueldo que los acompañan, tratan con César en persona y le compran veinte, treinta o hasta cincuenta mil esclavos de golpe.
—Yo lo contrataría —dijo Creto, y me escrutó con la mirada—. Tengo suficiente dinero y bastantes hombres para meterme en el comercio de esclavos.
—Si se llevan cincuenta mil esclavos de golpe a Roma, se viene abajo todo el mercado —dije riendo—. Preferiría inventar algo, una máquina, por ejemplo, que aniquilara a legiones enteras.
Creto me miró de reojo, algo contrariado. Creo que había pensado en serio meterse en el comercio de esclavos, y al parecer yo le había decepcionado. Comimos y bebimos mientras proyectábamos carros de guerra que escupían fuego y cuyas ruedas estaban equipadas de afiladas cuchillas. Wanda se hallaba sentada en un rincón, igual que una esposa mortificada, y me observaba con abierta censura. Cuando por fin quise levantarme y ya no pude lograrlo solo, su mudo desprecio apenas conocía límites. No sé cómo me llevó a la tienda de invitados de Niger Fabio. Según cuentan, ya avanzada la noche les recité versos sagrados a sus caballos; también cuentan que le expliqué a su yegua el curso de los astros y que en ese momento el animal me tiró al suelo de un pequeño empujón. Tampoco sé si es cierto que besé a mi esclava cuando me ayudó a ponerme de pie.
* * *
En las primeras horas del alba alguien descorrió la lona de la tienda y gritó mi nombre. Era Silvano, el oficial de aduanas.
—¡Corisio, César busca un intérprete! Una delegación de helvecios cruza el río.
Me lavé la cara en una palangana de agua que me dio uno de los esclavos de Niger Fabio y me desperté de golpe.
—Ven conmigo, Wanda. Tenemos que irnos.
No es que yo tuviera demasiadas ganas de convertirme en el intérprete de César, pero aquélla era una buena oportunidad para cruzar por fin a la otra orilla.
Silvano nos acompañó al campamento militar, donde ya reinaba una intensa actividad. Delante de cada tienda ardían fuegos para cocinar y los mozos de los legionarios se ocupaban de los mulos, limpiaban las armas, molían cereales o cocían ya tortas de pan en las ascuas. Algunos legionarios tenían el día libre, mientras que en el barrio de los artesanos se trabajaba con ahínco. Los legionarios que no habían logrado sobornar con éxito a sus centuriones limpiaban las letrinas. Aquí y allá veíamos tropas auxiliares de alóbroges a caballo, que al parecer podían moverse con libertad.
Bajamos la vía Pretoria a caballo y paramos frente al pretorio, la gigantesca tienda del general César, que consistía en numerosas salas privadas y de trabajo separadas entre sí. Delante de la tienda había varios jóvenes reunidos; en la cadera llevaban la banda que los identificaba como tribunos. A cada legión le correspondían seis de esos mocosos, de los cuales uno procedía siempre de una familia senatorial y los otros cinco eran de familias de rango ecuestre; la mayoría pasaba allí su año de servicio obligatorio antes de pagar en Roma los primeros sobornos de su carrera política. Nos contemplaron con desprecio porque para ellos no éramos más que salvajes insignificantes. Dos pretorianos, soldados de la guardia de corps de César, se llevaron los caballos. Después se abrió la lona de la tienda, franqueando el paso a un oficial que llevaba coraza de cinc.
—Soy Tito Labieno, legado de la legión décima.
En ausencia del general, los legados eran los auténticos comandantes de una legión. Labieno me contempló meditabundo. Parecía decepcionado y se dirigió a Silvano:
—¿Es éste el hombre del que me hablaste?
—En efecto, legado Labieno —respondió Silvano con firmeza militar.
Labieno tenía unos cuarenta años, una mirada agradable, y en el fondo causaba una impresión sincera y franca.
—¿Cómo te llamas, celta? —me preguntó.
—Soy Corisio, de la tribu de los celtas rauracos. Entiendo y hablo los dialectos celtas, y también entiendo el germano y hablo latín y griego sin dificultad.
Labieno asintió con la cabeza en señal de aprobación. Después sonrió.
—¿Y dónde aprendiste todo eso?